¿Por qué yo? Una lección de los sapos de Egipto

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“¿Por qué justo yo?”, es la pregunta que se puede formular todo aquel que se molesta por una causa de bien, aún cuando no hay ni reconocimiento, ni honor, ni paga.

Lejos de sus familias, se encontraba un grupo de jóvenes provenientes de la tierra de Israel. Entre ellos, se encontraban Jananiá, Mishael y Azariá, tres muy apuestos y muy sabios muchachos de Israel (Daniel 1:4), a quienes el rey caldeo Nevujadnetzar había exiliado para educarlos de acuerdo a su cosmovisión, la cual, sin duda difería mucho de lo que habían aprendido en casa. Desde el primer momento, los tres habían determinado que no iban a consumir ningún alimento que estuviese prohibido por la Torá (Daniel 1:8). En aquella época aún no se publicaba el ahora famoso “HaMadrij LeCashrut”, y, por lo tanto, se les haría un tanto difícil alimentarse casher sin despertar sospechas. Gracias a la colaboración de un supervisor quien les acercó legumbres frescas diariamente, pudieron evitar transgredir las leyes de la Torá - y el enojo del rey.

Pasaron unos años, y el rey Nevujadnetzar, nada perezoso ni modesto, decidió construir un monumento en honor... a sí mismo. Mano de obra no le faltaba, ni tampoco presupuesto. Un monumento de estas características, no se coloca sin una adecuada inauguración con hermosos himnos, interminables discursos y mucha pompa, y... que todos los presentes le rindan homenaje agachándose. Del mismo modo en que Jananiá, Mishael y Azariá representaban a los habitantes de Israel, existían jóvenes de todos los otros países que Nevujadnetzar había conquistado. Nevujadnetzar fue uno de aquellos emperadores que dominaron todo el mundo.

Corría cerca del año 3338 (aprox. -342). Los tres se encontraban ahora en un dilema. ¿Qué hacer? ¿Agacharse a la imagen? ¡Los judíos no nos agachamos ante nada ni nadie, salvo Dios! Sin embargo, esta estructura no representaba realmente un ídolo ni una deidad pagana (ver Tosafot Talmud Bavlí, Pesajim 53b, primera opinión). Su homenaje no sería una afrenta a la Torá. A su vez, podrían ausentarse disimuladamente (segunda opinión, ibid), y sin que nadie percibiera su falta entre la multitud de personas presentes (malestar en la panza, se pinchó la rueda, se cayó el sistema, etc.). Fueron en busca de asesoramiento, pero ni el profeta Iejezkel ni Daniel quisieron opinar. Otra vez: ¿Qué hacer?

Jananiá, Mishael y Azariá no eludieron el desafío. Fueron, no más, a la inauguración y, cuando llegó el momento de homenajear al rey, los tres se quedaron parados en sus lugares. No hubo manera de intimidarlos, y el rey, encolerizado los mandó arrojar a las llamas. Tampoco se asustaron de eso. Pero, inesperadamente ocurrió un milagro. El fuego no los consumió.

El Talmud se pregunta: ¿De dónde sacaron estos jóvenes la fuerza y la convicción para semejante acto de bravura? Y el Talmud contesta: “De los sapos (de Egipto)”. Antes de continuar, debemos ubicarnos en el tema. Después que el Faraón se negó a dejar ir a los judíos a pesar de la destrucción que acaeció a raíz que el Nilo se tornó en sangre, ios avisó que vendría una plaga de sapos en todo Egipto: “En tu palacio, en tu dormitorio, en tu cama, en las casas de tus sirvientes, en la población, en los hornos y en los recipientes de amasado” (Shmot 7:28). El Faraón se mostró terco y no liberó al pueblo. Comenzó la plaga y los sapos invadieron Egipto. “Bueno”, pensaron los sapos (obviamente en idioma “sapezco”), “¿adónde vamos?”. Algunos optaron por la cama monárquica del Faraón. Allí estarían cómodos, se sentirían “como en su propia casa” (aparte de poder presenciar la cara del Faraón con un enojo “real”). Otros fueron a comer los restos de masa cruda en las ollas de la cocina, otros a conocer los tesoros escondidos en las pirámides y otros, buenos turistas, a sacarse fotos al lado de la Geopsis. Otros, sin embargo, fueron... al horno caliente. ¿Por qué? Bien. Si Dios dijo que los sapos entrarían al horno caliente, pues, alguno tiene que ir.

¿Por qué yo? Esa es la pregunta eterna. Todos pueden preguntarse lo mismo. En última instancia va... el que asume la responsabilidad.

¿Por qué yo? Esa es la pregunta eterna.

Alguna vez leí un escrito que decía que, ante un problema determinado del cual estaban todos (everybody) enterados, alguien (somebody) se tendría que hacer cargo. Nadie (nobody) lo hizo, a pesar que cualquiera (anybody) lo podía haber hecho... y así quedaron las cosas...

Jananiá, Mishael y Azariá razonaron: “Si los sapos, quienes no tienen obligación de ceder sus vidas para santificar el nombre de Dios se arrojaron a los hornos, tanto más nosotros” (Talmud, ibid). En fin, si bien podían haber evitar su presencia, con lo cual técnicamente no hubiesen rendido homenaje a Nevujadnetzar y nadie se hubiera percatado, de todos modos, habría quedado la impresión que todos se agacharon y que nadie objetó.

En realidad, se debe objetar que la conducta de los sapos quienes actúan respondiendo al instinto animal, no dependió de su voluntad, a diferencia de los seres humanos quienes tenemos opción de obedecer — o no obedecer. Sin embargo, ciertos comentaristas ven en el hecho en sí que los sapos respondieran instintivamente a la orden de Dios, la demostración que —de origen— todos estamos naturalmente inclinados a acatar a Dios.

“¿Por qué justo yo?”, es la pregunta que se puede formular todo aquel que se molesta por una causa de bien, aún cuando no hay ni reconocimiento, ni honor, ni paga (por lo contrario, suele suceder que uno termina recibiendo “palos” por parte de otros que no hacen o que, al menos, no saben reconocer todo el esfuerzo que uno puso en la tarea).

¿La recomendación? No deje de ocuparse de todas las causas nobles en las que Ud. sabe que puede colaborar. Nunca se arrepienta de las cosas buenas que hizo o que sigue haciendo. Aunque sea el único que lo hace. Aunque no se lo reconozca nadie (terrenal). Recuerde a Jananiá, Mishael y Azariá. Recuerde a los sapos.


Extracto del libro Banim Atem, de Rav Daniel Oppenheimer

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