El multimillonario que no le dejará ni un centavo a sus hijos

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La relación entre riqueza y felicidad no es lo que crees.

“No planeo dejarles nada de dinero a mis hijos”, anunció recientemente Mikhail Fridman, un multimillonario ruso.

El Sr. Fridman, un empresario judío que ganó su dinero gracias al petróleo, los bancos y las telecomunicaciones, no tiene fama de avaro. Por el contrario, es un prolífico filántropo que ayudó a la creación del Congreso Judío Ruso en 1996 y es cofundador del Premio Génesis, también conocido como el “Premio Nobel judío”.

Pero en lo que respecta a sus hijos, de entre 10 y 22 años de edad, el Sr. Fridman explicó que siente que heredarles su riqueza les complicaría la vida. En lugar de eso planea donar su riqueza a causas de caridad.

Su inusual decisión está respaldada por investigaciones que muestran que dejarles a los hijos una fortuna garantizada puede ser la mejor manera de asegurar su infelicidad.

Un importante estudio de 2011 sobre personas muy ricas, realizado por el Boston College, descubrió que “Los encuestados resultaron ser un grupo generalmente insatisfecho, cuyo dinero contribuyó a profundizar ansiedades respecto al amor, el trabajo y la familia”. Una vez que se satisfacen nuestras necesidades básicas de comida y techo, tener más riqueza parece hacernos más infelices, y no al revés.

Esto también es cierto para el resto de nosotros que no somos tan ricos. Durante los últimos 60 años, los occidentales en general se volvieron mucho más ricos en varios aspectos. El tamaño de la vivienda promedio se duplicó o triplicó, el gasto en bienes de consumo llega —en el caso de Estados Unidos— al 71% de la economía del país. Una mujer promedio inglesa posee el doble de prendas que poseían las mujeres de ese país en 1980.

Sin embargo, las encuestas sobre felicidad muestran que toda esta nueva riqueza no nos ha hecho más felices. De hecho, en Estados Unidos, por ejemplo, los niveles de felicidad llegaron a su máximo en 1957. “Nos sentíamos más ricos que ahora”, notó el psicólogo Paul Watchel en el libro Affluenza, de 2014, “a pesar de que en términos de producción nacional tenemos ahora más del doble que lo que teníamos entonces”.

Enfocarnos en adquirir más cosas puede muchas veces distraernos de lo que es realmente importante en la vida.

Varios estudios recientes han mostrado que lo que se asocia con niveles superiores de satisfacción y placer en la vida es el esfuerzo para conseguir los objetivos, y no la riqueza. Lidiar con situaciones difíciles y superar desafíos nos ayuda a crecer, y eso es más satisfactorio que cualquier cosa que el dinero pueda comprar. Como dijo Shakespeare: “Las cosas conseguidas están en el pasado, la alegría del alma radica en el hacer”. Hace eco también la sabiduría de nuestros sabios, que dijeron: “De acuerdo al esfuerzo es la recompensa” (Ética de los Padres 5:26).

Cuando mi padre aún trabajaba, se dedicaba a aconsejar a propietarios de empresas. Recuerdo lo impresionado que estaba con muchos de sus clientes, por su motivación, energía y la forma en que superaban obstáculos para construir una empresa. La segunda generación, notó con frecuencia, se ahorraría muchos de los obstáculos y dificultades de sus padres. Así y todo, mi padre sentía que a esos niños criados con gran confort y riqueza les faltaba algo.

Reflexioné sobre las palabras de mi padre años después, cuando mis propios hijos eran aún pequeños y tuvimos una maravillosa niñera. Ella tenía una cómoda situación económica, pero había algo que sus padres no accedían a comprarle: una chaqueta de un diseñador popular. Durante meses, nuestra niñera trabajó duro para comprar ese abrigo y, cuando finalmente lo compró, se convirtió en una de sus más preciadas posesiones.

Sentir la satisfacción que proviene de desafiarnos a nosotros mismos no requiere un objetivo intimidante. Investigadores de la Universidad de Stanford, la Universidad de Houston y la Universidad de Harvard descubrieron que incluso fijar objetivos modestos puede hacernos felices de una forma que recibir grandes cantidades de dinero jamás lograría.

En una serie de experimentos, se les pidió a las personas que fijaran objetivos específicos para sí mismas. Esos objetivos eran modestos y fácilmente logrables. En un experimento, se les pidió a los participantes que “se propusieran la meta de hacer reír a otra persona”. Un día después se les pidió que calificaran su nivel de felicidad. Quienes se habían propuesto —y logrado— objetivos incluso modestos “crearon más felicidad personal con su acción” que los demás.

Es parte de la naturaleza humana querer crecer, dejar nuestra huella en el mundo. Cuando Mikhail Fridman anunció el establecimiento del Premio Génesis, el “Nobel judío”, explicó que “los logros de mayor repercusión de la ciencia, el arte, los negocios, la medicina, la diplomacia y otros campos del esfuerzo humano fueron logrados gracias a las aspiraciones naturales del pueblo judío para mejorar el mundo y el deseo de transmitir sus valores morales a las generaciones venideras. Esta tradición del pueblo judío debe continuar”.

Al negarles su fortuna a sus hijos, el Sr. Fridman bien podría estar dándoles el mejor regalo de todos: los medios para convertirse en parte de esta cadena eterna, creando y luchando para convertir al mundo en un lugar mejor.

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