Los judíos de Zacinto

5 min de lectura

Cómo los habitantes de la isla griega de Zacinto ocultaron a los judíos de los nazis.

La extraordinaria historia de la comunidad judía de Zacinto.

A finales de la primavera de 1944, los barcos nazis de la muerte estaban recorriendo las islas jónicas. Ya habían reunido a 2.000 judíos de Corfú y 400 de Cefalonia, y ahora se dirigían rumbo a Zacinto. La misión de las brigadas de la SS era reunir a toda la comunidad judía de la región y enviarla hacia el puerto de Patras, desde donde serían transferidos en tren hasta Auschwitz.

Un par de días antes de que arribaran a Zacinto, el comandante llamó a la oficina del Arzobispo Metropolitano, Chrysostomos, y al Oficial Lucas Carrer, y les dijo que tenían 24 horas para presentar una lista con los nombres de todos los judíos que vivían en la isla junto con los detalles de sus propiedades.

Y ellos efectivamente hicieron entrega de un sobre antes de que expirara la fecha. El comandante abrió el sobre y se encontró con un papel que sólo contenía dos nombres: el del arzobispo y el del oficial.

“Si quieren lastimar a esta gente”, dijo Chrysostomos refiriéndose a los residentes judíos de la isla, “iré con ellos y compartiré su destino”.

El comandante nazi quedó atónito. Envió un mensaje urgente a Berlín pidiendo nuevas órdenes. Mientras tanto, el arzobispo y el oficial le habían informado a Moisés Ganis, el líder de la comunidad judía, sobre los planes alemanes, solicitando una operación masiva para ocultar a los judíos de la isla en las aldeas, granjas y los hogares de los cristianos.

Durante los meses que siguieron y hasta la partida de las tropas alemanas, nadie los traicionó, nadie confesó saber dónde se estaban escondiendo y, consecuentemente, ninguno de los 275 judíos de la isla fue deportado a los campos de concentración.

Jaim Constantinidis tenía 11 años en ese entonces. Vivía en la capital de la isla con sus padres y cuatro hermanos. Su padre era un comerciante textil y sus hermanos mayores eran trabajadores metalúrgicos. Él es uno de los pocos miembros de la comunidad judía de la isla que recuerda aquella época y está listo para ver la historia cobrar vida en la pantalla grande en dos producciones norteamericanas: la primera es el documental Ningún hombre es una isla, dirigido por Yannis Sakaridis, y la segunda es un largometraje de Theo Papadoulakis, el cual continúa en etapa de producción. Dos norteamericanos griegos están detrás de los proyectos: los productores Gregory Pappas y Steven Priovolos, quienes convocaron a prominentes miembros de la diáspora en Estados Unidos y obviamente a Hollywood para que se hicieran parte del proyecto. Uno de los productores ejecutivos es Sid Ganis, un ex presidente de la organización Academy of Motion Picture Arts and Sciences y cuya familia judía proviene de Ioánina, en el noroeste de Grecia.

Nos encontramos con Constantinidis, de 81 años, en Atenas. Ha vivido en Israel durante las últimas décadas, pero su lengua materna es el griego. Sonriendo y feliz de estar nuevamente en Grecia, habló con nosotros sobre los días de antaño.

¿Sabían que los barcos nazis se dirigían a atraparlos?

Sí, pero no queríamos creerlo. No podíamos creer que unas personas pudieran infligir tanto sufrimiento en otras. Nunca habíamos dañado a nadie. ¿Por qué nos lastimarían? Cuando se llevaron a los últimos judíos de Corfú nos dimos cuenta que se aproximaba nuestra hora. Pero incluso en ese momento éramos tan cercanos y unidos a los cristianos que estábamos esperando que ellos nos dijeran qué hacer, que nos protegieran.

¿Quién alertó a tu familia?

Ganis vino a nuestro hogar tarde en una noche. “Agarren un bolso cada uno y salgan”, dijo. Y corrimos tan rápido como pudimos.

¿Adónde fueron?

Él había organizado para nosotros un refugio con una familia llamada Sakis, si bien recuerdo, en la zona de Halikero, ubicada en la periferia de la ciudad. Nos dieron un cuarto. Nosotros éramos siete, y además estaban un primo de mi padre con su esposa e hijo. Los diez pasamos siete meses confinados allí. Por las rejas de la casa veíamos pasar a los alemanes. Nunca olvidaré a esas personas que arriesgaron la vida para salvarnos.

¿Los has visto desde entonces?

En 1971. Fui a visitar sin previo aviso. Golpeé a la puerta. Abrió Sofía Saki; su marido había fallecido. Cuando me reconoció comenzó a llorar. No podía dejar de abrazarme.

Volvamos al final de la guerra. Cuando los nazis se fueron, ¿volviste a tu casa?

Sí, y estaba tal cual la habíamos dejado. Pero no nos quedamos mucho tiempo más en la isla.

¿Por qué se fueron?

En 1946, cuando estaba siendo establecido el Estado de Israel, vino gente de allí para hacer propaganda. “Ahora que vieron lo que ocurre, ¿se quedarán?”. “¿Cómo saben que no volverá a ocurrir? Puede que la próxima vez no sean tan afortunados”. Dijeron cosas como esas y mi padre las creyó.

Nos reunimos en familia y hablamos por horas. Decidimos que mis hermanos y yo iríamos. Mis padres no se sumarían en ese momento porque mi mamá estaba en una etapa avanzada de su embarazo. En la mañana en que dejamos Zacinto nació mi hermano menor.

¿Cómo era tu nueva vida?

Difícil desde el comienzo, incluso antes de llegar a Israel. 400 personas de toda Grecia arribaron a Sunión, cerca de Atenas, para encontrarse con un barquito oxidado que nos estaba esperando. “¿Saldremos en eso?”, preguntamos. “Por supuesto que no. Su barco, uno grande, los está esperando aguas abiertas”, dijeron. Era una mentira. El viaje, que duró entre dos y tres semanas, continuó en ese cachivache. Podíamos agacharnos y tocar el agua, no tienes idea por lo que pasamos.

¿Fue fácil acostumbrarse a vivir en Israel?

Para mí, sí. Me llevaron a un kibutz. Trabajaba todo el día. No recibía nada de dinero, sólo un plato de comida y una cama en la que dormir. No me importaba, pero otras personas sufrían mucho. Rovertos, un amigo, se suicidó. Así de arrepentido estaba de haber dejado Grecia. Unos años después se nos unieron mis padres en Tel Aviv y, a partir de la reunión de la familia, las cosas mejoraron.

¿Dónde conociste a tu esposa?

En el ejército. Miriam trabajaba en la librería porque tenía educación y yo era un chofer. Me costó mucho conquistar su corazón.

¿Se hizo la difícil?

¡Era difícil conquistarla! Pero yo la cortejaba con canciones griegas, le cantaba baladas de Zacinto.

¿Qué clase de trabajo hacías?

Durante años hice camas de hierro. Luego trabajé como chofer. Me iba a trabajar antes del amanecer y volvía a casa después del anochecer sólo para pagar las cuentas. En Zacinto no éramos ricos, pero teníamos todo lo que necesitábamos.

¿Qué les contabas a tus hijas cuando eran pequeñas sobre la isla?

Que es el lugar más bonito del mundo.

¿Qué opina de Grecia la gente de Israel?

Lo mejor. Les encanta. Puedes escuchar canciones griegas en hogares y bares, es la música perfecta para el entretenimiento. ¿Sabes cómo le llaman a Zacinto? La isla de los rectos. En las clases de historia de escuela primaria se les enseña a los chicos que los cristianos salvaron a 275 almas judías.

¿Cuáles son tus recuerdos más vívidos de tu vida en Zacinto?

Recuerdo la risa de una niña cristiana que vivía en nuestro barrio y fue mi primer amor. Creo que su nombre era María. Ya soy un hombre mayor y no creo que mi esposa se ponga celosa al oírlo. Aún recuerdo el sabor del aderezo de ajo que hacía mi mamá y el olor del césped alto en el baldío adyacente a nuestra casa. En primavera el césped crecía tan alto que podía esconderme en él. Quería mirar al cielo sin ser visto.

¿Te alegra saber que el mundo escuchará tu historia?

Mucho. Necesitamos decirles lo que ocurrió a los niños de la actualidad, contarles sobre los nazis y el Holocausto, para que los horrores no vuelvan a ocurrir jamás.

* Este artículo apareció por primera vez en la entrega del 6 de julio de “K”, el suplemento dominical del periódico Kathimerini.

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