El Club de Izkor

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Entrar a este club misterioso y exclusivo me brindó una sorprendente conexión con mi madre.

Mamá no venía de un hogar observante. Ella no sabía leer un sidur, pero casi nunca faltaba a la sinagoga en Shabat y jamás faltaba en una festividad. Yo solía pararme junto a ella mientras rezaba. Aprendió a recitar una o dos plegarias en hebreo, pero rezaba casi todo en español.

Mamá a menudo lloraba cuando rezaba. A veces las lágrimas parecían espontáneas y yo me preguntaba qué era lo que la hacía llorar. Otras veces era predecible; lloraba durante Halel mientras cantaba las palabras del Rey David: “Desde la aflicción llamé a Dios…”. Cada vez que el jazán llegaba a esas palabras, yo la miraba para ver si esta vez podría leer esas dos oraciones sin llorar. Nunca lo hizo. Cada vez que miré, las lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas y caían sobre su libro de rezos. Yo sabía que mamá estaba clamando desde sus propias aflicciones, cualesquiera que hayan sido.

Había otro punto en los servicios de las festividades en el cual ella siempre lloraba. Pero esas lágrimas jamás las vi. Jamás estuve a su lado cuando las lloró. Eran las lágrimas que derramaba durante el servicio de Izkor.

Del otro lado de las puertas no escuchaba nada. El Club de Izkor se reúne en silencio.

El Club de Izkor se reúne varias veces al año: en Iom Kipur, Sheminí Atzeret, Pesaj y Shavuot. Se reunen en la sinagoga, en medio del servicio, y a todo aquel que no es miembro del club se le pide esperar afuera y sólo se le permite regresar cuando el Club de Izkor ha terminado. Del otro lado de las puertas no escuchaba nada; el Club de Izkor se reúne en silencio.

Después de que terminaba el Club de Izkor, yo volvía obedientemente a mi asiento para encontrarme con Mamá; sus ojos estaban un poco húmedos, su nariz un poco roja y sus mejillas un poco mojadas. Era obvio que había estado llorando.

No es que se llamara realmente el Club de Izkor, pero de niña siempre me lo imaginé de esa manera. Era algo exclusivo, algo de lo que Mamá era parte pero yo no. No fue sino hasta que crecí que me di cuenta que el Club de Izkor era un ‘club’ al que nadie quiere pertenecer. Todos sus miembros han vivido la muerte de un ser amado. Todos tienen un gran vacío en el corazón.

Mamá había sido miembro del Club de Izkor desde antes que yo naciera. Se convirtió en miembro cuando su padre, Popi boy como le decían amorosamente sus nietos, falleció. Mamá mantuvo la memoria de Popi boy con vida mediante fotos e historias; sus palabras ilustraban vívidamente la vida de su padre. Siempre sentí que lo había conocido, a pesar de jamás haberlo hecho. Cuando ella hablaba sobre sus fuertes manos, yo casi podía sentir sus largos dedos arqueados sobre mi pequeña mano, apretándola fuertemente. Cuando describía lo digno que era, yo casi oía su cautivador acento inglés.

Parecía que todo lo referente a Popi boy era especial, incluyendo su yortzait, el día en que murió. Es el mismo día en que murió Moshé, el siete de adar. Mamá me lo señaló en más de una ocasión. Por lo tanto ese día, el siete de adar, Mamá encendía una vela de izkor en memoria de su padre. Pero en todos los años que vi a Mamá encender esa vela, nunca se me ocurrió que yo haría lo mismo por ella en el mismo día.

Treinta y tres años después de que murió Popi boy, un siete de adar, recibí una llamada de mi padre diciéndome que a Mamá sólo le quedaban unos minutos de vida. Mamá, quien me acunó, me alimentó, cantó conmigo y secó mis lágrimas. Mamá, quien se rió conmigo, bailó conmigo, jugó conmigo, me ayudó con la tarea. Mamá, quien escuchó mis historias, escuchó mis penas, me llevó al altar y me vio comenzar mi travesía como madre. Mamá, la mujer a quien le debo mi propia existencia, la mujer que siempre ha estado allí. Sólo minutos de vida y yo estaba a una hora de distancia.

Y luego, unos minutos después, me dijeron que todo había terminado. Se había ido. Perdí a mi amiga, mi ejemplo, mi maestra, mi defensora en un instante. De repente, pasé de ser una mujer adulta a ser una pequeña y lastimada niña huérfana. Yo sólo quería a Mamá.

No puedo ni comenzar a describir el terrible dolor, el vacío y el anhelo que sentí por Mamá la primera vez que crucé las puertas del Club de Izkor. El club para los que tienen el corazón roto, para los huérfanos, las viudas, la gente que ha perdido un hermano o una hermana o, peor aún, que ha enterrado a un hijo. El club al que nadie se quiere unir. Armada con mi libro de plegarias y con un montón de servilletas, entré al cuarto.

En ese momento, entendí algo nuevo sobre Mamá. Entendí las lágrimas que ella había llorado, sentí el vacío y la soledad que ella debe haber sentido. Recé, no, mejor dicho le rogué a Dios que recordara a Mamá para bien, al igual que ella debe haber rogado por sus padres. Pero había algo más, había un inmenso confort que jamás esperé encontrar detrás de las puertas del Club de Izkor.

Todos en ese cuarto estaban unidos por algo sumamente profundo, sumamente real.

Sin siquiera decir una palabra, era claro que todos en ese cuarto estábamos unidos por algo sumamente profundo, sumamente real. Todos habíamos vivido el impacto de una pérdida y, por lo tanto, podíamos apreciar la vida de una forma que otros no podían. Nosotros no sólo sabemos que somos mortales, sino que también lo sentimos. Entendemos lo precioso que es cada momento, cada oportunidad, cada relación y cada mitzvá.

Durante Izkor no sólo rezamos por los seres queridos que fallecieron, sino que también juramos dar caridad en mérito de ellos, elevando aún más sus almas. Este juramento es serio y después que termina la festividad se da la caridad sin demora. Mamá ya no puede hacer mitzvot y elevar su propia alma, pero yo puedo hacerlo por ella. Por eso, mi relación con Mamá no ha terminado; es diferente.

Ahora me pongo en su lugar en el Club de Izkor y continúo un legado de honrar las almas no olvidadas de nuestra familia. Lloro por haber perdido algo irreemplazable y mis plegarias vuelan a través de las puertas del cielo cada vez con nuevas lágrimas. Extraño a Mamá y, al mismo tiempo, encuentro confort en el hecho que ni siquiera la muerte puede separarnos, ya que nuestras almas están conectadas para siempre.

Leilui nishmat Jaia Dina bat Abraham Yaakov.

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