Un Villancico de Januca

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En un momento de silencio, mi identidad judía nació.

En cuarto grado me cambié de una escuela pública donde la mayoría de los alumnos eran judíos, a una escuela preparatoria de orientación cristiana.

 He hecho otras transiciones grandes desde entonces. Pero ese traslado al aula de la señora Mitchell en la Escuela de Amigos de Baltimore fue por lejos la transición más traumática de todas.

 Yo era terriblemente tímida, sincera e insegura, una combinación tóxica para la nueva chica de ocho años del barrio. Seguí fallando en los exámenes de historia griega, que era el foco del plan de estudios de cuarto grado, por lo que ese día tuve que quedarme sí o sí adentro durante el recreo para estudiar. En realidad, esto era un alivio, porque a mí también me iba mal en el campo de juegos. Un día, la hija de un juez, con un caimán (Lacoste) en su remera, vino hacia mí con un grupo de amigas burlonas y me preguntó: “¿Conseguiste tu ropa en una feria de segunda mano?”.

 La clase de música era lo peor. En los grados anteriores, mis compañeras de clases habían aprendido un complejo sistema de gestos con las manos que representaban las notas de las canciones que cantábamos, pero yo nunca había aprendido esos gestos en la escuela pública. Siempre estaba imitando a la persona a mi lado, tratando de hacer lo que todos hacían, tratando desesperadamente de encajar.

 Y luego vinieron los preparativos para el concierto anual de navidad.

Yo era la única estudiante que no conocía los villancicos de navidad.   

 Yo era la única estudiante que no conocía los villancicos de navidad. También me confundían las palabras. Durante un ensayo de una canción le pregunté a mi maestra “Discúlpeme, señora Vidor, ¿qué significa la palabra Cristo?”.

 La señora Vidor, una miembro devota del coro de su iglesia, se encendió. “¡Excelente pregunta!” La palabra “Cristo” significa “el Señor”.

 Yo sonreí. “¿Y entonces por qué cantamos 'Cristo, el Señor'? ¡Es tonto decir 'El Señor, el Señor'!”.

 La señora Vidor me miró amargamente y no respondió. Yo estaba avergonzada.

 Había sido una mala niña.

 Llamando la Atención

 Las cosas comenzaron a verse mejor cuando comencé la secundaria. Había aprendido, más o menos, a vestirme como mis compañeras, a hablar como ellas, a actuar como ellas. Había comenzado a encajar bastante. Era un sueño hecho realidad.

 Un nevado día de diciembre mientras estaba esperando por el autobús para ir al área judía de Baltimore, mi compañera Erin me preguntó: “¿Entonces, qué vas a hacer durante los villancicos navideños?”.

 “¿A qué te refieres?”.

 “Me refiero a cuando ellos canten ‘Jesús’ y eso. Nosotras somos judías, no podemos decir eso”.

 En todos esos años, nunca lo había pensado. Nunca se me había pasado por la cabeza que yo debía hacer algo diferente a lo que hacían nuestras compañeras cristianas.

 Pero yo admiraba a Erin, quien luego se convirtió en nuestra presidenta del cuerpo estudiantil y en directora de teatro independiente. La última cosa que yo quería hacer era llamar la atención. Pero sabía que ella tenía razón.

 Entonces durante el concierto de navidad de ese año, cuando llegamos al coro de “Vengan todos ustedes creyentes”, miré a la sección de contralto y seguí el ejemplo de Erin. Justo después de cantar “O vengan, adorémoslo”, Erin cerró su boca y no cantó “Cristo, el Señor”. Con el corazón acelerado hice lo mismo.

 Pero fue significativo.

 De hecho, mirando hacia atrás, me doy cuenta que ese probablemente fue el evento anual más importante de mi infancia.

Con este momento de silencio te estoy diciendo que dentro de mí, sé que ser judío es algo importante.

 Fue mi pequeña forma propia de declarar delante de mis maestras favoritas y de mis más queridas amigas: “Miren, no sé mucho sobre ser judía. Lo único que sé es que no debería cantar estas palabras. Pero con este momento de silencio te estoy diciendo que dentro de mí, sé que ser judío es algo importante. Bien adentro siento que significa que de alguna manera soy diferente…

 “Y espero que eso no signifique que soy una mala niña”.

 Mi Hija

 Soy una persona que llora mucho. Lloro cuando escucho canciones de música country, cuando leo la sección de bodas en el periódico, cuando escucho el himno israelí, cuando leo AishLatino.com.

 Pero nada me hace llorar como la obra anual de Januca de mi hija.

 Este año, por quinto Januca consecutivo, estaré mirando a una de mis hijas actuar en la obra de Januca del Jardín Infantil. Este año, mi Maayan va a estar con todas las otras de cuatro o cinco años, utilizando una corona con forma de llama, y cantando la misma canción que cantan cada año sobre alejar la oscuridad. Luego Maayan sostendrá una muñeca y un libro de rezos y cantará la misma canción que cantan todos los años sobre esconderse de los griegos en las cuevas para vivir como judíos.

 Yo voy a mirar alrededor mío a las otras madres con sus ojos secos y sus filmadoras digitales, y voy a saber que cuando esas madres eran niñas, estaban cantando esas mismas canciones en sus obras de Januca.

 Y voy a llorar porque voy a recordar que Maayan con su corona en forma de llama es la hija de esa niña que estaba parada en esas gradas cantando “O, vengan todos ustedes creyentes”.

 Voy a llorar porque mi corazón no puede contener la incredulidad mezclada con el agradecimiento que siento cuando recuerdo que esa pequeña niña, con su momento de silencio, se convirtió en la madre de niños que llenan la mesa familiar de Shabat con historias de la parashá de la semana, niños que no tienen idea de que Januca no es la única festividad que cae en diciembre y cuya canción favorita es “Jerusalem de Oro”.

 Pero más que nada, cuando veo a Maayan cantando esas canciones al máximo de sus pulmones, lloro porque me doy cuenta que estoy educando a una hija que nunca va a tener que preocuparse de que al ser una buena judía estará siendo una mala niña.

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