Cómo me levanté de mi silla de ruedas: el judaísmo y el misterio de la curación

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En la medicina hay algo intangible que, como en el rezo, sigue siendo muy real e increíblemente poderoso.

No sé qué decirle a la mujer que se muere de cáncer. Ella asegura que no se está muriendo. Los resultados del laboratorio muestran que lo está. Tampoco sé cómo simplemente sonreír a su esposo. La gravedad de su situación parece golpearme más fuerte que a ellos, o quizás ellos encontraron la fuerza interna para enfrentarlo.

Como profesional de la salud, la tragedia de la vida entra cada día a mi oficina. Las historias médicas e historias de enfermedad son prevalentes y complejas. Al caminar por la calle, nunca hubiera imaginado que una de cada dos personas tiene para compartir una historia de dolor. Para un médico, un vecino o un amigo, a veces es difícil saber exactamente qué decir. Es difícil imaginar que este mundo hermoso que Dios creó está lleno de tanto dolor.

Incluso para un médico, el dolor a veces puede abrumar el espíritu humano. Al interactuar con la familia que sufre, la opción lógica parece ser reconocer la verdad. “Podemos probar otros tratamientos, pero probablemente no funcionarán”, dicen los doctores. Hay una responsabilidad limitada al proveer hechos médicos. O “ustedes deciden, pero asegúrense de discutir lo que harán si la enfermedad no desaparece”.

De acuerdo con los resultados del laboratorio, la persona se está muriendo. Con abrazos y lágrimas, podemos hacer duelo con la mujer enferma mientras ella aún vive. Podemos unirnos a su dolor, aunque nunca entenderemos bien su verdadero dolor. En la profesión médica, a menudo vemos doctores que siguen esta ruta, solamente para tragarse sus emociones y presentar una apariencia fría. La muerte se convierte en un hecho médico. La tristeza se transforma en un síntoma. Puede que sea un mecanismo de defensa. Puede que sea la forma que tiene el médico de enfrentar la situación. Después de compartir suficientes malas noticias, los corazones médicos se vuelven demasiado duros incluso ante el impacto de la palabra “terminal”.

Estaba confinada a una silla de ruedas y era incapaz de moverme. Durante meses, no tuve diagnóstico ni esperanza.

Pero la realidad es que la aceptación y la sumisión a los hechos médicos provoca más más daño que bien. A los 10 años me diagnosticaron una rara y dolorosa enfermedad neurológica, Distrofia Simpática Refleja. Mi cuerpo sufría de enrojecimiento, hinchazón y un dolor insoportable. Estaba confinada a una silla de ruedas y era incapaz de moverme.

Durante meses, no tuve diagnostico ni esperanza. Tomografías y radiografías no proveían respuestas y los medicamentos apenas traían alivio. De acuerdo con todas las indicaciones médicas, no había esperanzas. Los médicos levantaron los brazos ante los hechos y se unieron a mi triste frustración, culpándome a mí por el dolor cuando ellos no podían encontrar una respuesta; sentenciándome a vivir en un asilo cuando ellos no podían encontrar una cura. Durante meses, ni siquiera un médico me brindó una frase de esperanza. En ese ambiente, incapacitada por el dolor, naturalmente también mi familia y yo empezamos a perder las esperanzas.

Ahora, como profesional, puedo entender por qué los médicos actuaron de esa forma. Pero hay un elemento de la medicina que es intangible. Algunos lo llaman el efecto placebo, la posibilidad de que una sustancia falsa provea verdadero alivio. Este efecto puede surgir al tomar una píldora de azúcar, pero también al tener la autonomía de escoger tu propio tratamiento creyendo que funcionará. Sin embargo, yo creo que la explicación más apropiada del placebo es un toque de milagro y fe. Los médicos ven estos milagros cada día: la persona que se suponía que no iba a caminar finalmente se pone de pie, el hombre que estaba a punto de morir tiene remisión, mi piel infantil roja e hinchada finalmente sana.

Si la medicina dice que no hay esperanzas, el destino no lo acepta. No todavía.

La lógica médica dice que hay que prepararse para lo peor, pero el paciente y quizás también el médico, se niegan a darse por vencidos. Si la medicina dice que no hay esperanzas, el destino no lo acepta. No todavía. La fe en que la curación llegaría fue suficiente para que esos pacientes siguieran luchando por la vida; fue suficiente para que ocurrieran esas curaciones milagrosas.

Pero si el médico entrara al cuarto del hospital con increíble esperanza y una fe inspiradora, no tendría ningún razonamiento científico para explicar ese optimismo. Perdería credibilidad al decir: “Sólo tengo fe”. Para ser honesta, incluso yo quiero que mis médicos cuenten en sus archivos con estudios de control aleatorios y no con un disco duro de fe si van a inyectar medicinas a través de mi epidural.

Durante un tiempo, al crecer en mi práctica de la medicina, me recordaba a mí misma mi propia preferencia e intenté aceptar objetivamente los hechos. El diente no tiene esperanza; el cáncer es terminal. Eso es simplemente un hecho, así que no tiene sentido transmitir el mínimo optimismo al dar el diagnostico. Ningún estudio de control aleatorio puede probar que el optimismo cura un diente infectado. ¿Quién soy yo para decir que eso es posible?

La Torá enseña: “Aléjate de asuntos de falsedad”. En su traducción literal, esto significa hacer exactamente lo que hacen tantos médicos: aceptar los hechos y decirles a sus pacientes sólo eso.

Pero cuando yo rezo, no tengo ningún examen de sangre que pruebe la existencia de Dios. No tengo ninguna radiografía del cielo. Sin embargo, esos rezos están lejos de ser falsedades. Tal como los médicos intentan entender a través del estudio del efecto placebo, en la medicina hay algo intangible que, como en el rezo, sigue siendo muy real e increíblemente poderoso.

Lo que ocurra después puede llevar al dolor, pero también puede llevar a la alegría.

Sin duda, cada individuo tiene el derecho de conocer su propia condición médica. Si queremos la verdad completa y objetiva, eso es lo que nuestros médicos deberían proveer. Pero como médica, o como una amiga, vecina u otro ser humano, a través del judaísmo aprendí que verdad y fe no son mutuamente exclusivos. Incluso en medio de la desesperación, hay esperanzas. Esto lo aprendí cuando logré levantarme de mi silla de ruedas.

Incluso en la oscuridad, podemos bajar la cabeza y rezar. Lo que ocurra después puede llevar al dolor, pero también puede llevar a la alegría. Si consideras que la fe es un placebo o en términos menos médicos, confianza en Dios, el resultado es el mismo: la curación es íntimamente un estado espiritual. 

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