El tumor cerebral de mi marido

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Dios escucha, incluso cuando susurro.

El informe de Hadasa Ein Kerem llegó por correo hace cinco años, unos pocos años después de nuestra aliá.

Leí el texto en hebreo una y otra vez, no podía creer lo que veía.

—Amor, dice que tienes un tumor.

Mi marido me sacó la hoja de las manos.

—Tiene que ser un error. Pidámosle al vecino que lo traduzca.

“Puede que mi hebreo no sea tan bueno, pero créeme, sé lo que dice aquí. Llama al médico".

—Después de dos ulpanes (cursos) puede que mi hebreo no sea tan bueno, pero créeme, sé lo que dice aquí. Llama al médico.

Unos meses antes mi esposo se había quejado de un zumbido en sus oídos. “Te daré una orden para una IRM”, dijo el médico secamente.

¿Una resonancia magnética por un zumbido en los oídos? Muy bien doctor, lo que usted diga. Nos dieron turno para dos meses después. En el momento bromeé: “Bueno, ¡qué suerte que no tienes un tumor cerebral, porque te morirías antes! Nos reímos y fuimos a buscar a los niños.

Cuando llegó el reporte del radiólogo, nos quedamos perplejos.

Volvimos a la otorrinolaringóloga. Ella tenía la mitad del rostro paralizado. Nos explicó que había tenido el mismo tumor que mi marido, un neuroma acústico, y que durante la cirugía para extirparlo el cirujano tocó su nervio facial, lo que provocó la parálisis.

Claramente no era una cirugía de rutina.

Meses después, sentada en la sala de espera del Centro Médico Mount Sinai en Nueva York, tenía que pellizcarme a mí misma. ¿Soy yo? ¿Es mi marido a quien le están haciendo una cirugía cerebral, al que en este momento le están abriendo el cráneo con un taladro? Sonó el teléfono.

—Muy bien, acabamos de abrirlo —dijo el médico con seguridad—. Ahora vamos a extirpar el tumor.

Yo estaba aletargada, imaginando el cuello de mi marido doblado a más no poder, quieto, con el cerebro expuesto. El día anterior habíamos recorrido una librería, tomado un café en Starbucks y cenado unas ricas hamburguesas. Abrí mi libro de Salmos y no dejé de mover los labios, sabiendo que él estaba completamente a merced de Dios.

En la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, las personas tenían la mirada perdida en el espacio, terminaban latas de gaseosa en segundos, hojeaban el periódico, caminaban de un lado a otro… Todos tratando de contener de alguna manera sus temores.

Yo entré titubeando a la unidad de cuidados intensivos, pasé al lado de los otros pacientes e imaginé sus historias, llorando por la seriedad de la situación.

Con la cabeza envuelta en vendas y el cuerpo conectado a tubos por todos lados, mi esposo se veía terrible. Él les gritaba a las enfermeras.

—¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo!

Eran todos los bips. Para su frágil cerebro, el sonido era ensordecedor e increíblemente doloroso, como si rebanaran su tímpano con afiladas láminas de vidrio. Me miró y me imploró que hiciera algo.

—Discúlpeme —le dije en voz baja a la enfermera que estaba detrás del escritorio—. Hay unos silbidos muy fuertes que molestan a mi esposo, en la cama seis. ¿Es posible bajar el volumen? Discúlpeme… —traté de subir la voz.

—Lo lamento, no se puede. —Ella estaba ocupada escribiendo en su carpeta y apenas me prestó atención.

—¿Puede darle más calmantes? —Traté de ser más asertiva en mi nuevo rol de asistente.

Mi divertido y afectuoso marido de ayer ahora había sido reemplazado por un hombre dolorido y ansioso, minusválido e incapaz de disfrutar la vida.

—No. Tiene que estar despierto para que los médicos puedan revisar su audición y su nervio facial. —Ella se fue hacia el otro extremo de la estación y me dejó sin nada que ofrecerle a mi marido.

Él no recibió las noticias de buena manera. Comenzó a gritar aún más y yo temí que el cirujano hubiera tocado algún nervio en su cerebro que lo hubiese vuelto para siempre un hombre malvado y enojón. O, quizás, que tuviera que vivir con ese intolerable dolor durante el resto de su vida. Mi divertido y afectuoso marido de ayer ahora había sido reemplazado por un hombre dolorido y ansioso, minusválido e incapaz de disfrutar la vida.

El miedo me hizo sentir náuseas. Me sentí impotente.

Una nueva médica y sus estudiantes rodearon a mi marido.

—¿Puede oír esto? ¿Puede oír esto? —Ella chasqueó sus dedos al lado de sus oídos.

—Sí —gracias a Dios, aún podía oír.

—Muy bien, mueva su nariz. Bien —la médica continuó revisándolo—. ¿Puede pestañear? Maravilloso. ¿Qué tal si me muestra sus dientes? Tiene una sonrisa hermosa.

¡Sus músculos faciales funcionaban!

—Por favor déme calmantes. ¡Por favor! —su rostro estaba gris.

Pronto una enfermera le inyectó más medicina. Pero no era suficiente y sus quejas continuaron toda la tarde y se incrementaron cuando le realizaron una punción lumbar para aliviar la presión en el cerebro.

Estuve allí sentada durante horas y a pesar de que en sus pocos momentos de lucidez mi marido me imploró que lo ayudara, las enfermeras y los médicos tenían un plan para el tratamiento y no respondían a mis pedidos. No había nada que pudiera hacer para tranquilizarlo ni para calmar mis propios nervios. Ni leer mi novela, hojear el periódico, llamar a amigas, dejar la mirada fija en un lugar, almorzar, beber un café. Nada ayudaba.

Lo único que tenía a mi alcance era mi capacidad para hablarle a Dios y pedir que mi esposo se recuperara. Por eso leí las palabras en hebreo de mi Libro de Salmos lenta y cuidadosamente, imaginando que cada palabra subía hasta las esferas celestiales y tenían un impacto. Y confiando en que las palabras que yo me esforzaba para entender inclinarían la balanza de la misericordia en nuestra dirección.

Yo sabía que Dios estaba allí. Y estaba agradecida de que nos hubiera enviado mensajeros. Dios estuvo allí junto al anestesista, quien en el espacio frío y estéril de la sala de preparación saludó cálidamente a mi marido diciéndole: "Tu vecino Steve te manda saludos". Steve, su ex colega, lo había llamado desde Israel para contarle sobre mi esposo.

Y Dios estuvo con mi marido en Israel, antes de la cirugía, cuando recibió una bendición del Rebe de Skver que estaba allí de visita. El Rebe le preguntó: “¿El cirujano es el doctor P.?”. Mi marido asintió, sorprendido de que este importante Rebe conociera el nombre del médico.

El Rebe sonrió. “Es un médico excelente. Conozco personalmente a algunos de sus pacientes”.

Sentimos que Dios nos estaba diciendo: va a estar bien, no se preocupen.

Al final, mi esposo fue afortunado. Perdió parte de su audición en un oído y ahora usa un audífono, pero no perdió su entusiasmo por la vida. Un año más tarde ya había retomado la mayoría de sus actividades previas.

Solíamos decirles a nuestros amigos: "Si tienes que tener un tumor, este es el mejor de todos". Como si pudiéramos elegir esas cosas.

Lo único que podemos elegir durante los tiempos difíciles es cómo nos conectaremos con el Amo del Universo y veremos Su mano en los eventos que le dan forma a nuestra vida. Al elegir conectarnos, adquirimos fuerza y fortalecemos nuestra sensación de seguridad y confianza en Dios, las únicas cosas que me mantuvieron de pie durante ese difícil período.

Esta es mi vida, me dije a mí misma. Este es mi desafío en este momento. Y todo va a estar bien. Porque no estoy sola. Hay Alguien con quien hablar, a quien llorarle.

Y me escucha, incluso cuando susurro.

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