Alemania debe pagar

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Los alemanes deberían pagar por haber degradado nuestra humanidad, pero las compensaciones son un paliativo infame y cruel.

El 19 de marzo de 1944 Hungría fue ocupada por los alemanes. A las pocas semanas cerca de 500.000 judíos vivían confinados en guetos; al cabo de dos meses, 440.000 fueron deportados y en su mayoría asesinados en las cámaras de gas de Auschwitz. Mi padre era un niño de un pequeño pueblo cerca de Debrecen y en la festividad de Shavuot, en mayo de 1944, el gueto de Debrecen fue liquidado. Junto con sus padres, dos hermanas mayores y un hermano pequeño, fueron puestos en un vagón de ganado presumiblemente con destino a Auschwitz.

El vagón se detuvo durante varios días en el gran calor sin provisiones y cuando empezó a moverse de nuevo, cambió de dirección. La gente en el vagón sería enviada a trabajos forzados, y si bien las condiciones eran brutales, los tripulantes del vagón sobrevivieron, incluso los niños. Mi abuelo se puso tefilín cada día de la semana durante la deportación, arriesgando con esto su vida. Cuando la familia fue liberada escucharon las historias de los sobrevivientes con los números tatuados en sus brazos y pensaron que se habían vuelto locos. Puede que se hayan vuelto locos, pero las historias eran ciertas.

Dos de los hermanos de mi padre fueron asesinados: uno vivía con una tía y fue deportado a Auschwitz; el otro se hacía pasar por un diplomático francés en Budapest, pero fue descubierto. Otro de sus hermanos encontró refugio en la famosa Casa de Vidrio de Moshe Kraus y Carl Lutz en Budapest. Después de la guerra, la familia sobreviviente regresó a Hungría y vivió bajo el comunismo estalinista durante una década hasta la revolución húngara de 1956 cuando escaparon a Viena y obtuvieron visas para Australia. Allá prosperaron

* * *

Siempre asumí que mi padre había optado por no solicitar compensaciones para sobrevivientes del Holocausto después de la guerra. Era dinero sucio, suponía yo, aunque nunca le pregunté directamente. Todo lo que los alemanes producían estaba manchado por la misma contaminación que les permitió perpetrar lo que hicieron. Así que, pensé, mi padre no quería disfrutar de los frutos del trabajo alemán, incluso si esto haría que su vida fuese más fácil.

Había otras posibles explicaciones también. Tal vez mi padre no quería obtener ningún beneficio a partir de su sufrimiento. De alguna manera las compensaciones implican que el dinero puede mitigar el horror de la experiencia, y esto sería una profanación de esa experiencia.

Tal vez mi padre también quería poner un límite claro a la experiencia de la guerra, para que ésta terminara en 1945 y no persistiera durante toda su vida. Un cheque mensual de Alemania y las visitas anuales al consulado alemán perturbarían la tranquilidad del cementerio de la memoria.

La autora con su padre.La autora con su padre.

Con los años, mi mente entretejió estas comprensiones profundamente en mi conciencia y me formé una imagen de la actitud de mi padre frente a la guerra.

Fue una sorpresa, entonces, cuando mi padre me comentó recientemente que estaba solicitando compensaciones bajo un nuevo programa. Todas las demandas recientes contra compañías y gobiernos habían generado nuevos fondos y los sobrevivientes habían sido invitados a solicitar compensaciones nuevamente.

“¿¡Por qué deberían quedarse con el dinero!?”, protestó mi padre, y mi mente dio un giro en 180 grados. Lejos de la escuela de pensamiento que considera cualquier contacto con algo alemán un anatema, ahora mi padre decía: “¡Que paguen!”.

“Entonces, ¿por qué no pediste compensaciones la primera vez?”, le pregunté.

“No había suficiente documentación”, respondió.

Me tambaleé. ¿Qué tenías que documentar? ¿Acaso estampaban tu pasaporte cuando entrabas a un campo de concentración o cuando sobrevivías una marcha de la muerte? Al parecer, se ofrecían diferentes niveles de compensación, y cada uno requería diferentes tipos de pruebas. A las personas adineradas que podían demostrar que poseían mansiones y empresas antes de la guerra, se les pagaba más. Si eras pobre porque vivías en un pueblo primitivo en Hungría y habías experimentado un pogromo económico durante quince años, tal vez podías reclamar el valor de tus joyas. Mi tío recuerda un enorme tapete extendido en el gueto de Debrecen sobre el cual todo el mundo tenía que tirar sus objetos de valor. Mi familia podía tratar de reclamar las cosas que habían tirado sobre ese tapete, pero era difícil de comprobar. Bajo este sistema de compensación, no importaba si los niños sobrevivientes habían perdido más que los adultos —ellos perdieron la posibilidad de mirar el mundo de manera inocente sin ver su maldad—. Dado que no poseían ninguna propiedad de antemano, no podían exigir ninguna compensación.

La monetización del trauma transforma al dinero en el indicador del mal.

Por supuesto, al final, el empresario alemán y el shnorer (mendigo) polaco perdieron sus almas por igual en Auschwitz. Los niños sobrevivientes como mi padre —y otros que tampoco pueden comprobar pérdidas monetarias— pueden exigir compensaciones bajo la categoría de daño físico y emocional, si visitan al psiquiatra adecuado y visitan anualmente el consulado alemán.

Pero la monetización del trauma, haciendo que este tipo de locura valga tanto y aquel tipo de propiedad tanto, transforma al dinero en el indicador del mal. Los alemanes y sus cómplices deben pagar por la degradación de nuestra humanidad, por las estrellas amarillas y los toques de queda, por habernos tratado como ganado. Por desnudarnos delante de nuestros vecinos y obligarnos a consumir nuestras propias proteínas. Por destruir la ilusión de que nadie puede tomar de ti aquellas cosas que sientes, piensas y crees. Los alemanes nos enseñaron que no existe tal cosa como “la esencia humana”, ni en el autor ni en la víctima, y que tanto tu cuerpo como tu mente pertenecen a tu torturador.

Pero el problema es que ninguna de estas pérdidas se puede medir en dinero, y es por eso que es tan difícil aceptar compensaciones. De alguna manera, el razonamiento de mi padre de: “¿¡Por qué deberían quedarse con el dinero!?”, es una especie de venganza. No es que los alemanes puedan reparar de alguna manera lo que han hecho por medio de pagos, sino que deben sufrir un poco, también, a causa de su barbarie. Y al final las compensaciones son un paliativo infame y cruel, valiosas tal vez porque nos obligan a escribir nuestras historias y a extraer los recuerdos de la ciénaga.

Mientras escribo acerca de estas cosas, pienso en la vida que vivo ahora, una vida de libertad, elección y frustraciones, con pequeños problemas de oficina y con la posibilidad de ordenar comida casher en el trabajo. Esta es la vida por la cual ellos sobrevivieron, y la carga es pesada a veces, porque no es tan gloriosa como para que hayan sufrido tales indecencias para que nosotros podamos vivir.

Pero mi existencia es banal: no fue por nosotros que sobrevivieron, sino simplemente porque no fueron asesinados y vivieron.

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