Cuerpo y alma

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El judaísmo propone una espiritualidad diferente.

La creencia en la existencia de una entidad sobrenatural creadora del ser humano —para los usos prácticos del texto llamémoslo Dios, pero si eso te genera algún prejuicio, es posible ponerle el nombre que queramos— implica asumir como mínimo un principio: esta entidad no se equivoca. El error nace de la falta, de la carencia, y partimos de la base de que a esta fuerza creadora no le falta nada; es completa.

Sólo si aceptamos este principio —y ciertamente puede ser complicado hacerlo— es posible seguir construyendo de manera lógica.

De entre todas las criaturas, la más elevada es el ser humano. No porque pueda enviar un cohete a la luna o porque pueda diseñar un rascacielos de cincuenta pisos (estas facultades son asombrosas, pero no son más que el resultado de entrenamientos mecánicos, algunos más complicados que otros, y que se basan en desarrollar cierto aspecto de las capacidades de la persona. Ninguna implica, necesariamente, un crecimiento integral de quien las tenga. La prueba de esto es que por más genial que sea el director de la NASA, es posible que no pueda ni siquiera hacer una casa en un árbol. Él desarrolló otras capacidades.) El hombre se eleva por sobre el resto de las criaturas porque es capaz de lograr una conexión trascendental.

Esta concepción ha sido aceptada por distintas corrientes filosóficas, que han basado esta posibilidad humana en su capacidad de abstracción. Ya sea con el platónico Mundo de las Ideas, con el Primer Motor Inmóvil de Aristóteles, o incluso con el dualismo cartesiano. La capacidad intelectual de pensar un Universo conectado con el hombre más allá de su presente físico ubica a la persona en un nivel más elevado que un simple animal.

Pero… esto debe ir más allá de la teoría, ¡Al fin y al cabo, se trata de nuestra vida! ¿Qué hacemos con esta realidad?

Imagino que a muchos de nosotros nos ha ocurrido alguna vez: te levantas en medio de la noche y miras el reloj. Son las tres de la mañana. Y empiezas a pensar. ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿¡Quién está haciendo estas preguntas, y no me deja dormir!?

Eso es tomar conciencia de nuestro Yo, más allá del cuerpo.

Sin embargo, la lectura aceptada de la espiritualidad es la de una separación total del mundo material. Si le pidieran a un grupo de 50 personas que dibujaran a un hombre “espiritual”, no sería extraño encontrar a más del 80 por ciento haciendo una especie de garabato de algún gurú oriental, en la montaña, viviendo una vida asceta. (Irónicamente, con todo el avance occidental y del capitalismo, todavía el Lejano Oriente domina el imaginario cultural de la etiqueta “Espíritu”).

El judaísmo propone otro tipo de vida espiritual. Un modo positivo de ver el mundo que nos rodea. La Torá lo explicita claramente: el verdadero placer está en el Mundo Venidero, pero la llave de acceso a él la tenemos sólo aquí, en este mundo. No hay una negación del Universo terrenal, por el contrario: aquí se esconde la oportunidad para alcanzar la trascendencia.

Como hemos dicho al inicio, resulta imposible pensar una espiritualidad basada en un Dios con fallas. Y el pensamiento lógico nos obliga a deducir entonces que, si Él nos ha puesto en este lugar, rodeados de ciertas personas, dotados de capacidades específicas… ¡debe ser para que hagamos algo con eso! Por así decirlo: si hemos sido arrojados a este campo de batalla, para algo será.

Ahora bien, esa misma noche, a las tres de la mañana, tomamos conciencia de que hay un Yo trascendental, e internamente, comprendemos que eso es lo que verdaderamente somos. Ese Yo no se siente atraído por lo mundano (si así fuera, estaríamos durmiendo plácidamente… evidentemente busca algo más allá que la comodidad de la almohada). Pero, además de él, está nuestro cuerpo. ¿Por qué están juntos?

El desafío de esta vida es lograr que la sociedad entre el Yo trascendental (el alma) y el Yo mundano (el cuerpo) funcione en armonía. Por más que hayamos reconocido nuestra identidad infinita como la que “verdaderamente nos representa”, no por eso debemos vender todas nuestras posesiones y negar la materialidad. El secreto no está en negar al cuerpo, sino en lograr que éste acompañe al espíritu.

El judaísmo propone una espiritualidad diferente. No alejarse del mundo, sino elevarlo con nosotros. ¿Cómo así?

Por ejemplo, el mundo material nos presenta la posibilidad de preparar sabrosos manjares. La lógica espiritual diría “¡Déjalos a un lado! ¡Olvídate de lo corpóreo!”. El judaísmo dice “¡Qué gran oportunidad! ¡Utilízalos en una cena de Shabat, o en alguna comida festiva!”. Salir de vacaciones para descansar puede ser visto por maestros espirituales de otras religiones como “¡Eres un esclavo de tu cuerpo!”. El judaísmo plantea en cambio “Si te servirá para recuperar energías y seguir llevando una vida moral, ¡no dudes en hacer la reserva!”.

En resumen, siempre que lo utilicemos como medio para un fin, el mundo material es una herramienta muy positiva para alcanzar lo trascendental.

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