Despidiéndome de Mamá

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Mi madre era una persona tenaz, llena de energía y fortaleza. ¿Cómo puede ser que se haya ido?

Sentía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había hablado con mamá por teléfono para actualizarla de todo lo que pasaba con nuestras vidas acá en Jerusalem, contarle cómo estaban los niños, cómo estaba nuestra hija Avia un mes después de su boda.

Y entonces lo recordé.

No puedo llamar a mi madre y tener una de nuestras relajadas conversaciones telefónicas; mi madre falleció hace tres semanas. Nunca más podré volver a hablar con ella.

Por un momento la realidad de la muerte de mi madre me golpeó. Mi madre era una persona llena de vitalidad, una mujer tenaz, llena de energía y fortaleza, cuya presencia demandaba naturalmente respeto. ¿Cómo puede ser que se haya ido de la noche a la mañana? No es que esté experimentando negación, sino que mi madre rebosaba tanta pasión y vida que es difícil imaginar que ya no esté aquí con nosotros. No parece algo posible.

Sin embargo, lentamente, la realidad está penetrando en mí.

Mi madre, Myrtle Coopersmith, tenía 83 años de edad. Mi padre, el Dr. Harvey Coopersmith, cumplió 83 años mientras estábamos en shivá en Toronto… era la primera vez en 15 años que toda la familia estaba reunida. El próximo mes de agosto mis padres habrían celebrado su aniversario de bodas número 63.

Permítanme compartir con ustedes algunas cosas sobre los últimos días de mi madre.

La familia es lo primero

La familia era la principal prioridad de mi madre. Ella sentía una enorme satisfacción desempeñando el rol de esposa y madre. Su primera prioridad era mi padre, a quien ella ponía en un pedestal (“Pregúntale a Harv”, le decía a la gente, “él lo sabe todo”), y luego venían sus cinco hijos (todos los cuales en cierto momento tenían menos de seis años de edad, algo bastante poco común para una familia no religiosa de los años sesenta).

Cuando mi padre, que en ese entonces era médico de familia, quiso volver a estudiar en la universidad para especializarse en endocrinología, mi madre lo alentó a hacerlo, sabiendo que eso implicaba que no estaría mucho tiempo en casa por los siguientes tres años. Mi padre por su parte hacía lo imposible para estar en casa para cenar con la familia a las 18 hrs. en punto, y luego volvía al hospital.

Mi madre era la matriarca de la familia, su cocina era su oficina real y su trono se encontraba a la cabecera de la mesa del comedor, en torno a la cual nos reuníamos cada viernes por la noche. Décadas más tarde, cuando toda la familia se reunía en torno a la mesa del comedor (lo cual no ocurría muy a menudo, dado que yo y mi hermano vivimos en Israel), ella inevitablemente observaba la escena y derramaba lágrimas de alegría y najas.

Una líder judía

Además de criar a su familia y de cocinar maravillas (era una increíble cocinera), mi madre siempre estaba activamente involucrada en el trabajo comunitario, siempre asumiendo posiciones de liderazgo. Cuando éramos pequeños, era la presidenta de la PTA y de su grupo de Hadassah-Wizo. También presidía el Hadassah Bazaar, una venta de garaje de un día que recaudaba un millón de dólares. También llegó a ser presidenta de la Hadassah-Wizo de todo Toronto.

A primera hora de la mañana, sentada en la cocina con su bata, mi madre llamaba por teléfono a poderosos empresarios para solicitarles donaciones. Ellos no tenían ninguna posibilidad de negarse ante la autoritativa y profesional conducta de mi madre. No le puedes decir que no a Myrtle Coopersmith.

Durante la shivá, una mujer que estaba muy involucrada en la comunidad judía de Toronto me dijo que mi madre era su mentora. Yo estaba sorprendido. Aparentemente muchas décadas atrás, mi madre vio la necesidad de preparar a la siguiente generación de mujeres judías para que tomaran roles activos en la comunidad y dirigió un viaje a Israel que tenía como condición que las participantes le devolvieran la mano a la comunidad y asumieran posiciones de liderazgo al volver.

Mis padres ayudaron de gran manera a fundar una sucursal de Aish HaTorá en Toronto, en los inicios del movimiento de baalei teshuva en los que muchas personas creían que la conducta de los veinteañeros que se estaban volviendo religiosos era una conducta digna de un culto.

Diciendo las cosas como son

Mi madre despreciaba la falsedad y tenía la habilidad de penetrar la armadura de la gente y ver la esencia de las personas. Ella nunca se avergonzaba de decir lo que pensaba, sin importar con quién estaba hablando.

En 1979, cuando mi hermano Eric decidió quedarse en Jerusalem y estudiar en Aish HaTorá, mi madre, como una leona protegiendo a sus cachorros, voló hasta Jerusalem para conocer a Rav Nóaj Weinberg zt’’l, para averiguar de qué se trataba esta desconocida Ieshivá. Después de reunirse con mi madre, Rav Nóaj le dijo a mi hermano: “En todos mis años de rabino, ¡nadie me había hablado así!”.

Ese fue el inicio de la relación de mis padres con Rav Nóaj. Él respetaba mucho a mis padres, y mis padres lo admiraban y respetaban mucho a él.

Durante esa turbulenta época, Eric le preguntó a mi madre: “¿Qué te molesta tanto de que me acerque al judaísmo? No se trata de drogas o de Hare Krishna. Es el mismo judaísmo que es tan importante para ti”.

La respuesta de mi madre resolvió el misterio: “No quiero que Rav Nóaj reemplace a tu padre y se convierta en el hombre más importante de tu vida”. En el fondo, todo se trataba del amor y respeto que sentía mi madre por mi padre.

“Nadie puede reemplazar a papá”, respondió mi hermano.

Sus últimos días

Un par de semanas antes de la boda de mi hija, se volvió evidente que mi madre estaba enferma y que mis padres se tendrían que perder la primera gran simjá (celebración) en Jerusalem. Mi hija —quien era muy cercana a su abuela y en muchos aspectos era muy parecida a ella— estaba sumamente deprimida.

Mi esposa y yo viajamos a visitarla apenas terminaron las sheva brajot, junto con mi hermano y su esposa. Mi madre estaba en casa con cuidado médico las 24 horas, y tuvimos la suerte de compartir con ella durante su última semana de lucidez. Ella se rehusaba a tomar cualquier tipo de medicina porque no quería que la medicina nublara su mente.

Antes de que mi hermano y su esposa regresaran a Jerusalem, ella les dijo: “Traigan a Moishi”. El hijo de Eric, Moishi, es el nieto mayor, y mi madre tenía una relación muy especial con él; una relación que comenzó cuando él era apenas un recién nacido. Dos meses después de que nació Moishi, Eric y su esposa visitaron a mis padres. Mi cuñada tuvo que ser hospitalizada por una seria —aunque no peligrosa— enfermedad. Al final tuvo que ser operada y se quedó en el hospital por dos meses.

Durante ese tiempo, mi madre —sin siquiera dudarlo— se volvió la madre sustituta de Moishi, cuidándolo las 24 horas y abrigándolo cada mañana en la mitad del invierno para llevarlo donde su madre en el hospital, sin darle siquiera una vez a mi cuñada el sentimiento de que era en algún grado una molestia.

Ese período, en el que mi madre se hizo cargo de Moishi cuando nadie más podía hacerlo, forjó una relación especial entre ellos. Ella quería verlo una vez más antes de morir.

Diez días más tarde, Eric regresó con su hijo, quien ahora es un hombre casado que tiene sus propios hijos. Llegaron la noche del jueves, y para entonces mi madre ya estaba muy débil. Cuando ingresaron a la habitación, ella abrió sus ojos, sonrió y dijo: “¡Moishi!”.

A las 5:30 AM de la mañana siguiente, mi madre falleció en paz. La ley judía estipula que desde el momento de la muerte hasta el entierro, el difunto no puede ser dejado a solas. El alma merodea sobre el cuerpo y se siente desorientada y confundida. Los shomrim, ‘guardianes’ que cuidan al difunto, recitan salmos que le proveen confort al alma. Mientras mi padre y hermanos hacían los arreglos necesarios para el funeral, Moishi cuidó a mi madre, encargándose de su alma cuando nadie más podía hacerlo, devolviéndole la bondad que ella había hecho con él tantos años atrás.

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