El Último Baile

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No estaba preparada en lo más mínimo para despedirme de mi padre.

Tenemos un nuevo nieto, Abraham Simja. "Simja" es por alegría. "Abraham" es por mi padre, Abraham Majer – "Abe" para aquellos que se relacionaron con él en los negocios; "Abremel" o "Abremele" para sus amigos más cercanos.

Mi padre falleció hace tres años un domingo de mayo: era el Día de la Madre. Él tenía 87 años cuando murió – no a causa del cáncer de próstata que ni siquiera sabía que tenía. Tuvo una vida plena; incluso milagrosa considerando su historia; sobrevivió al Holocausto, sin embargo perdió a toda su familia, incluyendo a su esposa y sus dos pequeñas hijas. Luego perdió a mi madre debido a un cáncer hace más de 30 años y luego a una tercera esposa en un accidente automovilístico.

La jubilación había abierto la puerta a los recuerdos que tanto había trabajado por reprimir, recuerdos con los que los antidepresivos y nuestra persuasión no podían competir.

La historia finalmente tuvo repercusión. Durante los últimos 15 años de su vida, mi padre sufrió de depresión y a pesar de que trató de sobrellevarla ("¡Mir mizzen kempfen!, nos decía a mí y a mi hermano en Idish – "¡Tenemos que pelear!"), la jubilación había abierto la puerta a los recuerdos que tanto había trabajado por reprimir, recuerdos con los que los antidepresivos y nuestra persuasión no podían competir.

Bayze Joloimos. Sueños amargos.

También había días buenos, cuando era el padre que conocíamos – jovial, relajado en la compañía de sus nietos y bisnietos, contándonos historias de su vida. Siempre empezaba hablando en inglés pero invariablemente pasaba al Idish, su lengua materna, y debíamos recordarle cada cierto tiempo que tradujera.

Habían historias sobre su privilegiada niñez viviendo en una casa de tres pisos en Tzrebinia, Polonia; otras de su juventud y de cómo un shadjan (casamentero) lo emparejó con la joven muchacha de la panadería que le robó el corazón ("Compré muchos pasteles" bromeaba); también contaba acerca de como agitó su mano en un adiós desesperado a su esposa y a sus dos hijas mientras abordaban un tren a Auschwitz; y otras sobre cómo siendo sobreviviente de la guerra, despojado de su familia, se casó con mi madre y encontró la valentía para reconstruir su vida.

La pasión de mi padre era la música. Podía pasar horas en su sillón de cuero negro reclinable escuchando sus cintas, jugando al director de orquesta y cantando las melodías jasídicas que tanto disfrutaba. Algunas de esas melodías también tenían historias propias.

"Yo estuve con el Rebbe de Bobover en un Tish de Shabat cuando compuso ‘Ismaj Moshé'", decía con nostalgia y orgullo, revelando los detalles de la historia.

Para mi padre, la música y la fe estaban entrelazadas. Una de sus melodías favoritas era "Ivdu et Hashem besimja", "Sirve a Dios con alegría". Solía cantarla con fervor y con una sonrisa – "Ivdu, ivdu, ivdu, ivdu et Hashem besimja" – en las fiestas, en días de semana o en cualquier momento que veía a un miembro de la familia desanimado.

Entonces a mi padre se le diagnosticó una degeneración macular, una condición de la que nunca habíamos escuchado y que pronto dominó nuestras vidas. En menos de un año había perdido casi toda su visión y se había hundido en la depresión.

"A blinde is azoi vi a toite", nos decía. "Un ciego es como un hombre muerto".

No es cierto, insistíamos. Todavía puedes vivir una vida plena y productiva. Pero ya no podía disfrutar esas preciosas horas leyendo historias de los sabios, a pesar de que ocasionalmente nos sorprendía al comentar sobre algo que su visión periférica había logrado captar, como un sombrero, el color de un vestido o la textura de un traje, las caras de sus nietos y bisnietos eran para él manchas indistinguibles.

Mi padre no podía aceptar su condición. No tenía paciencia para aprender cómo funcionaba la máquina que agrandaba las palabras para que él pudiera leerlas, o para aprender habilidades que le facilitarían su desplazamiento a través de un mundo oscuro. Se vestía sin ayuda, pero abotonar su camisa o encontrar sus pantuflas era algo que frecuentemente lo frustraba. El simple acto de comer, localizar la comida precortada en su plato y llevar exitosamente un tenedor o una cuchara hasta su boca, se había convertido en un proceso complicado y tedioso. En la casa era una dura prueba y en público, una vergüenza.

La mayoría de los días prefería quedarse en su cuarto, donde nadie lo veía. Se acostaba en su cama observando el techo o la pared, o se sentaba en su sillón reclinable, escuchando CNN o consolándose (esperábamos) con algunas de las melodías que emanaban del radio grabador que mi hermano había adaptado para que mi padre pudiera manipular a pesar de no ver los botones.

La música aún calmaba su apenado espíritu. En ocasiones se esforzaba. Hace cuatro años bailó un 'mitzva tanse' con nuestra hija menor en su boda – lo que resultó ser su último baile. Un mes después, voló a Detroit para ir a la boda de mi sobrino. Me rompió el corazón verlo caminar a la Jupá. Se veía tan cansado, encogido, su espalda permanentemente doblada con su cabeza baja para poder dar un vistazo al suelo bajo sus pies.

Como hijos de sobrevivientes, mi hermano y yo nunca conocimos abuelos, por lo que no estábamos emocionalmente preparados para lidiar con un padre enfermizo. Había angustia, negación y frustración. Había también confusión; ¿tenemos que presionar a nuestro padre para que sea autosuficiente e independiente, o debemos asumir las tareas que son difíciles y correr el riesgo de que cada día él pueda hacer menos y menos cosas? ¿Estábamos siendo realistas en relación a sus habilidades o estábamos negándonos a aceptar que el hombre que nos había dado la vida y nos había nutrido se estaba transformando delante de nuestros ojos en nuestro hijo en vez de nuestro padre?

La mayoría de las veces presionábamos.

En la novela que escribo actualmente, no tengo que presionar. La abuela sobre la que escribo, Bubbie G., una viuda sobreviviente del Holocausto, está decidida a mantener su independencia y su vitalidad a pesar de la degeneración macular que le está robando su visión. Ella es alegre, flexible, autosuficiente y optimista (porque puedo manipular sus emociones y acciones y puedo controlar la progresión de su enfermedad). Pero su familia ficticia, sospecha, al igual que yo, que hay días y noches oscuras que ella decide no compartir con ellos.

Al comienzo de la enfermedad de mi padre buscamos ayuda y esperanza en un renombrado especialista en retina. Él realizó un procedimiento quirúrgico pero lamentablemente no sirvió de nada. No culpo al especialista, él hizo lo mejor que pudo – su actitud sin embargo, podría haber sido un poco más cálida – pero el recuerdo de una cita en particular me llena de pena y dolor.

Habíamos estado esperando en la recepción un rato. Los labios de mi padre estaban resecos por efecto de uno de sus medicamentos. Tenía sed. Cuando le pedí a la recepcionista agua, llenó un vaso pequeñito y me lo dio con una mirada molesta e indiferente. Más o menos veinte minutos después mi padre necesitaba tomar más agua.

"Yo voy", me dijo, y me detuvo con su mano cuando intentaba ponerme de pie.

Estabilizándose con su bastón, se arrastró hasta el mesón de recepción. Se veía pequeño y frágil, con uno de sus hombros más inclinado producto del maltrato que había sufrido en uno de los campos de trabajo durante el Holocausto. Él extendió su brazo sosteniendo el pequeño vaso de plástico. "¿Podría tomar un poco más de agua por favor?

Yo no podía ver su cara, pero sabía que estaba sonriendo. Incluso cuando no se sentía bien, mi padre era un encanto con todos sus doctores, y todos eran cariñosos con él.

Pero sí pude observar la cara de la mujer. Sus labios apretados con impaciencia, los ojos girando. La escuché diciendo firmemente: "Sr. Majer, la próxima vez que venga traiga una botella de agua".

Debí haberlo defendido. A lo menos debí haberle dicho a la mujer, "Espera a que seas una anciana". En vez de eso me tragué mi indignación, mi padre se arrastró nuevamente hasta su asiento, se tomó su agua y eventualmente vimos al doctor.

Eso fue hace varios años y todavía me arrepiento de mi silencio. Meses después tuve una cita con mi internista, cuyas oficinas están en el mismo edificio. En el elevador luego de mi cita, dudé por un segundo y luego oprimí el botón de 'ARRIBA' en vez de 'ABAJO' y mentalmente ensayé lo que le iba a decir a la rubia recepcionista. La llevaría a un lado y le hablaría en privado. No tenía intenciones de avergonzarla. Quería explicarle que debía tratar a las personas mayores con más compasión y gentileza.

Ella ya no estaba ahí.

La mujer que la reemplazaba me miró con curiosidad. Yo me alejé y entendí algo que debería haber sabido desde siempre:

La mayoría de las veces no tenemos segundas oportunidades...

Si hubiéramos sabido lo rápido que mi padre iba a dejarnos, habríamos presionado menos y consentido más.

Si hubiéramos sabido lo rápido que mi padre iba a dejarnos, habríamos presionado menos y consentido más. Si hubiéramos sabido, habríamos compartido más tiempo con él, hecho más caminatas, lo habríamos invitado más a contar sus historias, nos habríamos sentado con él mientras escuchaba sus adoradas melodías. Si hubiéramos sabido, quizás no habríamos sido tan estrictos con la dieta, restringida a líquidos espesos, que se suponía que ayudaban a que no se desviara la comida a los pulmones para prevenir las neumonías y en vez de eso habríamos hecho trampa con algunos pequeños placeres de la vida. Un queso danés. Una tajada de Gefilte-fish con un poco de rábano picante. Un vaso de agua fría que apagara su sed constante.

En una mañana de Shabat algunas semanas antes de que mi padre ingresara al hospital, para nunca regresar a casa, puse pequeños pedazos de queso danés dentro de su taza de café espeso y me senté con él mientras bebía la mezcla. Cuando terminó, lo ayudé a pararse. Tambaleó por un segundo y luego se enderezó. Estuvimos ahí parados por un momento, mis brazos rodeando su delgada cintura, sus brazos en mis hombros. Me sonrió con una risa ahogada. Era un sonido que no escuchaba hacía tiempo.

"Mir vellen noch tantsen", me dijo mientras besaba mi mejilla.

"Todavía bailamos".

En el hospital, y después, en la casa convaleciente, mi padre comenzó su último viaje. Nos dolía verlo partir. Nos aliviaba un poco cuando nos sentábamos al lado de su cama y le cantábamos melodías jasídicas y él respondía. Sus ojos parpadeaban. Sus labios se movían. Sus dedos se apretaban alrededor de los míos.

Semanas después, en Rosh Jodesh Siván, seis días antes de Shavuot, se había ido.

Extraño a mi padre. Extraño el brillo de sus ojos, su voz, su música. Extraño su Idish – las palabras y modismos que pierden algo de taam (sentido) sin importar lo precisa de la traducción, su extraño humor, la forma como representaba un mundo pasado, una generación que se está yendo.

Hace seis meses le dimos la bienvenida a la familia a Abraham Simja. No sabía como mi hijo y mi nuera iban a llamar al bebé pero me había echo ilusiones.

"Yo agregué el nombre Simja", me dijo mi nuera después del brit.

En mi mente podía escuchar a mi padre cantar. "Ivdu, ivdu, ivdu et Hashem besimja..."

"Es perfecto" le dije.

Cortesía de World Jewish Digest

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