Una remembranza sagrada

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Shavuot fue el día en que mi abuela llegó a Auschwitz.

En Shavuot ella enciende las velas. Tantas velas, que se derriten y forman charcos de cera en sus frágiles contenedores de hojalata. Las pequeñas llamas eran de un azul pálido como las venas de la parte exterior de su mano. Para mí no tenían ni nombre ni rostro, sólo eran una luz cálida y titilante. Pero para ella eran otra cosa.

Para ella esas velas eran personas. Eran familia. En ocasiones familias enteras, que habían trabajado, luchado, vivido y muerto. Tías y tíos. Y primos, con quienes ella jugó, compartió, peleó y rió. Para ella esta tarea, esta remembranza, era sagrada.

En la acogedora y alegre cocina, las tortas de queso se enfriaban en la mesada y las tortillas se freían felizmente en la sartén. Pero aquí, en la fría oscuridad del comedor, en la larga mesa de caoba, mi abuela se sentaba a hablar. Sus manos se movían levemente sobre su regazo, pero su voz era firme.

“Recuerda bien este día. Este día será el yortzait de tus padres”. Y lo fue.

“Sabes, para los judíos de Hungría Shavuot es especial. Pero no especial para bien, especial para mal. ¿Entiendes por qué? Porque en ese día llegamos allá. A Auschwitz”. Dijo que cuando llegó a las barracas, atontada y confundida, el Blockaltester le dijo con dureza: “Recuerda bien este día. Este día será el yortzait de tus padres”.

Y lo fue.

Ella recordaba los perros ladrando, y el denso humo negro y los gritos. Recordaba el gran escalón desde la plataforma. Junto a ella una mujer llevaba una jarra de mermelada húngara casera, otra sujetaba un broche antiguo. Mi abuela sostenía a su hijo en sus brazos. “Un bebé tan hermoso, tan rubio”, dijo ella. “Sus mejillas eran suaves como el terciopelo”.

Recordaba la prisionera con su uniforme andrajoso, inclinándose para murmurar en su oído. “Dale el niño a tu madre. Será lo mejor para ellos dos”. Recordaba el punzante ardor de su cuero cabelludo recién afeitado y los zapatos acomodados prolijamente contra una pared. Recordaba ver a su bebé haciéndole señas con sus manos desde los brazos de su madre, como diciendo: “Ven mami”. Ella le decía: “Estoy yendo Peter. ¡Espera! Estoy yendo”. Dijo que trató de llegar a él. Un tiempo después se enteró que el elegante hombre al principio de las hileras, el hombre con el bastón pesado, era Josef Mengele.

Mi abuela cuenta que utilizó su mejor alemán y su voz más refinada cuando habló. “Bitte, Ij vill mit meine kinde gain” – Por favor, quiero ir con mi hijo. Dijo que toda la elegancia desapareció de su rostro mientras él se reía en su cara. Él respondió: “Gai mitt deiner Shvesteren, die blitte judische kee” – ve con tus hermanas, vaca gorda judía. Luego hizo gestos perezosamente con su mano, a la izquierda, luego a la derecha, y madre e hijo fueron separados para siempre.

“¿Quién puede matar a un bebé?” me pregunta ahora, apretando fuerte sus manos. “El niño ni siquiera sabía que era judío”.

Dijo que conoció a su tío allí. El trabajo de él era sacar los cuerpos de las cámaras de gas y cargarlos en el crematorio. Dijo que había un vacío infinito en sus ojos. Él le contó que había quemado, en un día, a su esposa y a tres hijos pequeños. Le dijo, también, que había encontrado un sidur y que lo había escondido. Quería que ella lo tuviera, pero ella dijo que no. Tenía demasiado miedo de tenerlo. Si era encontrado, seguramente la matarían. Luego habló con su hermana y con su cuñada, y convinieron que valía el riesgo. Guardarían una página del sidur.

Dijo que la envolvían en tela y plástico, y la escondían en sus bocas. Y la hoja viajó con ellas, debajo de sus lenguas, mientras fueron de línea en línea, de campo en campo, por meses. “Sacamos la página con la plegaria para el viajero”.

Trabajó sin zapatos en la nieve, en la lluvia y en el granizo. Descargaba bloques de cemento desde un tren.

“Ocurría que”, dijo ella con calma, “en la temporada de festividades, los alemanes se ponían muy felices. Esta felicidad los ablandaba un poquito, hasta para con nosotros. Y nos daban, de regalo, barras de jabón. Y nosotros no sabíamos. No era nuestra culpa”. Dijo que cuando finalmente llegaron a casa, a Budapest, la Jevrá Kadishá les dijo de dónde venía el jabón, les dijo que estaba hecho de grasa judía, de carne judía. Entonces envolvieron los pequeños trocitos que quedaban en tajrijim (mortajas fúnebres), y enterraron el jabón. La carne de los que no volvieron a casa.

Yo escucho, con la mirada hacia abajo, tocando el mantel de encaje con mis dedos.

“¿Qué es lo que era una persona allí?” me pregunta. Su voz es recia, con desprecio y pena. “No éramos seres humanos. Éramos animales. Nos veíamos como animales y éramos como animales. Cuando pasaban a nuestro lado, nos escupían”. En ocasiones, los oficiales traían compañía al campo. A veces tenían pequeñas fiestas. “Los veíamos. Gente elegante con abrigos de piel y sombreros de copa, y nosotros llorábamos. Una vez nosotros también habíamos sido seres humanos, pero ahora nos lavábamos con agua del inodoro”.

Dijo que miraban al piso buscando pedazos de carbón o de madera quemada que pudiera ayudar a quienes sufrían de dolor de estómago. Dijo que buscaban en el abrevadero de los cerdos del oficial, pieles de remolacha para frotar contra sus mejillas. A veces, dijo, una mejilla rosada podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. “También robábamos. Lo que sea que pudiéramos agarrar, lo robábamos”.

Dijo que esta es la sabiduría de la mujer, esta intuición peculiar para sobrevivir, el conocimiento de cómo permanecer con vida. Dijo que los hombres no conocían esos secretos y que por eso morían. “Eran más grandes y fuertes que nosotros, pero no sabían cómo salvarse a sí mismos”. Todos los días las carretillas acarreaban pilas de hombres muertos a los pozos.

Ella recordaba Tzeilappel, las tomas de asistencia, horas de pie en el mismo lugar en el duro invierno, de cuenta y recuenta. Recordaba los aviones sobrevolando. “Al final, no había nada para hacer. Ningún trabajo, nada”.

“¿De qué hablaban entre ustedes?”. Le pregunté.

“Hablábamos de las cosas que hablan las mujeres, siempre. Recetas y jardines, nuestros hijos y nuestras madres”. Sobre sus cabezas, dijo, “el cielo estaba lleno de aviones. Pero no venían por nosotros”.

En la mañana todo el campo estaba gris, cubierto con una fina capa de ceniza. “Estaba en tu pelo, en tu boca. ¡Y un olor tan feo!”

Se queda en silencio por un momento, como pensando. “El peor día, creo, fue cuando trajeron al gueto de Lodz”. Todo ese día y parte de la noche el campo estuvo colmado del lamento de las mujeres, los sonidos sollozantes de los niños. Y luego sólo hubo silencio. En la mañana, dijo, todo el campo estaba gris, cubierto con una fina capa de ceniza. “Estaba en tu pelo, en tu boca. ¡Y un olor tan feo! Todavía se podían ver los fuegos ardiendo”. Ella mira hacia abajo por un momento, hacia la fina piel de sus manos, y luego continúa. “Esa noche, todos ellos perecieron”.

Un día, el caballo de un oficial colapsó en el corral. Y esa misma noche se metieron sigilosamente en el patio y trajeron su cabeza. En la oscuridad, en sus catres, ellos comieron la carne de la mandíbula del caballo. Dijo que comieron hasta las encías, ella y su hermana, hasta que no quedaba nada más que dientes y hueso. Su padre le había dicho: “¡Come todo lo que puedas! Permanecer con vida es una mitzvá”.

Dijo que trataron de cumplir todo lo que podían. En Pesaj sólo comían papas y regalaban sus finas rodajas de pan. En Tishá B’av no comían nada.

Dijo que durante toda la semana guardaban pequeños pedazos de margarina y cuando llegaba el viernes a la noche, ponían la margarina en el piso y la encendían. “Ardía sólo por un minuto pero hacíamos la brajá. Y durante ese pequeño minuto, era Shabat”.

Supongo que debe haber visto la pregunta en mis ojos, porque luego dijo: ¿Qué debería decirte, Yael? O crees en Él o no. ¿Yo? Yo sí creo”.

Reimpreso con permiso de Shabbat Shalom.

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