¿Disfrutas del placer?

4 min de lectura

Si el mundo hubiera sido creado únicamente por razones prácticas, toda la belleza que contiene no tendría que existir.

Recuerdo cuando mi hija tenía seis años y platicábamos acerca de Bereshit (Creación). Había algo que ella no podía aceptar.

—Aba —me dijo—. Entiendo que antes de que Dios creara el mundo no había nada, ni siquiera luz y oscuridad. Pero, ¿de qué color era?

La dificultad que ella enfrentaba se debía a que estamos tan acostumbrados al mundo como es que nos resulta muy difícil de entender el concepto de antes de la Creación. La idea de la ausencia de todo —antes de que hubiera un mundo, antes de que hubiera siquiera materia, espacio, o cualquier sustancia— es muy difícil comprenderlo como seres corporales. Tendemos a regresar a nuestra forma de ver las cosas dentro de un marco físico, y un vacío absoluto no tiene cabida en nuestro mundo.

Pero intentemos por un momento visualizar un vasto vacío de la nada. No hay espacio, no hay materia. No hay ni siquiera tiempo, porque éste existe solamente en el mundo físico. Y la Creación comienza. De la nada, porque no hay nada. De ningún lado, porque no hay lugar. En este absoluto primer momento en el tiempo, Dios crea la materia, los ladrillos para construir la Creación. Después viene la luz y la oscuridad, ni siquiera separados, sino entremezclados: una mancha de luz aquí, un flashazo de oscuridad allá. Después llegan los cielos y la tierra, luego los planetas y las estrellas, los peces del mar, los pájaros del cielo y todos los animales de la tierra. Y el día final, casi al último momento de la Creación, llega el hombre.

Cada parte de la Creación tiene que ser bien pensada. Nada es regalado. No hubo imitaciones ni aceptaciones del statu quo antes de la Creación, no había nada qué imitar o utilizar como modelo. Cada parte y cada elemento de este mundo tenían que ser planeados y diseñados desde cero. Dando un salto así en nuestro entendimiento, veremos la abundancia de bondad que Dios ha otorgado al mundo.

Color

Comencemos con algo básico: el color. El mundo es fantásticamente rico en color, con infinitas tonalidades y sombras.

El color es algo que damos por sentado. Por supuesto, hay color en el mundo; siempre estuvo ahí. Pero Dios creó esa cosa que llamamos color, y Él la colocó en el mundo por una razón en particular: para que disfrutemos lo que vemos. El mundo no tenía que ser de esta manera. Si Dios hubiera estado solamente preocupado por la funcionalidad —creando un mundo que pudiera ser utilizado—, el negro y el blanco hubieran sido suficientes. Aún seríamos capaces de reconocer todo, hasta las sombras y la profundidad, dentro del espectro de la escala de los grises. Si recordamos cuando veíamos la televisión en blanco y negro, era bastante aceptable; solamente le faltaba dimensión, por eso no era tan divertida. Dios quiere que disfrutemos este mundo; por eso creó la característica llamada color.

Mira hacia afuera en un día de otoño y observa a los árboles en toda su gloria: el interminable conjunto de brillantes rojos, naranjas y amarillos formando un magnífico tapiz que se extiende por las montañas. Mira hacia el sol mientras se oculta y observa el completo y radiante espectro de la paleta de un artista, pintado sobre un escenario gris.

Si el mundo hubiera sido creado únicamente por razones prácticas, toda la belleza que contiene no tendría que existir. Pero Dios lo colocó todo ahí: desde los magníficos olores florales hasta la exótica vida del mar; desde la gloria del cielo nocturno hasta el claro verde agua del océano; desde el despertar de una flor hasta la pluma de un perico de la selva, toda la pompa y ceremonia de un amanecer… un mundo creado en tecnicolor. ¿Por qué fue creado de esa manera? Podía haber sido todo más simple. ¿Para qué todo el esfuerzo? Todo es por una sola razón: para que el hombre se beneficie. Dios hizo todo eso para nosotros, para que observemos al mundo y disfrutemos su belleza.

Sabor, textura y aroma

El color es solamente uno de los placeres que disfrutamos, pero que damos por sentado. ¿Y qué sucede con la comida? La comida es algo que necesitamos para mantener nuestros niveles de energía y salud. Si su única función fuera la nutrición y nada más, entonces todos los alimentos deberían saber a cartón húmedo. Pero no es así. Hay tantos tipos distintos de comidas, cada una con sabor, textura y aroma únicos. ¿Por qué crearlos de esa manera? ¿Por qué no hacer que todo sepa a avena? De nuevo, solamente por una razón: para que el hombre pueda disfrutar. Para que comer, algo que tenemos que hacer, no sea una obligación sino un placer. El sabor es algo que Dios añadió únicamente para nuestro beneficio, para nuestro deleite.

¿Tuvo éxito Dios?

Enfocarnos en esto nos sugiere la naturaleza amorosa, dadivosa y bondadosa de Dios. Nos muestra cuánto quiere Él que disfrutemos este mundo. Sin embargo, eso también nos lleva a una pregunta crítica: ¿acaso la gente se da cuenta de estas cosas? Todas esas características fueron diseñadas especialmente para nosotros. ¿Nos beneficiamos de ellas?

Parece que para la mayoría de la gente la respuesta es no. El mundo no les da mucho placer, en absoluto. Eso es algo realmente curioso. Dios invirtió increíble cuidado para producir todo lo que necesitamos para disfrutar la vida… y la mayoría de la gente ni siquiera lo nota, mucho menos lo aprecia. Pero, ¿por qué? ¿Por qué no nos beneficiamos de todos esos placeres?

Aún más intrigante es que Dios es muy poderoso. Vemos en lo vasto, lo complejo y lo intrincado de las maravillas de la Creación, que Dios es muy eficaz en hacer lo que Él hace. Es claro que Dios quiere que el hombre disfrute este mundo. La proporción del placer contra el dolor en verdad es de quinientos a uno. Pero cuando se trata de que el hombre realmente tenga placer —si pudiera decirse así—, parece que Dios falló ¿Cómo es posible? ¿Qué significa?

La solución a este dilema no es simplemente que nosotros aprendamos a “valorar lo que tenemos”. Implica un elemento básico de la personalidad humana y requiere una comprensión fundamental del hombre.

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