Cada mitzvá cuenta

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El secreto que aprendí de una alfombra de hojas otoñales.

Thon, la mayor organización estudiantil de caridad del mundo, realiza una campaña anual de recolección de fondos que es ejecutada por los estudiantes de la universidad Penn State. Ésta beneficia al fondo caritativo Four Diamonds, el cual provee dinero para la investigación del cáncer y para pacientes pediátricos, y ha recaudado más de 100 millones de dólares desde sus inicios en 1977.

Ian, mi hijo, está en su primer año en Penn State y en noviembre recaudó dinero puerta a puerta para Thon. Ian habló sobre Thon en nuestra celebración del día de acción de gracias y, después de decir que Thon había recaudado más de 12 millones de dólares el año pasado, un amigo de la familia exclamó: “¡Huau! ¡Qué mitzvá tan grande!”.

Mi hijo dijo: “Quieres decir doce millones de mitzvot”.

El amigo estaba confundido, pero yo entendí perfectamente a lo que se refería mi hijo. Toda familia tiene sus historias, y una de nuestras historias favoritas trata sobre mi abuelo paterno: Benjamín Ford y la alfombra de hojas.

El abuelo Ben nació en Rusia. Su familia era extremadamente pobre y Jenny, su madre, una vez lloró porque no podían costear una alfombra para cubrir las desgastadas tablas de madera que había en la entrada del salón. El abuelo Ben (que en ese entonces tenía unos ocho años de edad) sabía lo mucho que su madre amaba los colores del otoño, por lo que secretamente reunió cientos de las más hermosas hojas doradas que pudo encontrar. Entonces las esparció cuidadosamente sobre el piso para cubrir los lugares raídos y, cuando su madre llegó a casa, se encontró con lo que ella describió como una ‘mágica alfombra de hojas’.

El abuelo Ben sabía que las hojas no podían quedarse en el piso, por lo que las recogió con la ayuda de su madre, las puso en una bolsa y asumió que ella las devolvería a la calle.

Mi abuelo llegó a Estados Unidos a los 19 años. Un primo le dio un trabajo y un piso de cocina para dormir. El abuelo Ben aprendió inglés solo y consiguió un diploma de escuela secundaria. Le hizo cientos de envíos de pequeñas cantidades de dinero a su madre, quien para ese entonces ya había enviudado dos veces, con la esperanza de que se le uniera junto a sus dos hermanastros, Yosi y Shaúl.

El sueño del abuelo Ben finalmente se hizo realidad y, mientras ayudaba a su familia a acomodarse en un departamento, encontró una pequeña bolsa con algo que parecía tierra. Bromeando le preguntó a Jenny, su madre, si había traído con ella tierra rusa para no extrañar el hogar. Jenny explicó que la bolsa contenía los restos de las hojas que él había esparcido en el piso tantos años atrás.

Esta bolsa está llena de amor. No fue una sola mitzvá, sino que fueron cientos de mitzvot.

Mi abuelo se sorprendió. “¿Por qué fue tan importante para ti? ¡Fue sólo una pequeña mitzvá!”.

“Esta bolsa está llena de amor”, contestó Jenny. “¡Había cientos de hojas! No fue una sola mitzvá, sino que fueron cientos de mitzvot”.

Vivimos en un mundo en el que los pensamientos y las acciones suelen ser considerados de poco valor a menos que sean gigantes, costosos e insuperables. En otras palabras, demasiado grandes. Nuestros automóviles y casas son cada vez más grandes. El café de Starbucks ya creció en tamaño cuatro veces. Las celebridades hacen bodas millonarias para la televisión y nosotros nos impresionamos de gran manera. (A lo único que le vendría bien un aumento de tamaño es a los asientos de avión).

Quizás esa sea una de las razones de por qué el mundo parece volverse cada año más grosero. El ritmo de vida es demasiado rápido y la importancia de las pequeñas bondades es burdamente ignorada.

Nuestras mentes no sólo se atascan cuando buscamos el gran momento, sino que también pensamos en demasía cuando se trata de mitzvot. Dudamos antes de hacer una mitzvá porque analizamos de sobremanera el impacto que podría tener. ¿Será nuestra mitzvá malentendida, apreciada o considerada lo suficientemente perfecta? Incluso una mitzvá pequeña podría terminar inspirando a otros a actuar con amabilidad o causando algo inesperadamente espectacular, pero no se ve disminuida si termina siendo meramente una acción individual.

Cada envío de dinero que hizo mi abuelo a Rusia fue una mitzvá por sí misma, y no necesitaba ir más allá para que fuera significativa. Pero de igual forma, logró traer a su familia a Estados Unidos. Su hermano Shaúl nunca se casó y se unió a la Marina Mercantil, y mi tío Yosi, su otro hermano (junto a mi tío Abi Shapiro), se convirtió en uno de los fundadores de la Universidad Brandeis.

Fue Maimónides quien escribió:

Una persona debe verse a sí misma y al mundo como una balanza equilibrada justo en el medio; al hacer tan sólo una pequeña buena acción inclina la balanza y trae, para sí mismo y para todo el mundo, redención y salvación (Maimónides, Leyes de Teshuvá 3:4).

Maimónides no especifica en ningún lugar que la buena acción deba ser inmensa para poder inclinar la balanza.

Toda mitzvá cuenta.

Mi hijo entiende que la importancia de Thon no sólo yace en el tamaño del cheque final, sino en la voluntad de miles de donantes y de frenéticos y agotados estudiantes que dan, al menos, una pequeña parte de sí mismos. Cada mitzvá que contribuye a Thon es tan importante como el resultado final.

La belleza de una mitzvá es que nos lleva más allá de nosotros mismos, para conectarnos con el mundo; incluso si es algo tan simple como la alfombra de hojas de un niño.

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