Mi esposo y la lavandería autoservicio

3 min de lectura

Una historia épica verdadera sobre una familia y un secarropa.

Durante años tuve un secarropa que todos me decían que tenía el nombre equivocado. No secaba la ropa sino que la mantenía dando vueltas durante algunas horas hasta que decidíamos que ya era suficiente y nos poníamos la ropa en el estado en que estuviera. Yo me negué obstinadamente a comprar una nueva secadora, argumentando que podíamos vivir de esa manera.

Sin embargo, me sacaron la decisión de las manos cuando fue imposible encender el secarropa. Mientras el resto de la familia celebraba (no sospecho que nadie haya saboteado la máquina…) yo partí para comprar finalmente un nuevo aparato.

Dado que habían pasado muchos años desde que había comprado uno, me sentí como si hubiese caído de otro planeta. Había secado por vapor, detector de secado y la opción de no arrugas (¡¿en lugar de la opción de arrugado?!). Me sentí mareada. Yo estaba más concentrada en la capacidad y en la velocidad. Había medido cuidadosamente las dimensiones del lavadero y escogí el secarropa más grande que entraría allí.

Mientras esperábamos que llegara el día de entrega, mi esposo hizo varios viajes a la lavandería autoservicio local, pidiéndome cada día que le recordara cuándo llegaría el nuevo secarropa. Finalmente llegó, pero nunca se me ocurrió medir las puertas (¿No se pueden inclinar esos aparatos o algo así?). Nunca se me ocurrió que las puertas de mi casa de casi 100 años de antigüedad serían más pequeñas que las puertas que usan en las casas actuales. ¡El secarropa no pasaba ni por la puerta principal ni por la puerta de servicio! El aparato regresó a la tienda y mi esposo caminó a la lavandería autoservicio (está bien, él fue manejando… ¡Pero caminando suena más dramático!).

Unos días después regresé a la tienda. Escogí una maquina más compacta, una nueva fecha de entrega y una vez más la esperamos con ansias. El secarropa llegó y lo conectaron. Después de una pequeña celebración, lo cargamos con ropa limpia y nos sentamos a disfrutar una cena relajada, mi esposo disfrutando la idea de una noche en la cual no tuviera que ir a la lavandería. El secarropas dio vueltas y más vueltas, pero el aire que salía era frío y la ropa seguía mojada.

De mala gana mi esposo regresó a su lugar (ahora favorito) y yo llamé a la tienda para quejarme. Ellos prometieron regresar temprano al día siguiente con un modelo de reemplazo. Pero por alguna razón el pedido nunca llegó a la compañía de entrega y, aunque esperamos todo el día, no llegó ningún secarropa. La pérdida de tiempo estaba empezando a tener malos efectos sobre mi esposo y mi paciencia comenzaba a desgastarse.

Al día siguiente llegó un repartidor pidiendo disculpas. Antes de retirar el nuevo secarropa, aparentemente defectuoso, decidimos intentarlo una vez más. Descubrimos que el problema no era el secarropa sino la manguera que estaba gastada. Estaba tapada con pelusas y era necesario que la sacara un profesional y luego la conectara nuevamente. ¿De veras?

Esto iba más allá del alcance de la tienda de electrodomésticos o su repartidor, así que llamé a un técnico local. “Estuve enfermo la semana pasada y tengo muchísimo trabajo. ¿Puede esperar unos días?”, me preguntó. A esta altura, yo ya había caído en los ruegos y la histeria, acompañada por mi esposo cuyas noches en la lavandería habían perdido rápidamente su valor de diversión. Al entender nuestra desesperación, él ofreció muy amablemente reorganizar su agenda (me disculpo con quien haya tenido que esperar) y vino la mañana siguiente. Lo logró, limpió la manguera, la conectó y finalmente tuvimos un secarropa en funcionamiento. Literalmente, nos llevó años lograrlo.

Pero, como tantas cosas en la vida, una vez más aprendí la lección de gratitud (quizás si no fuese tan lenta para aprender no necesitaría enfrentar estas situaciones una y otra vez). Realmente me emociono cada vez que enciendo el secarropa y funciona.

Estoy agradecida porque no necesito colgar mi ropa afuera, porque pude comprar un secarropa que realmente funciona bien y porque todas las personas fueron tan amables y serviciales.

No tiene la opción de vapor y algunas prendas quedan arrugadas, pero están tibias y secas. Y yo estoy agradecida por todas las otras cosas pequeñas en mi vida que funcionan: el lavarropa, el refrigerador, el congelador y (para todos los que hacen sopa en invierno) mi licuadora de inmersión…

Las oportunidades de gratitud son interminables. A veces Dios da un paso adelante, con suavidad, para recordarnos no dejarlas pasar por alto. 

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