Atardecer en Auschwitz

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Acompañé a mi abuelo, Howard Kleinberg, a Auschwitz, en donde lo escuché contar su desgarradora y milagrosa historia a un grupo de estudiantes.

El sol se está poniendo. El cielo está rosa y la temperatura es perfecta. Estoy parado 200 metros adentro de las rejas de Auschwitz junto a mi abuelo, Howard Kleinberg. Ha sido un día emocionalmente agotador y físicamente extenuante para él. Mientras caminamos hacia la salida de este doloroso lugar nos encontramos con un grupo de 25 adolescentes y 6 adultos chaperones.

El grupo es de Casablanca, Marruecos. Ellos tienen un traductor de francés con ellos. Mi abuelo les sonríe. Su sonrisa provoca su curiosidad. “¿Sobreviviente?”, pregunta el traductor. Habiéndonos encontrado con muchos grupos a lo largo del viaje, me queda claro que estos adolescentes marroquíes nunca habían conocido a un sobreviviente del Holocausto, mucho menos escuchado a uno hablar. Howard enseña su credencial, su brazo tatuado, evidencia de su estadía en este lugar. El grupo está intrigado y se acerca.

En unos cuantos momentos ellos se fascinan con una historia que yo he escuchado muchas veces antes. Su guardia de seguridad mira ansiosamente su reloj e indica que se acabó el tiempo. Ellos deben irse rápidamente. Sin embargo, me queda claro que este grupo no se va a ninguna parte por ahora.

El traductor hace su mejor esfuerzo por mantener la compostura y mientras tanto, el sol sigue poniéndose.

La mayoría de los miles de visitantes a Auschwitz ya han regresado caminando a sus autobuses. Sin embargo, aquí está Howard Kleinberg, un hombre que sobrevivió lo peor que la vida podía mandarle, un testigo de lo inimaginable y él se está “quedando hasta tarde” por así decir, en un lugar del cual lo único que quería era escapar. No puedo dejar de notar la ironía.

Su testimonio comienza con una descripción de los vagones de ganado que lo transportaron a él y a miles de otros vía ferrocarril al infame destino. Él describe la claustrofobia, la pestilencia, el miedo, los sonidos y la bizarra escena con la que se encontraron cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron. Era septiembre de 1943.

El relata la horrorosa experiencia de entrar a las “duchas” sabiendo que este era el final de la línea. Y luego la euforia de sentir agua caer y no gas.

Él quiere que ellos entiendan el trabajo esclavizante y las condiciones insoportables que experimentaron. Él describe como utilizó una bolsa de cemento vacía como una chaqueta improvisada para no congelarse. Su menú diario era una rebanada de pan enmohecido y una taza de sopa aguada con prácticamente nada de nutrientes. Él seguramente habría muerto en este campo, pero los Nazis necesitaban trabajadores esclavos en otra parte, así que fue transportado a otro campo en Austria llamado Mauthausen.

Cada noche en Mauthausen después de un extenuante día de trabajo, él y sus compañeros reclusos eran obligados a desnudarse y correr a través de la nieve hacia duchas frías. Esto duró 30 días hasta que su grupo fue transportado nuevamente en trenes a su destino final: Bergen Belsen.

Cuando mi abuelo llega a la parte final de su historia el traductor respira profundo. Él le cuenta al grupo sobre un lugar sin comida, sin higiene, sin trabajo y sin esperanza. Era literalmente un campo de muerte.

El 15 de abril de 1945, el ejército británico liberó Bergen Belsen. Pero en ese momento, mi abuelo ya era una fuerza gastada. Sin tener ni fuerza física ni emocional para seguir luchando, él se acostó para morir junto a una pila de cadáveres.

Él esperaba que la muerte llegara pronto, pero luego algo extraño ocurrió. “Había voces femeninas alrededor mío”, cuenta él. Una niña le pidió a dos mujeres mayores que lo salvaran. Las otras eran un tanto escépticas. Si no estaba muerto en ese momento probablemente lo estaría pronto. Pero la niña fue persistente. Finalmente convenció a las otras y lo cargaron hasta una habitación recientemente abandonada por los oficiales alemanes en donde mujeres intentaron cuidarlo para que recuperara la salud.

Pero Howard estaba gravemente enfermo y sabía que necesitaba un doctor. El problema es que no había doctores porque la guerra aún no se había acabado. Él le contó al grupo que un día se despertó y no vio a nadie en la habitación. Decidió gatear hasta la calle. Afortunadamente, un vehículo militar lo vio y lo transportó hasta un hospital en donde recibió tratamiento médico. Se quedó allí por seis meses. Para el momento en que fue dado de alta, las tres mujeres ya se habían ido hace mucho.

Varios meses después, Howard recibió documentos para ir a Canadá. Él se reunió en Toronto con cuatro hermanos que habían inmigrado antes de la guerra. Encontró trabajo, aprendió a hablar inglés y comenzó a reconstruir su vida.

Unos cuantos meses después se enteró que la niña que había salvado su vida, Nancy, también había llegado a Toronto. Ansioso por agradecerle en persona, compró un ramo de flores y fue a visitarla. Los dos se llevaron bien y comenzaron a salir. Tres años después, en marzo de 1950, se casaron. Les enseñó las fotografías. Sesenta y seis años después y los dos aún están vivos y llenos de energía.

Los adolescentes y los chaperones están en completo asombro. Nunca habían conocido a un sobreviviente y ahora acababan de escuchar a uno compartir uno de los testimonios más extraordinarios que probablemente escucharán. Ellos comienzan a vitorear, bailar y cantar Am Israel Jai mientras Howard muestra su característica sonrisa. Por nueve décadas esa irreprimible sonrisa ha radiado esperanza, fe, optimismo y amor.

El sol se ha puesto sobre Auschwitz, pero no para el pueblo judío y ciertamente no para mi Zeide, Howard Kleinberg.

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