El Papa en Auschwitz

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Dios le ha dado al pueblo judío la capacidad de llorar.

La semana pasada el Papa Francisco visitó Auschwitz, el famoso e inhumano campo de exterminio. Antes de entrar, dejó a un lado a sus acompañantes que lo habían escoltado e ingresó solo a través de la puerta de entrada del campo.

Antes de su visita, el Papa Francisco expresó que “le gustaría ir a ese lugar de horror sin discursos, sin aglomeraciones de gente”. Tenía la intención de “ir solo, entrar y rezar”, y añadió, “y que Dios me dé la capacidad de llorar”.

La súplica del Papa resonó en mí. Como una mujer que nació sobre las cenizas del Holocausto, me gustaría transmitirle al Papa Francisco lo que sentí cuando era pequeña, creciendo en el “planeta de las lágrimas”, donde los ríos de llantos fluían constantemente.

Mis primeros recuerdos son los de mis abuelos abrazándonos, sus ojos constantemente húmedos. Cada vez que visitábamos y decíamos adiós, nos alineábamos para recibir sus bendiciones. Cuando mi abuelo, Zeide, ponía sus manos sobre mi cabeza, yo sentía sus lágrimas cayendo sobre mí. Mis hermanos, hermanas y yo, recibimos cada uno el nombre de algún pariente que había perecido en las llamas de ese terrible período, y aún así había muchísimos más nombres que flotaban en el aire, a la espera de ser redimidos.

Sabíamos exactamente de dónde veníamos. Entendíamos perfectamente que cada vez que abríamos un libro de oraciones o realizábamos una buena acción, eso le “daba vida” a los que ya se habían ido de este mundo, asesinados sólo por el hecho de ser judíos. Nuestra luz reencendería ahora su llama extinguida.

Llevo el nombre de la madre de mi Zeide. Tal vez por eso sus ojos siempre se humedecían cuando me veía. Encontrar comodidad y consuelo a través de la siguiente generación, y enfrentar al mismo tiempo la trágica pérdida de esa época oscura, debe haber sido un sentimiento muy difícil de enfrentar una y otra vez.

Nosotros crecimos sintiéndonos queridos, apreciados. Sabíamos que la vida era frágil, preciosa. Pero no estábamos rodeados de tristeza; por el contrario, nuestra casa estaba llena de alegría. Pero las lágrimas de los mayores caían fácilmente. ¿Cómo podrían no hacerlo? ¿Cómo puede uno olvidar un mundo sagrado que fue destruido o bebés siendo arrancados de manos de los abuelos para no volver a ser vistos nunca más? ¿Cómo podríamos atrevemos a vivir sino recordando?

Un Iom Kipur, mi hermano y yo pasamos las Altas Fiestas con mis abuelos. Mi Zeide estaba de pie en la bimá, envuelto en su talit. Recuerdo cómo su larga barba blanca lo hacía parecer como si fuese un hermoso ángel. Mi abuelo rezó en voz alta por la congregación mientras mi hermano estaba de pie a su lado. En un momento dado, mi Zeide comenzó a sollozar. Él había llegado al rezo de los diez santos mártires que fueron brutalmente torturados y asesinados por los romanos.

Después del servicio, mi hermano tenía una pregunta. “Zeide, ¿por qué lloraste?”.

Mi abuelo le respondió: “Cuando leí este rezo recordé la imagen de mi propio padre mientras era arrastrado por los nazis. Vivimos estas torturas en carne propia. Mis padres, nuestra familia, todos nosotros. Esta es nuestra historia”.

El inmenso agujero que llevaban profundamente en el alma. ¿Cómo podrían mis abuelos no llorar?

Incluso cuando nos reuníamos casualmente en familia, las lágrimas caían. Mi abuelo nos abrazaba junto con nuestros primos y recitaba la bendición sheejeianu, agradeciéndole a Dios por habernos permitido llegar hasta ese momento en nuestras vidas. Nunca más la vida debería tomarse por sentado. El inmenso agujero que llevaban profundamente en el alma. ¿Cómo podrían mis abuelos no llorar?

Un legado de lágrimas

Pero estos lamentos no son nada nuevo. Cada Pésaj, nos sentamos en la mesa del Séder con un recipiente lleno de agua salada para recordar las lágrimas que derramaron nuestros antepasados ​​cuando fueron golpeados y esclavizados en Egipto. Y pronto recordaremos la destrucción de los dos Templos de Jerusalem. Leemos el Libro de las lamentaciones en Tishá B'Av. Ayunamos, nos sentamos en el suelo y leemos las palabras de Irmiyahu: “Por todo esto es que lloro; las lágrimas ruedan por mis mejillas porque lejos está de mí quien me consuele”. El pueblo judío fue exiliado en cadenas, fueron expulsados de Jerusalem mientras el fuego de la devastación ardía. Perdimos nuestros hogares, nuestras vidas, y el suelo estaba empapado de sangre. Nuestro Sagrado Templo fue destruido.

¿Cuántas lágrimas se han derramado a lo largo de nuestra historia por el dolor de nuestro pueblo?

Vivimos con este legado de lágrimas. Y por desgracia, los gritos de nuestro pueblo no terminaron en Auschwitz.

No llores más

La semana pasada tuve la suerte de visitar a mi hija y a su familia en Israel. Una noche, llevé a mis nietos a cenar en Jerusalem. Hubo carcajadas y un montón de sonrisas a medida que pasábamos tiempo juntos y nos poníamos al día con cada uno de estos dulces niños. En un momento, mientras mi nieta de siete años de edad untaba casualmente sus patatas fritas en kétchup me dijo: “Abuela, no puedo creer que tu madre estuvo en la miljamá (guerra) y que nunca tuvimos la suerte de conocerla. ¿Cómo pudo ella sobrevivir cuando quisieron matar a todos los judíos?”.

Hablamos un poco sobre el milagro de nuestro pueblo, sobre cómo Dios ha velado por nosotros, y de cómo ahora, estamos sentados nuevamente en Jerusalem después de aquella “terrible guerra”. Después de eso terminamos la cena y nos alistamos para salir cuando de pronto, vimos luces intermitentes y el sonido de las sirenas llenó el aire.

Los niños me miraron: “Abuela, ¿puedes ver si se trata nuevamente de un ataque terrorista, al igual que la última vez que estuviste aquí?”.

Gracias a Dios todo estaba bien. Pero al igual que el Papa Francisco, yo también ruego a Dios para que traiga prontamente el día en que dejemos de llorar por culpa de aquellos que desean destruirnos, que se nos conceda la gracia de vivir en paz y dignidad.

Que Dios seque nuestras lágrimas y nos de consuelo después de todo el dolor que hemos vivido a lo largo de los años.

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