El rabino y el delincuente

4 min de lectura

Una historia real sobre el poder del amor.

Mi vecino Elisha vive sólo a unas cuantas casas de mí en la ciudad de Hispin, y trabaja con jóvenes inmigrantes etíopes y rusos en un programa del ejército. El año pasado en un día cálido de septiembre, el tipo de día que no quiere dar paso al entrante otoño, Elisha venía de vuelta después de cumplir con su servicio de reservista en Tzeelim.

El autobús iba lleno, pero a mitad de camino, en la estación de bus de Afula, muchísima gente se bajó. Entonces, un hombre mayor de barba blanca, sombrero negro y largo abrigo negro, se subió al bus y se sentó a su lado. Él notó que aquel hombre era alguien muy distinguido, como un dayán (juez) rabínico o algo así. El rabino vio la kipá sobre la cabeza de Elisha e inmediatamente comenzó a hablarle sobre la parashá de la semana. De ahí pasaron a daf yomi (Talmud), y luego a algunos temas de halajá (ley judía). El tiempo pasó volando y ya se acercaban a Tiberias —el destino final del rabino— cuando de pronto el rabino le preguntó a Elisha a qué se dedicaba. Elisha le contó sobre los jóvenes con los que trabajaba y le dijo cuán alejados estaban la mayoría de ellos de la Torá y del judaísmo tradicional.

El rabino se quedó en silencio durante un instante y después de una pausa dijo: “El próximo mes me retiro de mi posición como dayán. He trabajado allí durante 25 años. Pero no pienses que siempre he sido así. Yo no crecí en un hogar religioso”, dijo con una sonrisa. “Mis padres eran sobrevivientes del Holocausto, y no tenían la habilidad emocional para darme la atención que yo necesitaba. Prácticamente crecí en la calle. Estuve a punto de convertirme en un delincuente, ya que me juntaba con la gente incorrecta incluso desde antes de mi Bar Mitzvá”.

“Cerca de mi casa había una sinagoga, y al lado de ésta había un campo de fútbol donde pasaba el tiempo con mis amigos. A veces la pelota caía en el patio de la sinagoga, y una vez incluso rompimos una de las ventanas de la sinagoga, pero escapamos antes de que nos atraparan. Un Shabat, cuando yo tenía casi 15 años, pateé la pelota tan fuerte que no cayó simplemente en la entrada de la sinagoga, sino que le dio directamente al rabino cuando iba saliendo y le voló el sombrero. Mis amigos y yo nos reímos de buena gana al ver cómo su sombrero se transformaba en un platillo volador”.

“El rabino levantó su sombrero, caminó hacia mí, pero antes de que alcanzara a abrir la boca, yo le dije con atrevimiento: ‘Shabat Shalom. ¿Su señoría quiere hacer kidush para nosotros o prefiere unirse a nuestro juego?’. Él no se puso nervioso. En cambio, me miró y preguntó: ‘¿Dónde están tus padres?’. Yo le respondí burlonamente ‘están muertos’”.

“El rabino me dijo: ‘Ven conmigo’. Para mí era como un juego. No sé por qué, pero fui con él. Pensaba en las bromas que haría con mis amigos cuando regresara. Llegamos a su casa. Él entró y yo lo seguí. Hizo kidush y me dio algo de beber. Luego me preguntó: ‘¿Tienes hambre?’. ‘Me estoy muriendo de hambre’, le respondí. El rabino le hizo una seña a su esposa y me hicieron un lugar en la mesa y me trajeron comida. Comí como si fuera una persona que no ha visto comida en toda una semana. El rabino comió muy poco. Él simplemente me vio comer y dijo unas pocas palabras. Años más tarde entendí que probablemente yo me había comido también su porción”.

“Cuando terminé de comer, él me preguntó: ‘¿Estás cansado?’. ‘Estoy exhausto’, le respondí. El rabino me dio una cama y yo inmediatamente me dormí. Cuando me desperté era Motzei Shabat. El rabino me preguntó: ‘¿Qué quieres hacer ahora?’. ‘Me encantaría ir al cine a ver una película, pero no tengo dinero’, le respondí. ‘¿Cuánto cuesta una entrada?’, me preguntó. ‘Una lira y media’, le dije. El rabino me dio una lira y media y se despidió de mí, pero no sin antes decirme: ‘Vuelve mañana’”.

Tan sólo debes amarlos como si fueran tus propios hijos, y entonces tendrás éxito.

“Volví al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Comí y obtuve dinero para el cine día tras día. Eventualmente descubrí que había otros 12 niños como yo, a quienes el rabino había tomado de la calle y que iban a comer a su casa. Comencé a apegarme mucho a él. Él comenzó a enseñarme sobre judaísmo, y yo no quería ser malagradecido, así que lo escuchaba. Aprendí sobre lavarse las manos antes de comer, sobre los rezos y sobre las leyes de Shabat. Él me compró un par de tefilín y se sentó a estudiar conmigo jumash, mishná y halajá. Gracias a él yo eventualmente fui a una Ieshivá, recibí mi ordenación rabínica y, como puedes ver, me convertí en un dayán. Él me casó, casó a mis hijos y fue el sandak en el brit de mi nieto”.

Y cuando estaban llegando a Tiberias, el anciano finalizó su historia.

“Así que no te des por vencido en tu labor”, le dijo a Elisha. “Mira dónde comencé yo y en qué me convertí. Tan sólo debes amarlos; ámalos como si fueran tus propios hijos y entonces tendrás éxito”.

La gente comenzó a prepararse para bajar del autobús y Elishá consiguió hacer una última pregunta antes de que se despidieran. “¿Cuál era el nombre del rabino que te acogió?”.

“¿Por qué me preguntas cuál era su nombre? Él aún está vivo y muy activo, gracias a Dios, a pesar de que tiene 92 años de edad”, le dijo. “Su nombre es Rav Ovadia Yosef”.

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