Buscando Conchas

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La muerte es como un tsunami, amenazando con barrer todo en su camino.

Mi madre comenzó a llamar a toda la familia y amigos desde su cama del hospital unos cuantos días después de que se enteró que pronto perdería su batalla de 11 años contra el cáncer de ovario. Pálida, débil y dopada de calmantes, ella saludaba a desfiles de sombríos admiradores, incluyendo a un comité de Italia y a muchedumbres de estudiantes de Tai Chi, en su kimono de satín rojo plagado de imitaciones de piedras preciosas y su collar de medallón de oro, el cual colgaba de su pecho como medalla olímpica. Mi tía fotografió toda la procesión con su teléfono celular y publicó las fotos en un sitio de Internet que apodó, “Una Celebración de Vida”. Mi madre de 61 años posó para la cámara con la efervescencia de un niño en una fiesta de cumpleaños, con su bata de seda y su intravenosa, sacándole la lengua a la comida del hospital y abrazándose con la familia y amigos.

En una de aquellas tardes, mi madre me convocó desde la sala de espera del hospital en donde yo estaba sentada nerviosa jugando con mi computadora portátil. Cuando entré, ella me invitó a acurrucarme con ella mientras tomaba una siesta. Mientras me subía a su cama, metiéndome entre la barra de metal y su delicado marco, ella cruzó sus fantasmales brazos entre los míos y descansó su tibia y ovalada cabeza en mi hombro. A los 36 años, me maravillé de cuanto ansiaba aún el confort del abrazo de mi madre.

Mientras intentaba inútilmente descansar, desvié mi atención hacia Discovery Channel en la televisión, que estaba transmitiendo un documental especial acerca de los tsunamis. Era diciembre del 2004, y una ola asesina había recientemente tragado millas de costa en Asia. Extrañamente, el tsunami había sido una distracción bienvenida para mi madre mientras se cambiaba del hospital a una residencia para enfermos terminales. Ella siempre se había fascinado con los desastres naturales y con el “clima extremo” – tornados, huracanes, volcanes y terremotos – la encogida de hombros indiferente de la naturaleza en contra de la sensación de control del hombre. Mi madre presumió en varias ocasiones que sus hijos nacieron en tormentas en la primera nevada de la temporada, como si el momento de nuestros nacimientos confiriera un estatus especial, quizás incluso una conspiración con un poder mayor. Ahora, la ironía era palpable. Mientras miraba imágenes de turistas desprevenidos huyendo por sus vidas desde la seguridad de los brazos de mi madre, temí que sería arrastrada a la deriva sin ella.

Unas semanas antes, mi madre se había registrado en el Hospital Northern Westchester para lo que ella pensaba que sería una breve visita de rutina. Pero en vez, tuvo un bloqueo de intestino que casi la mató. Las enfermeras, alarmadas y con poco personal, llamaron frenéticamente al oncólogo, quien entró furioso dos horas después, enojado, y empujó a mi familia a la sala de espera como un padre a punto de regañar a un hijo. Seguíamos preguntándonos cuanto sería el próximo tratamiento de quimioterapia de mi madre. Pero el doctor estaba perdiendo la paciencia. “¿No entienden que ya no hay nada que yo pueda hacer? Su madre va a morir muy pronto”, dijo él rotundamente. Y mientras la creciente pérdida de peso de mi madre, y su cansancio y dolor habían comenzado a corroer nuestra fe colectiva en su inmortalidad, las palabras del doctor parecieron venir de la nada, estrellarse contra nosotros y arrasar con todo.

El amor era al mismo tiempo la balsa, el ancla, y el mar en el cual nadé.

Durante los siguientes dos meses, dividí mi tiempo entre el cuidado de mi madre y mi trabajo en una gran organización filantrópica. Para ese entonces, el mundo estaba sintonizando las escenas de devastación de las repercusiones del tsunami. Mientras miraba a mis colegas congregarse para enviar alivio a los sobrevivientes al otro lado del mundo, yo solamente podía flotar, esquivando las muchas olas que amenazaban con botarme – la sensación de agonía e impotencia cada vez que mi madre se quejaba o lloraba de dolor, la esperanza cuando ella retenía el más pequeño bocado de comida, la indignación con la compañía de seguros que se rehusaba a pagar por el cuidado de hospicio en el hospital local, la dulzura de nuestros últimos intercambios madre-hija, y el cansancio que sentía mientras mi familia se desmoronaba, luego se congregaba, luego se desmoronaba. El amor era al mismo tiempo la balsa, el ancla, y el mar en el cual nadé.

Mi madre se escabulló luego de varios días en coma mientras estaba bajo el cuidado del hospicio en el Hogar Hebreo de Ancianos. Acampando en su habitación, contando los segundos entre respiros – segundos que parecían estirarse como los días bíblicos de la creación – observé la vida deslizarse de ella en tres olas gentiles: una corta inhalación, una larga exhalación, y una lágrima que me sorprendió mientras me agachaba a besarla. En ese neblinoso momento final, hice la única cosa que podía hacer – santifiqué al océano. Invocando el antiguo ritual judío para escoltar a los muertos, lloré, “Shemá Israel Hashem Elokeinu, Hashem Ejad” – Escucha O Israel, Dios es nuestro Dios, Dios en Único. Declaré mi impotencia en la cara de elementos invisibles e insípidos, sin embargo capaces de penetrar rocas, de tragar vidas y materia, de nutrir campos y de purgar un corazón roto, todo emanando de una fuente singular. Estaba humillada y devastada al mismo tiempo.

De acuerdo a la Cábala, cuando los seres humanos mueren, la parte pura de su alma se reúne con el Infinito, con "la Fuente" que es como un océano, mientras sus buenas acciones siguen vivas como olas, movimientos y ondas definidas moviéndose sobre la superficie de la vida. Hoy, cuando cierro mis ojos y respiro profundo, puedo comenzar a imaginarme los profundos alcances del silencio, un lugar pacífico y amoroso, y me preguntó si mi madre estará ahí, suspendida en la neblina, moviéndose sobre la superficie de mi vida en gentiles ondas. El pensamiento de mi madre como una ola ofrece algo de consuelo, pero no suficiente. ¿Puede una ola sacar grandes mechones de pelo de mis ojos, o hacerme sentir segura y especial mientras me acurruco en sus brazos como una recién nacida?

A pesar de que trato en vano de llenar el vacío con distracciones, me convierto inevitablemente en una vagabunda, cerniendo entre pilas de medias de colores, joyas antiguas, bufandas, y tonterías sentimentales que puede que alguna vez hayan tenido un significado especial, pero que ahora son conchas y huesos. Así que rescato el medallón de piedras preciosas de imitación y lo cuelgo del espejo de mi baño, desentierro el kimono de satín rojo que aún se ve imperial incluso después de que el cuello se arruinó en la lavandería, y dilucido las expresiones de las mujeres en los cuadros de mi madre, esperando que ellas revelen un secreto o que posiblemente me guiñen un ojo. Y como una buena hija, adorno su tumba con fragmentos del mundo que dejó, sus queridos “huesos de la tierra”.

Pero al final, cuando el tsunami se ha estrellado, las aguas se han retirado, y la tierra se ha secado, lo que queda son tramos de playa vacíos, conchas dispersas y océanos divididos.

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