Jánuca en mi vida

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Jánuca fue encontrar mi propia vasija de aceite, encender la menorá de mi alma, purificar mi Mishkán interior.

Desde que tengo memoria, siempre supe que era judía. Pero no sabía que “no sabía”.

Rosh Hashaná, Iom Kipur y Pésaj eran algo obvio. Sobre Shavuot y Sucot, alguna vez escuché hablar. Purim, ¿una fiesta de disfraces? Pero Jánuca… Jánuca parecía ser un invento de los judíos norteamericanos para “hacer algo” cuando los vecinos no judíos celebraban su fin de año.

Es decir, de Jánuca sólo había escuchado a través de las películas de Hollywood.

No, no es cierto. Creo que tenía 11 años. Era verano y estábamos en el club. De pronto llegó una persona extraña, “el Rabino de Lubavicth”, alguien dijo. Yo estaba con mis patines y él vino justo a la pista de patinaje, trajo un enorme candelabro y comenzó sus preparativos. Me quedé observándolo. Sentí curiosidad por saber de qué se trataba, pero nos fuimos antes de que llegara a hacer algo. “Es por Jánuca”, comentaron. ¡Ah, Jánuca! Claro, el Rabino había llegado de los Estados Unidos…

Pero los caminos de Hashem son maravillosos, y así fue como llegué a Israel, comencé a escuchar clases de Torá y decidí que antes de regresar a Argentina tenía que averiguar bien de qué se trataba todo eso. Resolví quedarme dos meses estudiando en un majón para jóvenes sudamericanas. Y me mudé allí justo antes de Jánuca.

Las janukiot de lata que vendían me parecieron muy feas. Una amiga me acompañó, compramos arcilla y fabriqué mi propia y primer janukiá. Jánuca comenzó a ser milagros, la profundidad de la Torá, el misticismo del fuego, la cumbre inquebrantable de llegar a cantar Maoz Tzur leyendo el texto en hebreo…

Jánuca se convirtió en encontrar mi propia vasija de aceite, encender la menorá de mi alma, purificar mi Mishkán interior…

Jánuca era intelecto y todos los sentidos en acción. El frío de Jerusalem y el chisporrotear de las velas. El olor del aceite y la fritura saliendo de todas las casas. El sabor de latkes y sufganiot. Las voces entonando las bendiciones. Y esas pequeñas luces iluminando las ventanas de cada departamento.

Obviamente me casé justo antes de Jánuca. Durante nuestro sheva berajot encendimos la janukiá juntos por primera vez, y un año más tarde, con nuestro primer bebé. En cierto momento comencé a sacar fotos de mis hijos cada año cuando encendían la janukiá. Era un registro anual de nuestra historia. Era compartir con ellos esa felicidad del descubrimiento y de la maravilla de Hashem y de la Torá, de disfrutar y apegarnos a esa verdad con todos nuestros sentidos.

Jánuca era esperar cada día una sorpresa especial. Un día sufganiot, otro un postre lácteo con mucha crema o pintar un sevivón de madera. Era bailar todos juntos con la música de Rabí Alter. Una bolsa llena de sevivonim que cada año agregaba nuevas adquisiciones y con los que sólo podíamos jugar durante esos ocho días. Era abrigarse muy bien para poder salir una de las últimas noches de paseo “para ver las janukiot” encendidas en las puertas de los edificios y en las ventanas…

Mis hijos crecieron. Los sevivonim de mi bolsa ya no causan tanta sensación. Pero el primer día sí nos emocionamos, cuando volvemos a reencontrarnos y con cada giro nos traen otro recuerdo. Este lo trajeron los abuelos… Ese lo recibió alguien de premio en la escuela. Uno lo trajimos de Argentina y en vez de una pei tiene una shin

De todas maneras los sigo guardando, esperando el día en que pueda sacar mi bolsa para jugar con mis nietos y compartir con ellos los milagros de aquellos días en este tiempo.

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