Aprendiendo a vivir con menos

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Con sólo unos pocos juguetes y libros, mis hijos parecieron valorar sus limitadas posesiones más que cuando estaban rodeados por la abundancia de nuestro hogar.

Nuestra casa era perfecta para nosotros. Grande y espaciosa, en un frondoso barrio con buenas escuelas en la cercanía.

Sin embargo, con el pasar de los años, comenzamos a evolucionar. Primero respetando Shabat cada semana, luego siendo miembros de una sinagoga ortodoxa. Y cuando llegó el momento de elegir las escuelas de nuestros hijos, elegimos escuelas judías. Pronto, la mayoría de los amigos de nuestros hijos no estaban en nuestro frondoso vecindario, sino bastante lejos.

Mientras manejaba de vuelta a casa cuando iba a buscar a mis hijos de la casa de alguno de sus amigos, acostumbraba buscar carteles de “En venta”. Y cuando los iba a dejar donde sus amigos, miraba los alrededores y me preguntaba si sería feliz viviendo allí. No era un cálculo simple. Las áreas más religiosas a las que comenzamos a frecuentar eran por lo general más urbanas. Carecían la frondosidad (y los precios más bajos) de nuestro barrio más lejano.

Sin embargo, con el tiempo comencé a preguntarme si nuestra casa, y todas las posesiones que teníamos en ella, no nos estaban deteniendo. Una vez incluso soñé que nuestra casa se quemaba y yo estaba feliz, contenta por ser libre para comenzar de cero en otro lugar.

Decidí revisar nuestros abundantes armarios y alacenas y donar lo que ya no necesitábamos. Pronto mi esposo y mis hijos se me unieron, y juntos llenamos docenas de bolsas. Nos asombró la impresionante cantidad de cosas que habíamos logrado acumular (no somos los únicos, un informe de la BBC dice que una mujer inglesa promedio tiene hoy en día el doble de prendas que tenían las mujeres en 1980).

Cuando llamamos a una organización caritativa para que recogiera nuestras bolsas y cajas, un vecino que pasaba por la vereda nos preguntó si nos estábamos mudando. Respondí que no, pero me pregunté si quizás no sería hora de hacerlo.

Pronto nos embarcamos en un experimento aún más radical sobre vivir con poco: nos mudamos a Israel durante el verano y vivimos en un pequeño departamento alquilado. Tuvimos muchas vivencias increíbles allí, pero un descubrimiento inesperado fue lo fácil que nos resultó vivir con menos. Con sólo unos pocos juguetes y libros por persona, mis hijos parecieron valorar sus limitadas posesiones más que cuando estaban rodeados por la abundancia de nuestro hogar. Y con menos distracciones, descubrimos que pasábamos más tiempo juntos, jugando juegos, haciendo caminatas e incluso simplemente hablando.

La idea de abandonar nuestra grande y hermosa casa ya no era tan aterradora.

Nuestro punto de inflexión llegó en una fría noche invernal de sábado. Una maestra en la escuela de mis hijas había tenido un bebé, e invitó a toda la comunidad a su casa para celebrar. Su hogar no estaba, ni en tamaño ni en decoración, ni cerca de nuestro amplísimo hogar de las afueras. Estaba abarrotado con cantidades de personas. Pero al entrar nos sentimos envueltos por una cálida atmósfera de felicidad y camaradería. A nadie le importaba que la casa fuera pequeña o que no hubiera sido decorada por un profesional.

La pasamos maravillosamente bien. Al llegar a nuestro auto, mi marido me miró y dijo: “Llama a un agente inmobiliario, hagámoslo”.

El día en que vendimos nuestra casa, mi marido me dio una tarjeta. En el anverso había escrito una nota: “¡Somos libres de la casa!”. Nos habíamos despedido de nuestra casa, de su amplitud, su gran jardín, su entorno frondoso. Finalmente podíamos comenzar a enfocarnos en lo que más nos importaba: nuestra familia, nuestros amigos y elegir una comunidad en la que nos sintiéramos en casa.

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