Adornándose con plumas ajenas

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De lo que poseemos, ¿qué nos pertenece realmente?

Cuentan que en cierta oportunidad, el cuervo, enojado porque estaba totalmente cubierto con plumas negras, fue picoteando a otras aves, robándole a cada una, una pluma de color para reemplazar una de las propias, las cuales se fue quitando por sí mismo. Si no me equivoco, el desenlace de la historia concluye diciendo que los otros pájaros terminaron por arrancarle las plumas que no le pertenecían al cuervo y éste se quedó, sin las robadas... y sin las propias.

Supongo que la moraleja de esta historia es enseñar a los niños (aun cuando los “grandes” debemos aprender muchas cosas que quizás ignoramos, tanto o más que los niños...) que desear lo que tienen los demás, no sólo no conduce a prosperar, sino que con más probabilidad, nos hará perder lo que ya poseemos.

Si fuésemos cuervos, la cosa quedaría allí, pero dado que no somos cuervos, sino seres humanos, la pregunta que nos debemos formular es: ¿qué, de lo que poseemos, realmente nos pertenece (en el sentido de poder considerarnos dueños de eso)?

Para muchas personas esta pregunta les puede parecer un poco absurda, posiblemente esto sea consecuencia de una pobre reflexión en materia de auto-conocimiento. No obstante, el profeta Irmiahu (Cap. 9:22) nos dice distinto: “que no se envanezca el sabio con su sabiduría, ni se envanezca el poderoso con su poder, ni se envanezca el acaudalado con su fortuna”.

La sabiduría, el poder y la riqueza, no nos pertenecen realmente.

Tanto la sabiduría (que uno debe procurar), como su poder y riqueza, no dejan de ser instrumentos obsequiados por Dios, para emplear en la tarea humana. Cuando la persona se siente amo de estos recursos, se está apoderando de lo que no es realmente suyo, es decir que se está “adornando con plumas ajenas”.

Un ejemplo clásico de la persona que tuvo suma precaución en no vanagloriarse con lo que no le pertenecía fue Iosef, en el momento en que fue recomendado para interpretar los sueños de Paró (Faraón). Después de que el rey mostró estar insatisfecho por los análisis que le ofrecían los hechiceros, el servidor del vino de Paró, (aunque de manera muy despectiva) le hizo saber que Iosef, quien estaba en la cárcel en aquel momento, era experto en tema de sueños. Una vez que llamaron a Iosef y estuvo parado frente al monarca, respondió: “no soy yo, sino Dios Quien responderá por el bienestar de Paró”. Lejos de atribuirse honor por el don que lo caracterizaba, Iosef suscribió a Dios lo que Le corresponde, sin intentar beneficiarse personalmente con lo improcedente. Dice el R. Jaim Shmuelevitz zt”l (1) que esta virtud fue la que más impresionó a Paró, quien luego otorgó a Iosef el cargo de virrey y administrador de los alimentos y del tesoro real. (Paró no se equivocó: Iosef demostró ser honesto con los bienes del rey, del mismo modo que ya había sido perfectamente fiel a Potifar y al carcelero).

Esto aparenta ser bastante simple. Sin embargo, en la vida cotidiana, se requiere mucha humildad y una profunda creencia en Dios, para poder llegar a tal nivel.

La vergüenza es la expresión de desilusión al no proceder a la altura de lo que aspira la conciencia.

Existe una vergüenza positiva. Cuando la gente decía (antes, ahora ya ni eso) que alguien actuaba “sin vergüenza”, habitualmente se refería a que ese individuo no tenía escrúpulos frente a los demás. Para la persona creyente, obviamente, la cosa va más allá que eso. La vergüenza es la expresión de desilusión al no proceder a la altura de lo que aspira la conciencia. Cuando una persona toma reparos en considerar si su accionar está a la altura de lo que Dios espera de él y siente que quedó en el camino, entonces experimenta vergüenza. Esta sensación, entonces, es una gracia de Dios y protege a la persona de llegar a obrar inadecuadamente. “Es un buen síntoma en la persona, ser vergonzoso” (2).

Habitualmente estamos mucho más preocupados por lo que va a decir de nosotros la gente, a qué opina Dios de nosotros.

Así sucedió con Adam y Javá, los primeros seres humanos, quienes no tenían de qué avergonzarse, hasta que comieron del árbol del que no debían, y dada aquella pureza y armonía de cuerpo y alma, les era perfectamente lícito y natural permanecer desnudos. Recién al comer e insubordinarse al mandato Divino, se hizo presente la voz de la conciencia, que les hizo saber que estaban “desequilibrados” y debían “cubrirse” (3). Pero, como ya les hizo ver R. Iojanán ben Zakai a sus alumnos antes de morir, habitualmente estamos mucho más preocupados por lo que va a decir de nosotros la gente, a qué opina Dios de nosotros...

En los ámbitos en los que Dios está ausente del pensamiento de la gente, desaparece la conciencia y, por ende, la vergüenza. Consecuentemente, nada está prohibido (desean creer aquellas personas), y nada causa vergüenza. Estas personas, si se encuentran con otros judíos que sí se cuidan en estos temas, en la mayoría de los casos, se burlan abiertamente o, al menos (los más respetuosos), lo ven con el rechazo que se reserva para lo ridículo.

Estamos hablando del polo opuesto a la idea de la Torá. Tomando en cuenta el origen de la sensación de vergüenza, bien podemos entender porqué el exhibicionismo que está de moda en la (falta de) vestimenta de la gente y en los medios, contradice los fundamentos de la Torá. A su vez, podemos inferir el porqué la modestia de carácter conduce al recato y pudor en la vestimenta.

Para resumir: La consigna del judío en este aspecto es reconocer que los dones y habilidades, la fuerza física y los bienes materiales son un obsequio de Dios. En la medida en que sean empleados correctamente, esto conduce a una sana satisfacción. En la medida en que uno se reivindica lo que no le corresponde, está encaminado en la senda equivocada. Y si se percata de que aún le falta tanta obra por hacer, esto conduce a una vergüenza adecuada, que lo lleva a desvelarse por ser mejor (y no a un sentimiento culposo paralizante).

Extracto del libro Banim Atem, de Rav Daniel Oppenheimer


Notas:

(1) Sijot Musar Cap. 12:5732

(2) Talmud Bavlí, Nedarim 20

(3) Rav Shimshon R. Hirsch zt”l

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