Nuestro aniversario número 60: el secreto para que los matrimonios perduren

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Las bases para un gran matrimonio se aprenden en la infancia.

La semana pasada, con mi esposa celebramos nuestro aniversario número 60 de bodas.

Aunque en esta época la gente vive más años, la unión de un matrimonio feliz parece ser cada vez más breve. Cuando mencioné mi simjá personal en una conferencia en Los Ángeles, donde participaban muchos miembros importantes de Hollywood, una persona famosa me dijo con una sonrisa: “Rav, aquí estar casado 60 años no es una gran cosa, pero para poder lograrlo necesitamos entre cinco y seis esposas”.

La feliz pareja el día de su boda

Lo que más me sorprendió de las innumerables felicitaciones de jóvenes amigos y conocidos fue la pregunta que prácticamente todos me formularon: “Muy bien, ¿cuál es el secreto?”.

Como si permanecer casado hoy en día se considerara algo tan inusual que la posibilidad de su existencia requiere alguna sabiduría mística casi sobrenatural. Como si lograr que un matrimonio funcione fuera una tarea que está por encima de las posibilidades de una pareja que comienza a recorrer la vida compartiendo sueños y un amor apasionado. Como si tuviera que haber algún secreto Divino oculto de la mayoría de la gente que posibilita el cumplimiento de la verdad universal de Dios respecto a que “no es bueno que el hombre esté solo”.

La feliz pareja

Voy a tratar de responder a esta pregunta lo más directamente posible. No hay ningún secreto. Es algo que sabíamos desde que éramos niños. El punto no es descubrirlo, sino recordarlo. De hecho, puede que sea la primera cosa que nos enseñaron cuando comenzaron a educarnos respecto a cómo vivir con los demás.

Años atrás hubo un libro que inesperadamente se convirtió en un éxito de ventas internacional. Lo escribió Robert Fulghum, y su título lo dice todo: “Todo lo que necesito saber lo aprendí en el Jardín de Infantes”. Nadie se imaginó que sus verdades tan simples inspirarían a muchos millones de lectores.

Ese libro tiene una continuación judía. No fue mucho más tarde en la vida que yo comprendí que todo lo que realmente necesito saber lo aprendí cuando comencé mis estudios de judaísmo.

A una edad muy temprana comencé mi estudio del Talmud. El currículum compartido por la mayoría de las escuelas judías, comenzaba con la famosa porción del tratado de Baba Metzía que se refiere al caso de una disputa respecto a quién pertenece una prenda que se encuentra: “Este dice yo lo encontré y ese dice yo lo encontré; este dice es mío y ese dice es mío”. La corte debe decidir. Para justificar sus argumentos es necesario hacer juramentos. Entonces se da la decisión final: deben dividirlo entre los dos. Ninguno gana. La resolución es que deben compartirla.

A mí me llamaba la atención la sabiduría rabínica que decidió que esa discusión en particular fuera la puerta de entrada al estudio del Talmud para los niños pequeños. ¿No hubiera sido más apropiado presentar el Talmud y la ley judía con una sección sobre las bendiciones y las plegarias, sobre las formas de servir a Dios, sobre la santidad y la caridad?

Nada de eso es tan importante como grabar en nuestras mentes jóvenes el significado de la lección respecto a que en este mundo no podemos ganar todo el tiempo simplemente porque decimos “es mío”. No podemos reclamar para nosotros mismos algo que también otra persona puede reclamar con la misma validez. El mundo no está para que lo tomemos de forma unilateral; debemos dividir, compartir, dar la misma validez a los derechos de otra persona.

Esta es la misma verdad que Robert Fulghum eligió como la lección clave que se aprende en el Jardín de Infantes. Comenzamos la vida siendo uno, una simple unidad a quien sus padres afectuosos y preocupados le brindan todo. Poder seguir adelante, ser capaces de disfrutar del bello regalo de la amistad, madurar y crecer lo suficiente como para respetar los derechos de los demás es ser bendecido con la capacidad de poder en el futuro hacer posible la existencia de un matrimonio.

Todas las cosas son inherentemente buenas, pero no si no son compartidas.

Compartir es preocuparse por el otro. Compartir es reconocer que el “yo” no es tan importante como el “nosotros”. Compartir es reconocer que puede haber momentos en los cuales tu necesidad es mayor que la mía, cuando tus deseos requieren mis deseos. Compartir es saber que dos personas no son idénticas, pero siguen siendo iguales, con diferentes deseos que merecen ser respetados incluso cuando no estamos de acuerdo.

La Torá nos dice que cuando Dios creó el mundo terminó cada acto de creación afirmando que “era bueno”. La primera vez que la Biblia usa la frase “no es bueno” es en referencia a la soledad. No es bueno que la persona esté sola, y el comentario rabínico dice que esto se refiere no sólo al hecho de que Adam estuviera solo, sino a la evaluación expresada previamente con respecto a todo lo que Dios creó. Es la calificación de todas las expresiones previas respecto a que “era bueno”. Todas las cosas son inherentemente buenas, pero no si no son compartidas.

El mundo actual glorifica las selfies, la autorrealización, la autogratificación. Es un mundo en el cual la palabra “derechos” es suprema, política, social e interpersonalmente. La frase clave es: “todo es mío”, y el dictamen talmúdico de dividir y compartir se considera un antiguo anacronismo. El compromiso a menudo se considera otra forma de perder un poco, y nadie desea ser considerado un perdedor, ni siquiera un poquito.

Qué pena que tantas personas no recuerden lo que aprendieron en el Jardín de Infantes y en su primer encuentro con el estudio del Talmud. Compartir es ganar. Vivir la vida con el credo que reemplaza “es mío” con “es nuestro” no es ceder la mitad, sino casi milagrosamente permitir que ambos miembros de la pareja ganen absolutamente todo.

Sentir que todo nos pertenece crea demandas; el compromiso crea el deseo de lograr una felicidad duradera dando, cuidando, preocupándonos y respetando al otro por lo menos tanto como a nosotros mismos. Elaine y yo nos comprometimos a estar para el otro, y de esa forma nos encontramos a nosotros mismos. Nos comprometimos a trabajar para lograr que nuestro matrimonio tuviera éxito, y nuestro compromiso mutuo nos dio éxito con nuestra familia y amigos. Ambos compartimos un profundo compromiso con Dios y Sus valores, y hemos recibido bendiciones celestiales sin medida.

Dirigir nuestra vida con la idea de compartir, de comprometerse en vez de reclamar los propios derechos, nunca fue un secreto. Esto fue lo que nos otorgó a mi esposa Elaine y a mí 60 dichosos años juntos. Y es por eso que con el mismo espíritu, me alegra poder compartirlo también con ustedes, con la plegaria de que reciban de Dios similares bendiciones de salud, longevidad y toda Su bondad.

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