El arte de decir ‘Hola’

4 min de lectura

Una forma simple de cambiar tu vida y la de los demás. En serio.

Hace unos cuantos meses, fue el aniversario de la muerte de Rav Shlomo Zalman Auerbach zt’’l. Su brillantez era innegable, quizás sólo superada por su humildad y sensibilidad. Rav Janoj Teller relata la siguiente anécdota: “Cuando Rav Shlomo Zalman falleció, un mendigo en el barrio Shaarei Jésed sollozó angustiado: ‘¿Ahora quién me va a decir ‘buenos días’ todas las mañanas?’”.

Si bien es un testimonio de su humildad y accesibilidad, la anécdota tiene el potencial de dejar al lector creyendo que uno debe ser el rabino más grande de la generación para ser amigable, cariñoso y agraciado con todo el mundo. La grandeza de Rav Shlomo Zalman era considerar su calidez y cordialidad como algo para nada extraordinario, sino como algo que debería salir con naturalidad y ser instintivo.

Esta semana tuve el privilegio de asistir a una fiesta de jubilación de un ejecutivo que se despedía después de 20 años de servir diligentemente a su compañía. Con su típica humildad, cuando me invitó describió la reunión como “una pequeña junta en la sala de conferencia durante unos cuantos minutos para destacar su jubilación”. Sin embargo, más de 600 personas se abarrotaron en la cafetería de la compañía, de las cuales la mayoría estuvieron parados durante las más de dos horas y media de tributos ofrecidos por sus subordinados y compañeros de trabajo.

Uno por uno, los presentadores destacaron la perspicacia comercial del individuo, sus talentos y sus capacidades. Mencionaron su atención al detalle en los documentos, sus proezas en las negociaciones y sus contribuciones invaluables al crecimiento y éxito de la compañía. Sin embargo, cada uno de ellos destacó también que lo que lo convirtió en alguien realmente especial y amado no fue su mente, sino su corazón generoso y la pasión que llevó a cada día de trabajo. Lo describieron como un hombre de una ‘alta moral’. Los oradores literalmente tenían un nudo en la garganta al relatar su calidez, sus sabios consejos, su guía sagaz y, sobre todo, su genuino interés y preocupación por la vida de cada uno.

Cuando terminó el evento, le pregunté: “Tú creías que sólo asistirían unas cuantas personas, aquellos que trabajaron contigo más de cerca durante las dos últimas décadas. ¿Por qué crees que asistieron más de 600 personas?”.

Cuando caminas junto a alguien sin ofrecerle un saludo haces que se sienta invisible e insignificante.

Él respondió: “Cuando comencé mi carrera, hace muchas décadas, tomé la decisión consciente de sonreír y saludar a toda persona que encontrara en mi día de trabajo, ya fuera en el lobby, en el ascensor, en los pasillos, en la fila de la cafetería o en el estacionamiento. Me puse el objetivo de aprender el nombre de todos y usarlo siempre que saludara a una persona. Supongo que la gente lo apreció y que por eso vinieron hoy”.

La Mishná nos alienta: “Sé el primero en saludar a cada persona” (Ética de los Padres 4:20). El Maharal explica que cuando pasas al lado de alguien sin saludarlo, lo haces sentir invisible e insignificante. Al hacer hincapié en saludar a alguien, demuestras que no te consideras superior ni mejor que la persona, sino que le demuestras que lo respetas como individuo y le das dignidad y valor.

Una increíble historia real sobre el poder de una sonrisa

En su libro Reflexiones del maguid, Rav Pésaj Krohn cuenta la siguiente historia:

En Argentina había un gran matadero compuesto de varios edificios. En un edificio eran alimentados los animales, en otro eran faenados y la carne empacada y cargada en camiones, y en otro había oficinas con vestuarios para los shojtim (matarifes). Toda el área estaba rodeada por un cerco de alambrado y todo el personal entraba por un portón de metal que daba al frente, cerca del estacionamiento.

El propietario, Israel (Izi) Najmal, era adicto al trabajo. Era el primero en llegar por la mañana y el último en irse por las noches. Supervisaba todos los aspectos de su compañía, Ultimate Meats, y se aseguraba de conocer a todos los empleados. Domingo, el guardia del portón de ingreso, sabía que cuando Izi salía por la noche, podía cerrar la puerta e irse a casa.

Una noche, cuando Izi se estaba yendo, le dijo al guardia:

“Buenas noches Domingo, puedes cerrar e irte”.

“No” respondió Domingo, “aún no se han ido todos”.

“¿De qué hablas?” dijo Izi. “¡Todos salieron hace dos horas!”.

“No” dijo Domingo. “Uno de los shojtim, Rav Berkowitz, aún no se ha ido”.

“Pero sale todos los días junto a los otros shojtim, quizás no lo viste”.

“Créame, estoy seguro de que no se fue” insistió el guardia. “Es mejor que lo busquemos”.

Izi sabía que Domingo era confiable y concienzudo. Decidió no discutir, sino subir a su auto e ir rápido al edificio de las oficinas junto a Domingo. Buscaron en el vestuario, pensando que Rav Berkowitz podría haberse desmayado y estar débil. No estaba allí.

Corrieron hasta los animales donde trabajó, pero tampoco estaba allí. Buscaron en el muelle para camiones, en la casa de empaque, fueron de cuarto en cuarto. Finalmente llegaron al inmenso cuarto-refrigerador en donde se guardaban congelados los grandes bloques de carne.

Abrieron la puerta y, para su sorpresa y horror, vieron a Rav Berkowitz dando vueltas en el piso, tratando desesperadamente de mantenerse caliente. Corrieron hasta él, lo levantaron del piso y lo ayudaron a salir del cuarto refrigerado, atravesando la gruesa y pesada puerta de madera que lo había encerrado. Lo cubrieron con cobijas y se aseguraron de que estuviera cálido y cómodo.

Izi Najmal no lo podía creer. “Domingo, ¿cómo supiste que Rav Berkowitz aún no se había ido?” preguntó. “Hay más de 200 trabajadores aquí cada día. ¿Sabes de la llegada y salida de cada uno de ellos?”.

La respuesta del guardia es memorable: “Cada mañana, cuando llega este rabino, me saluda y me dice hola. Me hace sentir que soy una persona. Y cada noche, cuando se va, me desea una noche placentera. Nunca deja de decirlo y, la verdad, espero sus palabras amables. Docenas y docenas de trabajadores pasan por mi lado cada día, de mañana y de noche, y no me dicen ni una palabra. Para ellos no soy nada. Para él, soy alguien. Sabía que había venido esta mañana y estaba seguro de que no había salido, ¡porque estuve esperando su amistoso saludo de las noches!”.

Puede que no tengamos un conocimiento enciclopédico de la Torá ni una mente comercial brillante, pero todos podemos ser extraordinariamente rectos asegurándonos de saludar a todo el mundo con una sonrisa. Ya sea en el trabajo, en el gimnasio, en el supermercado o esperando en el shul, nunca debemos dejar de ser amigables, corteses y de intentar dar dignidad y valor a todas las personas.

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