Llenando las grietas del Muro

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En la oscuridad de la destrucción, se nos recuerda la oportunidad de volver a construir.

Hace unos años murió mi abuelo justo antes del 17 de tamuz. Durante el ayuno yo ayudaba a mi madre mientras ella estaba sentada en shivá. De pronto, un viejo amigo de la familia me ofreció algo para beber.

“No, gracias. Estoy ayunando”, le dije.

“¿Por qué ayunas?”, preguntó. Le expliqué que era el 17 de tamuz y que estábamos de duelo por el día en que fueron traspasados los muros de Jerusalem justo antes de la destrucción del Segundo Templo.

“Nunca había escuchado sobre ese ayuno. ¿Sabes qué es aún más triste? El año pasado mi esposa y yo visitamos Israel por primera vez. Fuimos a un paseo por la Ciudad Vieja y el guía señaló hacia el Monte del Templo. Lo único que podíamos ver era esa inmensa mezquita, y entonces el guía señaló hacia el Muro Occidental. Yo no podía creerlo. ¿Es eso todo? ¿Es eso todo lo que queda del Templo? ¿Una pared? Creo saber por qué hay un ayuno; nos queda tan poco”.

Apoyó su vaso y se quedó mirando por la ventana hacia el fulminante día de verano. Yo pensé en sus palabras durante días: “¿Es eso todo? ¿Es eso todo lo que queda? ¿Una pared?”.

Una mañana, después de que terminó la shivá, fui a la playa a la que acostumbraba ir de niña. El sol acababa de salir y el océano parecía estar en llamas. Estuve un rato parada en la costa, oyendo el furioso tronar de las olas. De repente, sentí un deseo de arrojarme al agua como lo hacía antes, a pesar de no haber planeado nadar ese día. Primero me metí en el agua hasta las rodillas, pero luego vi aquella familiar apertura que se formaba bajo una gran ola y me sumergí bajo su cresta esperando la ola siguiente. Y la otra. Hasta que una enorme ola me atrapó y me llevó de vuelta hasta la orilla.

Me levanté, con las ropas llenas de arena y agua salada goteando de mi rostro. Comencé a llorar sin previo aviso. “¿Eso es todo lo que queda? Muéstrame algo real, algo intacto. Llena el vacío. Llévate esta dolorosa pérdida. Ayúdame a encontrarme a mí misma. Devuélveme mi vida”.

La única respuesta era el silencio. Un solitario silencio perforado sólo por el salvaje océano rompiendo sus olas y retirándose frente a mí.

Me llevó un tiempo darme cuenta que el silencio mismo era un regalo. No se suponía que yo me encontrara a mí misma, sino que yo debía crearme. Construir algo real e intacto dependía de mí. Ver el vacío e idear la manera de llenarlo.

Anoche, mi hijo —que lleva el nombre de mi abuelo— estaba parado conmigo en la terraza.

“¿Por qué el mundo es tan grande?”, me preguntó mientras observábamos los altísimos árboles y el interminable cielo estrellado.

“No sé”, respondí. “Quizás porque necesitamos lugar para crecer”.

Mientras las luciérnagas comenzaban a iluminar los rincones oscuros del patio, pensé que debía ser verdad. La oscuridad existe para que creemos luz. La imperfección existe para que aprendamos a completarnos. Y el Muro Occidental, que es todo lo que queda, es mucho más que sólo un vestigio de nuestro pasado. Está allí para recordarnos que debemos reconstruir. Está allí para sostener nuestras notas arrugadas y nuestros sueños. Es un regalo. Al igual que el espacio entre las olas que me atraía y me devolvía a la costa. Al igual que el agua salada que chorreaba de mi rostro y la arena que hacía borrosa mi vista. Al igual que el silencio que nos da la oportunidad de encontrar nuestras propias palabras. Al igual que la inmensidad del mundo que nos da lugar para crecer. Al igual que el hombre que apoyó su vaso y dijo: “Creo que sé por qué hay un ayuno. Hay un vacío. En nuestros corazones. En las grietas del Muro”.

Pero el vacío es un regalo. Lo que queda es la extraordinaria oportunidad para rellenarlo.

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