Quebrado

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Repentinamente me transformé en una madre soltera, el largo gemido del shofar hizo eco con el gemido de mi corazón.

Fue el conejito de peluche lo que me hizo llorar esa vez, ver los brazos de mi hija alrededor de su pequeño conejo de peluche, su piel color beige gastada por el amor, y escucharla preguntar con una suave y lastimera voz: ¿Cuando regresará a casa? La respuesta resultaría ser: Nunca. O en otras palabras, "casa" era un lugar diferente ahora.

Repentinamente me transformé en una madre soltera, estaba aturdida. Cubría a mi niña con una manta, le leía un cuento antes de dormir, la ayudaba a decir Shemá, y la observaba quedarse dormida. Pero el conejito estaba fuera de contexto, se veía mal, como si no perteneciera a aquel lugar, acurrucado en la cama grande con las sabanas floreadas en la habitación extra de Buby. Pertenecía a casa, acurrucado en la cuna con las tablillas blancas y adornos cafés.

Las lágrimas nublaron mi visión, y cayeron una a una en los suaves rizos de mi hija mientras ella dormía. Lloré por primera vez desde que había dejado "nuestra casa" atrás y me había mudado a la casa de mi infancia. Lloré por los años en los que nuestra pequeña familia había trabajado duro, y al final, no lo había logrado. Lloré por nuestras vidas, repentinamente interrumpidas, y por el futuro – incierto y atemorizante.

Cuando mis ojos finalmente se secaron, todo se veía diferente. El conejito de peluche. Los rizos de mi hija brillando sobre la almohada como una corona. Las maletas en las que cuidadosamente organicé las escasas posesiones salvadas de nuestra antigua vida. Las habitaciones desconocidas en un nuevo apartamento. Los muebles prestados. La aurora. El ocaso. Los nuevos días llegando una y otra vez, a pesar de que yo no sabía que hacer con ellos.

Todo sonaba diferente. El sonido de la alarma de un auto. El vecino practicando el violín se escuchaba a través de las delgadas paredes. El gutural alarido del pitar de un tren en la noche. Las cosas más pequeñas se quedan en tu memoria cuando estás demasiado asustada para pensar en el panorama global. Yo estaba profundamente consciente de cada visión, cada sonido, cada olor y cada emoción. Cada detalle resaltaba en agudo alivio; astillado y fragmentado como nuestras nuevas vidas destrozadas.

Aurora.

Ocaso.

Durante el día había palabras. Siempre palabras. Lanzadas sin pensar como papel picado a repartirse sin preocupaciones en el viento. Palabras, y el sonido de puertas cerrándose y caminos estrechándose. La palabra “quebrado” hizo eco durante los días y las semanas que siguieron. El sonido de la condena. La vista de espaldas volteadas y sonrisas ufanas, de ojos tan seguros y sin embargo tan asustados al mismo tiempo.

Por la noche, había silencio. Un peso descendía en el pequeño apartamento cuando los números del reloj pestañeaban pasada la media noche. Me sentaba sola en la mesa de la cocina, y ponía mi reloj cerca de mi oído solamente para escuchar el consuelo de su dulce, constante, tic, tac, tic, tac. El sonido del tren interrumpía la oscuridad, sacándome de mi ensueño. Me levantaba lentamente y comenzaba a poner otro día más a descansar.

Aurora.

Ocaso.

El brillante fuego del otoño. Los sonidos de las bellotas cayendo, plink, plink, plink, en el pavimento. El sonido de los gansos, dando graznidos en su migración a climas más tibios. Luego el seco crujido de las hojas. Elul. Un Nuevo año está naciendo. El olor de las jalot redondas horneándose, en honor a las próximas festividades. Nunca dejé de temblar. El miedo apretando mi corazón fue más que una reacción a los Iamim Noraim. Tenía miedo del futuro, del pasado, de lo que había ocurrido y de lo que había hecho y de lo que ocurriría ahora.

"¿Quién será el padre de mi hija? Déjanos llamarte a Ti en nuestros momentos de necesidad".

Rosh Hashaná. Los pañuelos de seda. Las letras en el majzor negras sobre páginas blancas. El sonido del shofar, quebrado, quebrado, quebrado, y luego un gemido largo haciendo eco con el gemido de mi corazón. Lágrimas, repentinamente, de nuevo; las páginas son ahora una imagen gris borrosa. Lloré por segunda vez desde que mi nueva vida había comenzado; las lágrimas fueron una liberación de las tensas emociones de las últimas semanas.

"Dios", lloré, "¡Estoy sola!, el futuro se encuentra frente a mí, vasto y desconocido, y debo caminarlo sin que nadie esté a mi lado. ¿Quién será el padre de mi hija? ¿A quien acudirá ella cuando quiera llorar? Avinu Malkeinu, mi Padre, mi Rey. Camina conmigo, con nosotras, con nuestra pequeña familia de dos integrantes. Déjanos llamarte a Ti en nuestros momentos de necesidad".

Mientras se desvanecía la ultima nota larga del shofar, su eco pulsando en el aire, mis lágrimas se secaron. Sentí como se abría mi alma, y un tranquilo y pequeño susurro se asentó. Silenciosamente, sin embargo con una profunda resonancia, eso vibró en las cámaras de mi corazón, las palabras entraron en mi espíritu.

"Hija mía”, escuché, “No temas. Yo estoy contigo, siempre. Caminaré a tu lado, siempre. No te dejaré caer”.

Y todo se veía diferente de nuevo. Como un velo de neblina levantándose ante los tiernos rayos de sol, el mundo volvió a enfocarse lenta y suavemente. Los detalles encontraron su lugar, reorganizando los fragmentos y reunificándolos. Miré hacia arriba a las mujeres con pañuelos blancos en la sinagoga, cada una de ellas inclinada sobre un majzor bien gastado, cada una de ellas pidiendo por la misma cosa, y me sentí completa nuevamente.

Las jalot redondas, marrones y brillantes. Las manzanas rojas con miel. El clink, clink, clink de platos y vasos y tenedores y cuchillos. Las risas y el murmullo. Me senté a la mesa, rodeada de gente que conozco y quiero, y vi mi reflejo en las caras que eran tan familiares para mí como mi propia cara. Mi familia y amigos habían estado ahí para mí a través de estas difíciles primeras semanas, y continuarían apoyándome mientras comenzaba mi camino hacia una nueva vida.

Y sabía, ahora, que Dios estaba conmigo, así como siempre había estado y siempre estaría. El futuro parecía, de alguna manera, menos atemorizante, cuando guardado en mi corazón todavía escuchaba ese susurro, esa voz. No caeré. Caminaré hacia adelante, con la cabeza en alto, uniendo mi nueva vida con la luminosidad del nuevo año; sus desconocidas posibilidades, sí, pero emocionantes también y seguramente lleno de promesas, potencial y oportunidades.

Un nuevo año.

Un nuevo comienzo.

Una nueva vida.

Ocaso.

Aurora.

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