Los judíos y los cumpleaños

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Por qué no celebraré mi cumpleaños.

La próxima semana es mi cumpleaños, pero no lo celebraré.

No es porque no soy sentimental. Y definitivamente no es porque no me gustan las fiestas.

Es porque hace unos años me di cuenta de algo increíble en la Torá que me hizo repensar toda la idea de otorgarle un significado especial al día en que nacimos.

Hay solamente una vez en toda la Torá que se hace referencia a una fiesta de cumpleaños. ¿Quién es el invitado de honor? El Faraón, el rey de Egipto, cuya fiesta de cumpleaños aparece en el libro de Génesis.

Aparte de este líder no judío —cuyo estilo de vida no merece ser emulado por nosotros—, no se menciona ningún otro cumpleaños de alguien de nuestro pueblo.

¿Por qué se ignora extrañamente este día significativo que a primera vista merecería celebración y regocijo?

Otra ocasión que los judíos celebran nos provee una respuesta.

En el aniversario del día de la muerte de un ser querido, el ‘yortzait’, nuestra costumbre es compartir comida y bebida con otros. Es entonces, con el paso del tiempo, que podemos reflexionar sobre todo lo que logró la persona difunta y sobre el legado de sus logros. Tenemos un derecho —y una obligación— de celebrar una vida que ahora en retrospectiva reconocemos como bien vivida.

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Pero los cumpleaños nos conectan sólo con el día del nacimiento, y cuando nacemos, aún no hemos logrado nada. No tenemos nada más que potencial; estamos listos para enfrentar los desafíos, pero no sabemos si los superaremos con éxito.

"Dios nos dio el regalo de la vida, pero depende de nosotros darnos el regalo de vivir bien".

Los cumpleaños realmente no merecen aplauso, porque no conmemoran nada más que nuestra primera aparición en el escenario de la vida. Como dijo Voltaire, "Dios nos dio el regalo de la vida, pero depende de nosotros darnos el regalo de vivir bien". Cómo desempeñamos nuestro rol es la mayor prueba de nuestro carácter.

El gran rabino del siglo XVIII, Rav Moshé Sofer, conocido por el nombre de su mayor trabajo Jatam Sofer, resolvió una fascinante pregunta a través de esta idea.

El Talmud enseña que las personas realmente santas mueren en el día de su cumpleaños. La razón dada para esta aparentemente dura relación es que se trata de una bendición que fue decretada Divinamente. Las personas justas obtienen el regalo de tener años completos. Independientemente de cuán larga sea su vida, ellos la viven hasta el último día.

Es una hermosa idea, pero el Jatam Sofer se pregunta cómo puede ser cierto eso, siendo que muchas figuras santas del pasado no fallecieron en el día de su cumpleaños. ¿Acaso eso los descalifica ante nuestros ojos?

Por supuesto que no, dice el Jatam Sofer. Esas personas piadosas murieron en su cumpleaños, sólo que estamos considerando mal qué día es su cumpleaños. El justo morirá en el mismo día en que se hizo justo, el día en que demostraron por primera vez su santidad, el día en que confirmaron el tipo de conducta santa que los elevó por sobre los demás. Ese es el día en que realmente nacieron. Y ese es el día en el cual pasarán al mundo venidero para ser recompensados por su grandeza.

Cada uno de nosotros tiene más de un cumpleaños. El primero es por supuesto puramente biológico. Ese momento les dio alegría a nuestros padres, pero realmente no tenemos ningún derecho de atribuirnos ningún mérito sobre su importancia. Nacimos, pero aún dependía de nosotros probar mediante la forma en que viviríamos si eso merecía regocijo.

Son los otros "cumpleaños" que tenemos los que merecen reconocimiento.

El día en que aprendí por primera vez a leer el Alef-Bet, cuando mi padre escribió las letras en hebreo en una tabla con miel, me enseñó como pronunciarlas y luego me permitió lamer la dulzura de sus formas y absorber la escritura de Dios en mi alma, ese fue el día en que nací a la conciencia judía.

El día en que recibí mi ordenación rabínica, mi Smijá, fue el día en que nací para comenzar mi vida en el servicio de Dios y para dedicar todas mis energías para el beneficio de nuestro pueblo.

El día en que me casé fue el día en que, a los ojos de la tradición judía, me convertí en una persona completa, hasta entonces incompleto sin mi divinamente asignada compañera.

Los cuatro días en los que fui bendecido con la llegada de cada uno de mis hijos me permitieron la alegría de saber que yo podría transmitir el legado de nuestros ancestros a una nueva generación, y los nueve nietos que vinieron después fueron una hermosa decoración en el pastel con la que Dios generosamente me bendijo.

¿Entonces por qué habría de celebrar mi propio cumpleaños, un día que no tiene nada que ver conmigo personalmente, cuando tengo tantos otros momentos importantes en la vida que merecen mucho más una celebración?

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