El puente angosto

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Enfrentando la muerte prematura de mi padre.

Lo siento señora, su marido acaba de fallecer”.

Pasaron varios años antes de que mi madre tuviera la fortaleza para compartir conmigo esa lúgubre conversación que tuvo con la jefa de enfermeras del hospital.

Éramos una familia feliz. Mi infancia estuvo llena de bendiciones. Tenía padres cariñosos que eran dueños de una tienda de dulces. Nuestra familia vivía cerca, e íbamos todos a la misma escuela y sinagoga. Como mi abuela vivía con nosotros, nuestra casa siempre estaba llena en Shabat, en las festividades y prácticamente todo el tiempo. ¿Qué más podía pedir una niña?

Los domingos por la tarde iba a caminar con papá por las llanuras de Hampstead Heath, en Londres. Disfrutábamos los cambios de estación, pero nos gustaba especialmente cuando nuestras botas hacían crujir las hojas doradas en otoño mientras caminábamos bien envueltos para protegernos de las ráfagas de viento. En invierno recogíamos bellotas y castañas y corríamos por el piso congelado. Papá me mostraba la belleza de la creación de Dios y me explicaba que el hecho de que todo tuviera su temporada no era algo que debía darse por sentado.

Pero una primavera, mientras las flores en el jardín brotaban y florecían, papá fue a su cama con una repentina e inexplicada fatiga. Se deterioró con rapidez y fue hospitalizado.

Llegó mi decimocuarto cumpleaños y pasó desapercibido con una celebración discreta. Un día una amiga me invitó a dormir en su casa, lo que causó un dilema: ¿Me divierto con mis amigas o visito a papá? Ganó la visita al hospital. Cuando era hora de que me fuera, mi papá me dio un abrazo de despedida. Me fui con mi madre, prometiendo volver a los dos días.

A la mañana siguiente papá dijo que se sentía exhausto. Luego, con mi madre sentada a su lado, cerró sus ojos y falleció.

Mi nueva realidad me atropelló como un tren. Nuestro círculo familiar se había roto para siempre.

La semana de la shivá pasó en una confusión de parientes y amigos bienintencionados, plegarias y palabras de Torá, pero yo no encontré consuelo.

Mi nueva realidad me atropelló como un tren. Nuestro círculo familiar inmediato se había roto para siempre. En un instante, mi vida cambió y yo nunca volvería a sentir la inocente felicidad de la infancia. Mi muralla de seguridad se había roto, mi confianza en mí misma se había hecho pedazos. Antes, en mi inmadura imaginación, cada uno de mis padres sostenía una de mis manos y ellos se agarraban entre sí, fusionándonos en uno. Ahora, mi mamá y yo quedamos flotando en el vacío. No podía imaginar cómo haríamos para sobrevivir. No podía aceptar que se hubiera ido. Particularmente los viernes a la noche, su silla vacía en la mesa de Shabat era una imagen demasiado fuerte para mí y con frecuencia me desmoronaba en lágrimas y escapaba a mi cuarto.

Para el aniversario de su muerte me rebelé —ante el espanto de mamá— e insistí en usar mi impermeable blanco y un lápiz labial nuevo. No conseguía aceptar que lo único que quedaba de él era un pedazo de tierra y una lápida de mármol blanco, a pesar de que podía leer en ella su nombre tallado en negro que atestiguaba sobre su último lugar físico en la tierra. En ese momento no entendía y no podía describir lo que era la neshamá, nuestra alma, pero en mi joven corazón sentí —supe— que tenía que haber algo más.

Sólo lo tuve durante 14 años, pero con el tiempo me cuestioné si eso había sido real. Papá tenía 49 años. ¿Había cumplido su propósito y misión en esta vida? ¿Qué sabía yo de él?

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Momentos efímeros

La memoria es el más grande de los traidores. A medida que pasan los años, los recuerdos van quedando enterrados bajo capas y lo que queda es la esencia, los sentimientos que fueron producto de las vivencias. A medida que fui llegando a su edad y la superé, me entristeció no poder recordar la cara de mi padre. Tuve que mirar fotos antiguas para recordar cómo se veía, cómo se paraba con los brazos doblados, cómo sus anteojos se apoyaban sobre su nariz, cómo abotonaba su cinturón y se metía la camisa dentro del pantalón apretadamente —como hacen en las películas antiguas—, y cómo dividía y alisaba su cabello con gomina.

La memoria es el más grande de los traidores.

No podía recordar su voz, si cantaba o cómo me leía historias, a pesar de que sé que lo hizo porque otros me lo han dicho. Sé que era gentil y amable y que debería haber sido maestro, según afirma mi madre. No tuve tiempo para conocerlo de adulta y tampoco me advirtieron que la vida podía detenerse y cambiar para siempre. No me advirtieron que nunca tendría la oportunidad de verlo envejecer y de hablarle siendo ya adulta.

Dado que aún no llegaba la era de la tecnología, sólo tuve mi memoria para grabar los recuerdos, y no fue suficiente. Elegí de entre mi pequeña colección de información y piezas —fotos en blanco y negro, libros muy gastados, gemelos para camisas, su reloj, registros de la Fuerza Armada Inglesa y medallas de la Segunda Guerra Mundial—, pero nada de eso daba una idea de la persona misma. Tenía un gran anhelo por algo que se había perdido y era irrecuperable.

Sin embargo, ahora estoy segura de que siempre está conmigo y que siempre lo ha estado. La confusión de la adolescencia se fue abriendo como pétalos de rosa, guiada por los eventos de la vida para darme claridad sobre la existencia de una dimensión completamente nueva para mí. De niña sentía que había algo más allá, pero no podía articular lo que estaba en mi corazón. Me enseñaron sobre el Olam Habá, el Mundo Venidero, cantaba las canciones sobre los ángeles guardianes y rezaba Modé Aní (Gracias Dios por devolverme mi alma) a diario. Pero, ¿cuánto puede entender un niño sobre la profundidad y la fortaleza de esas verdades? Una gran lección que aprendí de mi papá es que cuanto más aprendía, más entendía que quedaba mucho por estudiar.

Cuando me tocó convertirme en madre, y mientras estaba acostada en la cama en la sala de partos, tenía miedo. Traté de tener pensamientos positivos: me decía a mí misma que millones y billones de mujeres habían salido exitosas de esta labor, y que yo también podía lograrlo. Pero en realidad, mi salvación vino de la imagen de dos manos fuertes y santas que me soportaron, por lo que yo milagrosamente ya no estaba ni sola ni asustada, sino que reconocía que Dios estaba conmigo.

Esa imagen me ha sustentado y fortalecido muchas veces desde entonces, tanto a través de eventos normales de la vida como de tiempos turbulentos e irregulares: el cáncer de mi hijo, la cirugía a corazón abierto de mi marido, el estrés post traumático de un adolescente, las heridas físicas y emocionales de un soldado, y las cirugía de mi pequeño nieto, sólo por mencionar algunas cosas. La elevación espiritual es una experiencia por la que lucho, y cuanto más abro los ojos, más veo los milagros que nos ocurren a diario.

La muerte no es el final de todo.

Con mi nuevo conocimiento vino el entendimiento de que el entierro es meramente una etapa más en el amplio plan de la creación. En los recientes funerales de amigos cercanos noté que los dolientes ven la muerte —a través de sus lágrimas— como el final de todo. Pero ahora sé que la muerte es meramente el pasaje de nuestra dimensión humana al mundo espiritual superior; “El mundo entero es un puente angosto”, dice la canción, “lo principal es no temer jamás”.

A menudo —en medio de ocupaciones completamente mundanas como esperar un autobús, visitar a alguien o jugar con un nieto— el espontáneo recuerdo de mi papá me envuelve súbitamente como si fuera una cálida cobija y sé que su espíritu está cerca. Si tan sólo pudiera atrapar esos efímeros momentos…

Una vez estaba esperando a que el semáforo para peatones se pusiera en verde en un ajetreado cruce que estaba siendo renovado. El camino de asfalto había perdido sus límites en un laberinto de surcos y roturas. Un autobús se precipitó de repente hacia mí pero de pronto, justo a tiempo, una mano me tomó del hombro y me tiró hacia atrás. Me di vuelta pero no había nadie; estaba sola en la esquina.

Me cayeron lágrimas y supe que era mi papá. Él nunca está lejos.

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