Colocar a Dios en la ecuación

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La janukiá nos recuerda que todavía siguen ocurriendo pequeños milagros.

Encender la janukiá nos recuerda que siguen ocurriendo milagros. Hace poco tiempo, fui testigo de la fuerza de este recordatorio.

Después de haber pasado un año de grandes cambios como estudiante en Israel, mi esposa Tzipora debía regresar a los Estados Unidos para dar clases. El día del vuelo, antes de partir de su amada Jerusalem, ella fue a despedirse de sus maestros, de sus amigas y del Muro Occidental. Al final del recorrido descubrió que había perdido su agenda personal. Allí tenía registradas muchas direcciones y teléfonos así como notas privadas. Era un bien muy preciado y no tenía ninguna copia digital de seguridad (esto ocurrió mucho antes de los teléfonos inteligentes).

Ella regresó a los diversos lugares en los que había estado. Nada. Había viajado en taxis, pero no había guardado los recibos. No tenía la menor idea de dónde podía haber olvidado su agenda y su vuelo partía en unas pocas horas.

Se sintió apesadumbrada. Cuando ya no quedaba ningún esfuerzo obvio que pudiera hacer para encontrar su agenda, regresó al departamento que compartía con sus amigas para recoger su equipaje.

Ella recuerda que dijo: “Dios, sólo me voy de Israel porque creo que eso es lo que Tú deseas. Por favor, déjame partir con una sonrisa”.

Poco después, oyó que se abría la puerta del departamento.

—Tzipora, ¿esto no es tuyo? —le preguntó una de sus compañeras de departamento mostrándole su agenda.

Mi esposa se quedó boquiabierta.

—¿Dónde la has encontrado?

—Estuve haciendo trámites. Al regresar a casa subí a un taxi y la vi. De inmediato supe que era tuya.

Cuando mi esposa me contó esta historia yo simplemente no pude procesar la coreografía sobrenatural: la persona precisa subió al taxi indicado en el momento exacto en que Tzipora todavía estaba en la casa. Todos los principios que yo conocía respecto a lo que es posible y razonable se esfumaron en vistas de esta clara intervención Divina.

Viajemos por el tiempo hacia algunos años más tarde. Yo tenía que regresar a casa desde Toronto el domingo del fin de semana de Acción de Gracias, el día en que viaja más gente en todo el año. Las colas en el aeropuerto eran interminables.

Al oír que anunciaban mi vuelo por los altoparlantes, pasé por la revisación de seguridad y subí al avión, desplomándome en mi asiento con alivio. El sol estaba bajando por el horizonte y recordé que me quedaban unos pocos momentos para decir la plegaria de la tarde. Busqué mi billetera para sacar mi sidur de bolsillo, pero no la tenía.

Me quedé congelado. Las corridas y los cálculos ansiosos previos no me permitían recordar cuándo o de qué manera me había separado de mi billetera. Tenía que estar en algún lugar en la terminal principal, en medio de miles de extraños. Al observar a las azafatas acomodando apresuradamente a los pasajeros de nuestro vuelo ya demorado, comencé a calcular la pérdida de dinero, tarjetas de crédito y documentos de identidad, y asumí derrota.

Entonces recordé la historia de mi esposa y pensé: “Si Dios pudo devolverle su agenda, Él también puede solucionar esto. No tengo que entender cómo puede hacerlo, sólo tengo que hacer lo que está a mi alcance”.

—Perdón, perdí mi billetera en la terminal. ¿Hay alguna manera de recuperarla? —le pregunté a una de las azafatas,

Ella me miró sorprendida. ¿Acaso yo estaba loco? ¿Era tonto? ¿Le hacía una broma?

—Quizás se le cayó al suelo —me dijo mientras se arrodillaba para buscarla—. ¿Cómo es su billetera?

—Doble, de cuero negro y tiene adentro una Palm Pilot—le respondí.

—¿Una Palm Pilot? —Preguntó el pasajero sentado al otro lado del pasillo—. Había un anuncio avisando que habían encontrado una.

Salimos del avión y le pedimos a un oficial de seguridad que enviara por radio mi pedido.

—Tenemos una billetera negra con una Palm Pilot —respondieron por el walkie-talkie—. ¿Cuál es su nombre?

—Henry Harris.

—La tenemos. Ahora se las llevamos —dijo la voz.

Cada vez que recuerdo esta historia cambia la forma en que veo la vida, y no sólo debido al final feliz.

Yo sé que supuestamente no debemos apoyarnos en milagros y tampoco merezco recibirlos. Pero le pido ayuda a Dios con más frecuencia, porque Él es la fuente máxima de todo. Y si bien hago todos los esfuerzos necesarios, recuerdo agregar dentro de la ecuación el factor Dios. Al correr hacia un tren que está por cerrar las puertas, al mantener una conversación tensa con un ser querido, al buscar estacionamiento, digo para mí mismo: “Dios, yo no estoy seguro cómo debo resolver esto, pero Tú lo sabes y yo no me doy por vencido”.

La janukiá nos recuerda que esta ayuda es real.

Mientras regresábamos al avión, la azafata se detuvo y me preguntó:

—Todo el tiempo se mantuvo sumamente calmo. ¿De casualidad usted es médico?

—No —le respondí—. Sólo creo en los milagros.

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