La Bendición de una Habitación Arrendada

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Yo tenía 36 años y me estaba quedando sin opciones.

Sin que me quedaran más lágrimas, me senté en mi cama, entumecida. Dos semanas antes de comenzar mi nuevo trabajo docente, mi compañero de habitación me dijo que tenía que mudarme antes del primero de octubre. En circunstancias normales, yo me habría dado unas palabras de aliento y habría confiado en que sería para mejor y que encontraría una mejor situación. Pero sólo seis meses antes, yo había dejado mi querida ciudad y mis amigos de 13 años para mudarme cerca de mi familia - el corazón de mi madre había fallado y ella estaba en estado de coma. Y unas cuantas semanas antes de la noticia de mi compañero de habitación, mi abuela había sido diagnosticada con cáncer. Mis reservas emocionales se habían agotado.

El pensamiento de ser una huésped me hizo acobardarme.

Una llamada telefónica tras otra, no había ninguna posibilidad de conseguir un departamento. Mi nuevo trabajo empezó, y comencé a entrar en pánico. Yo sabía de mujeres que se alojaban junto a una familia, pero el pensamiento de ser una huésped me hizo acobardarme - yo tenía 36 años y había vivido durante seis años en mi propio departamento. Pero yo sabía que me estaba quedando sin opciones.

Llamé a la propietaria de arriba – la Sra. Pemberg - y le pregunté si podría dejar mis pertenencias en el sótano hasta que encontrara un lugar donde alojar.

"Hemos estado buscando un huésped", contestó ella.

"¿¡Qué!?", fue mi confusa respuesta; no, no podía ser así de fácil.

Subí con ella inmediatamente y miré alrededor – el cuarto grande al lado del dormitorio de invitados y cuarto de juegos, el vestíbulo largo, la vieja cocina convertida en lavadero, una mini-nevera, fregadero y mostradores, y un cuarto de baño hermoso sólo para mí. Parecía que a pesar de mis 36 años y mi veta de independencia, (o tal vez debido a ello), Dios me había convertido en una huésped.

Era la víspera de Rosh Hashaná cuando los estudiantes de la Ieshivá me ayudaron a subir mi vieja cómoda y mi escritorio de madera por las escaleras y esquinas estrechas. Ellos consiguieron subir todo a través de la vieja escalera que conducía de la entrada del primer piso al segundo piso donde la familia vivía.

Era tan pacífico allá arriba. Yo escuchaba la actividad de la familia Pemberg - una ruidosa familia de cinco muchachas jóvenes y sus padres - pero mi acogedor domicilio era tranquilo. Iba y volvía a la clínica de ancianos donde estaba mi mamá, comencé mi nuevo trabajo, me senté en shivá un mes más tarde y combatí la depresión que siguió. Me escondí de la vida en mi cuarto tranquilo con los retumbos de la feliz vida familiar debajo de mí.

Sentada en mi cama metida en la esquina, mirando hacia afuera por las largas ventanas, yo tenía el espacio para vagar por la complejidad de aquel tiempo. Como una mujer soltera en una casa de bebés, alumnas preescolares y escolares, logré estar bien distante de la actividad y el ajetreo. Sin embargo, cuando quería estar conectada, ellos me acogían. Y de alguna manera, ellos también me cuidaban - escuchándome cuando lo necesitaba, alentándome, otorgándome mi espacio. Las muchachas entraban en mi cuarto, se mecían en mi mecedora, leían mis libros de profesora preescolar para niños, sólo decían "hola" y conversaban. Y cuando entré de nuevo en el mundo de las citas, ellas miraban con asombro mientras yo elegía mi ropa, me secaba el pelo y me miraba en el espejo para maquillarme.

Si incluso ellos dijeran "no", ¿alguien diría alguna vez "sí"?

Su madre, Miriam, saludaba a cada uno de mis acompañantes, a menudo enviaba a una de las muchachas para informarme que el timbre en efecto era para mí. Ella escuchaba las sagas de cuando yo decía "sí" a una segunda cita con hombres cuyo protocolo social era cuestionable, como el que hacía preguntas y continuaba hablando sin esperar la respuesta. Y ella se compadecía cuándo aquellos mismos tipos me decían "no", abandonándome asombrada - Si incluso ellos dijeran "no", ¿alguien diría alguna vez "sí"?

Una tarde, recibí un mensaje críptico de un amiga casamentera en mi correo de voz: "Tengo un nuevo baal-teshuvá, [personas que retornan a la observancia judía] un tipo realmente agradable, dale una oportunidad". Estimando que yo estaría de acuerdo, ella ya le había dado mi número telefónico – así es como mi amiga y yo trabajamos juntas. Cuando el hombre misterioso llamó, estuvimos en el teléfono menos de diez minutos, principalmente estableciendo nuestra fecha de encuentro y dándonos direcciones. Yo recién había colgado cuando bajé corriendo a la cocina.

"Miriam, esa fue una llamada telefónica perfecta, ¡pero me niego a tener esperanzas!"

"Okay, cuéntame más", bromeó ella tentándome.

"Odio cuándo un tipo me dice 'vamos a cenar', ¿qué pasa si yo no quiero ir a cenar? O los que dicen 'entonces, ¿qué quieres hacer?' y ponen toda la presión sobre mí sin pensar. Pero en cambio, él dijo, 'Entonces, ¿qué acostumbra a hacer la gente en citas en tu ciudad?' ¡Es perfecto!"

Ella sonrió, esperando más, sabiendo demasiado bien que venía más. "Yo le hablé sobre una tienda de libros, y él me habló sobre una biblioteca que tenía una cafetería".

Ella sonrió abiertamente, riéndose silenciosamente por mi entusiasmo.

"¡Pero no estoy entusiasmada!", le dije yo.

Las dos nos reímos.

"¡Voy a subir a mi cuarto!". Riéndome entre dientes junto con ella, lancé una sonrisa maliciosa sobre mi hombro y me fui a mi cuarto para esperar a que llegara el jueves.

Miriam abrió la puerta, y llamó para anunciar su llegada. Cuando pasé al lado de Miriam a buscar mi abrigo, ella me hizo una señal con sus pulgares hacia arriba – por primera vez. Lancé un "¡Adiós!" sobre mi hombro. Cuando bajé la escalera, lo vi a él esperando, y rápidamente estuve de acuerdo con su evaluación. Lo seguí hacia la entrada y luego a su automóvil mientras comenzamos a hablar. Antes de siquiera llegar a nuestro destino, descubrimos a varias personas y sitios en común, la mayor parte en relación a individuos y lugares de varios estados lejanos. Cuando él me preguntó en la librería cuál libro había tenido la mayor influencia en mí, me relajé en mi silla, disfruté de contestar pensativamente y lo miré mientras él me escuchaba.

Tuvimos una segunda cita, luego una tercera, y luego la cuarta cita de siete horas cuando yo ya no podía negar que algo estaba pasando. La alfombra de la escalera se desgastó de tanto correr de arriba hacia abajo, compartiendo exquisiteces de conversaciones telefónicas, noticias de proyectos y detalles de la aventura de conocernos uno al otro. La asesoría en ropa y joyería era el trabajo de las niñas mayores.

Me acuerdo de haber caminado por la magnífica escalera a las 11 PM aquella noche especial, tan emocionada que prácticamente rebotaba, sólo para encontrarme con vestíbulos tranquilos y cuartos oscuros. Oí ruidos del dormitorio de los Pemberg, entonces hice sonar fuerte mis llaves y esperé a que Miriam sacara su cabeza, curiosa y esperanzada, ya que yo me había ido 12 horas antes a conocer a la madre de mi nuevo compañero. Ella sonrió, yo saludé con la cabeza, ella y su marido salieron en batas y escucharon durante aproximadamente una hora. Estuvimos parados conversando y sonriendo abiertamente en el sombrío pasillo delante del cuarto de las muchachas mayores. Laura, en ese entonces tenía cinco años, salió soñolienta y su padre compartió las noticias de mi compromiso - "¡Lisa es una kalá (novia)!" – mostrando una sonrisa dulce y soñolienta. Cuando finalmente terminamos, me dirigí hacia arriba, eufórica con la noticia, a mi tranquila habitación.

Durante dos meses y medio siguieron las conversaciones en la mesa de comedor y el modelado del traje de novia y peinado. Finalmente, el momento de mudarme llegó. Hace menos de un año los muchachos de la Ieshivá habían arrastrado mis pertenencias. Ahora mis pertenencias fueron transportadas por el Rabino Pemberg y mi jatán, mi futuro marido, atravesando las escaleras de esta casa que me había acogido durante los últimos 12 meses. Dando un último vistazo a mi habitación, bajé lentamente la escalera alfombrada y la gran entrada de madera. Me dirigí hacia la vereda de mi nuevo departamento, sólo a unas cuantas cuadras de distancia, la dureza del concreto bajo mis pies y la frescura de la brisa en mi rostro.

Extraído de la antología Everyone's Got a Story - 41 cuentos de una nueva generación de escritores judíos, corregidos por Ruchama K. Feuerman (Judaica Press, mayo de 2008).

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