Muerte por un falafel

4 min de lectura

Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte. ¿Eso incluye a los sándwiches?

Esta es la historia de las dos bolas de faláfel de Haifa que no me mataron, pero que sí cambiaron mi forma de ver la vida.

Yo estaba en un viaje para estudiantes a Israel, un torbellino de dos semanas de actividades religiosas y seculares dirigido por una de esas organizaciones que buscan conectar al pueblo judío con su legado. Después de la primera semana, no me sentía conectado. El Shabat en Tzfat con jasídicos místicos fue una interesante experiencia antropológica y la visita al Muro Occidental me impresionó por el tamaño de las piedras; la tierra era bonita, pero también lo era mi país de origen.

Todas las noches junto a mis compañeros de cuarto del hotel —un chico de cara redonda de Massapequa, Estados Unidos, y un escéptico chico ruso con ojos alegres— hablábamos sobre lo que habíamos visto o aprendido durante el día. Massapequa se tomaba todo a pecho ("¡Qué increíble que, durante la Guerra del Golfo, 39 misiles hayan golpeado a Israel y que esa sea la misma cantidad de latigazos que recibe una persona al ser castigada!"), y el ruso no creía en nada ("La partición del mar fue sólo un viento fuerte, igual que el que tenemos nosotros en el Volga"). Yo me mantenía al margen, indiferente.

Cuando íbamos camino a visitar una base militar cerca de la frontera con el Líbano, paramos en Haifa y nos dijeron que volviéramos al autobús en media hora. Compré un faláfel en un puesto ambulante y, cuando volvía al autobús, sin querer pasé a llevar a otro estudiante y se cayeron dos bolas de faláfel de mi pita; inmediatamente analicé la situación: quedaban sólo tres bolas de faláfel, lo que implicaba que el 40% de la parte principal de la comida se había perdido. Habiendo llevado la comida hasta límites impensados en varias oportunidades durante mis años de universidad y campamentos, pensé seriamente en levantarlas antes de que expirara la "regla de los cinco segundos". Pero, después de todo, era una vereda —no el piso de una cocina— y la gente estaba mirando, y yo no quería ser conocido durante el resto del viaje como el que levantó las bolas de faláfel del piso. Entonces, las miré con tristeza, me di vuelta y caminé hacia el autobús comiendo lo que me quedaba en la mano.

Esa noche tuve los peores dolores estomacales de mi vida, dolores que luego fueron acompañados por muchos horribles y más visibles síntomas que no voy a describir por discreción y porque revivirlos es traumático. Gracias a mi sufrimiento, mis compañeros de cuarto del económico hotel donde nos hospedamos esa noche devinieron en filósofos. Massapequa recordó una clase que habíamos escuchado antes, sobre algo llamado hashgajá pratit, providencia divina, la idea de que todo pasa por una razón. "Quizás enfermaste porque algún día conocerás a alguien que estará más enfermo que tú y podrás compadecerte", sugirió de modo útil.

"O quizás has hecho algo realmente malo", propuso el ruso, "y estás siendo castigado".

Ninguna de las posibilidades me ayudó mucho. Yo estaba demasiado ocupado preguntándome cuánto tiempo más podría permanecer en ese lugar del piso, ya que el cuarto parecía dar vueltas con gran rapidez. A medianoche, los chicos despertaron a nuestro líder del grupo, quien medio dormido preguntó qué había sido lo último que había comido. Yo debo haber esbozado una respuesta, porque él rió y dijo: "¿¡Faláfel en Haifa!? ¡Nunca debes comer faláfel en Haifa! Estás intoxicado". Después él volvió a su cuarto y yo caí inconsciente.

Al día siguiente, en el autobús (asumo que los chicos me subieron al autobús, yo no me acuerdo), no me sentía nada de bien y sentí que se avecinaba otra tanda de síntomas. Me arrastré hasta el conductor (obviamente, un ex piloto del ejército israelí, dados sus intentos de mantener el autobús por los aires mientras yo me balanceaba de un lado a otro en mi camino hacia él) y le dije que necesitábamos hacer una parada en algún baño cercano. Pero él me dijo que no. Intenté discutir y luego le rogué.

"¿Ves esa ciudad?" me preguntó. "Es Qalqilya, allí es donde la OLP obtiene la mayoría de sus reclutas. No pararemos".

"Pero comí un faláfel en Haifa".

Me miró, miró el camino y frenó a un costado.

Un poco después (después de que Massapequa se comió su almuerzo tipo lunch box que yo no había podido tocar y que el ruso me preguntó indirectamente si iba a morir) llegamos a Arad, una ciudad desértica que fue la primera ciudad planeada de Israel. Una caminata bajo el cálido sol no mejoró mi condición y, mientras el resto del grupo y un gran contingente de japoneses tomadores de fotos escuchaban un discurso del intendente en el gimnasio de la ciudad, yo estaba ocupado en el baño junto a las graderías. Cuando sentí que estaba listo volví a unirme al grupo, pero me encontré con cien personas mirándome fijamente, incluyendo al intendente. Evidentemente no había sido tan silencioso como hubiera querido.

"Comí faláfel en Haifa", expliqué, y pareció como si todos hubieran asentido expresando entendimiento. Me senté y el discurso continuó. ¿Era la única persona del mundo que no sabía que no hay que comer faláfel en Haifa?

Mis recuerdos del resto del viaje no son claros. Los síntomas fueron disminuyendo lentamente, pero entonces comencé a deshidratarme. En el avión a casa, Massapequa me alentó amablemente a beber, mientras que el ruso quería saber si en mis peores momentos había visto una luz brillante y un hombre en bata. Pensé en eso, no en la luz brillante y el hombre en bata, sino en morir.

Me di cuenta de que si hubiera comido esas dos bolas de faláfel que cayeron al suelo en la vereda en Haifa, quizás habría muerto. Lo que en el momento pareció un golpe de mala suerte, en realidad fue buena suerte. Ahora, dado que estábamos hablando de mi vida, era difícil atribuir la continuación de mi existencia a algo llamado suerte. La caída de las bolas de faláfel, que en el momento fue deprimente y en retrospectiva fue un pequeño contratiempo, ahora asomaba como la razón por la cual yo aún seguía con vida. Por primera vez creí que era posible ver la vida como una red de incidentes y causas interconectadas y al mundo como un lugar en el que las cosas ocurren por una razón. Hashgajá pratit.

Entonces quizás el viaje fue un éxito después de todo. El judaísmo afirma que el universo no es un lugar aleatorio, que las cosas pasan por una razón y que, por lo tanto, tenemos ciertas responsabilidades. Esta vez no se trataba de una discusión filosófica, sino de algo que me había ocurrido a mí. Nunca me había ocurrido algo así antes y yo estaba fascinado por lo que ese evento podía implicar.

Pero no me pregunten si valió la pena comer faláfel en Haifa.

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