Las palabras y el matrimonio

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Qué dices y cómo lo dices marca una gran diferencia, sobre todo en el matrimonio.

Todos tenemos términos de afecto para nuestra pareja (al menos la mayoría). A veces le digo a mi esposo que él es “mi viejo”. Pero hace poco pensé que aunque él reconoce el sentimiento que hay detrás de mis palabras, puede ser que en realidad no le gusten. No es que ambos no nos estemos poniendo viejos (tenemos las licencias de conducir y las arrugas para probarlo), pero a nadie le gusta que se lo recuerden. Incluso si se lo dicen con amor y afecto.

Esta lección nos la enseña nada más y nada menos que Dios Mismo en Su relación con Abraham y su esposa, Sara. Cuando le dicen que va a tener un hijo, Sara se ríe y dice: “Pero yo soy vieja y mi esposo es viejo”. Cuando Dios le repite la historia a Abraham, cuidadosamente omite la parte en que Sara dijo que Abraham es viejo. ¡En ese momento Abraham tenía 100 años y Sara tenía 90! Si mi esposo y yo somos considerados viejos, entonces Abraham y Sara eran MUY viejos. Y, sin duda, ellos lo sabían. Probablemente ya llevaban casados unos 80 años y sabemos que tenían una relación buena y sólida, un matrimonio para imitar y admirar. Entonces, ¿Por qué Dios se sintió obligado a omitir el comentario de Sara sobre su esposo?

Porque podía llegar a herirlo, aunque fuera un poquito. Porque ese es el nivel de sensibilidad que debemos tener hacia otros seres humanos. Porque no vale la pena tomar ni siquiera el más mínimo riesgo de que nuestras palabras puedan causar dolor a alguien.

Imagina cuán diferentes serían nuestras vidas y las vidas de las personas que nos rodean si fuéramos tan considerados con todas nuestras palabras. ¡Ni siquiera puedo llegar a imaginarlo! Realmente cambiaría todas nuestras interacciones y relaciones.

Joseph Telushkin, en su libro Words Can Hurt, Words Can Heal (Las palabras pueden dañar, las palabras pueden sanar) baja un poco la vara. Él sugiere que por lo menos debemos invertir tanto tiempo en pensar lo que queremos decir como invertimos en pensar en la ropa que vamos a vestir. Esta es una idea con la que nos podemos relacionar.

El Rey Salomón escribió en Proverbios: “La muerte y la vida dependen de la lengua”. Cuando leí esta frase por primera vez me desconcertó el orden de las palabras. ¿No sería más natural decir “la vida y la muerte”? Pero creo que él quiso remarcar un punto interesante. Es mucho más fácil herir a las personas con palabras que ayudarlas. Herir con palabras no requiere el mínimo pensamiento. ¡Con frecuencia es el resultado de no pensar en absoluto! Pero en cambio, para ayudar con palabras es necesario pensar profundamente y esforzarse.

Si no nos detenemos antes de hablar, tenemos el potencial de herir a los demás con lo que decimos. No porque planeamos ser malos y desagradables, sino porque no planeamos no serlo. ¿Mencioné accidentalmente una fiesta a la que ellos no estuvieron invitados? ¿Sin darme cuenta sugerí que hoy no se ve tan bien como ayer? ¿Elogié a un grupo de niños y dejé a los de ella afuera? ¿Expresé mi desagrado por un punto de vista y no me di cuenta que eso es lo que ellos piensan? ¿Me alabé a mí misma a costa de ellos? ¿Los excluí de un plan o de una conversación? ¿Hablé con condescendencia o desdeño? La lista no termina.

Nadie es perfecto y todos caemos y decimos cosas que no deberíamos haber dicho. Pero si tomamos conciencia del desafío, esto debería ocurrir con menos frecuencia. No es divertido tener que pensar cada cosa que decimos y puede ser que por eso no seamos el alma de la fiesta. A riesgo de usar en exceso el ejemplo, a nadie se lo elogia en su entierro por haber sido “el alma de la fiesta”, pero sin duda se puede decir que “nunca dijo una palabra fea sobre nadie” (ni siquiera sin intención, en broma o con afecto). Esto sería un verdadero cumplido y sin duda una alabanza.

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