Nunca olvidar

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Esa gente común que ama a sus hijos y reza a sus dioses, y cuando llega el mal, no se hace preguntas.

El 27 de enero se conmemoró el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto.

Otro veintisiete de enero desde aquel de 1945 en que las tropas soviéticas liberaron Auschwitz, donde habían sido asesinadas cerca de dos millones de personas. Hasta el último día funcionó la máquina de exterminio, eficiente en su objetivo de hacer desaparecer toda presencia judía. Y casi lo consiguieron, porque dos tercios de la secular vida judía en Europa, se convirtieron en humo. Fue una máquina ideada por unos cuántos ideólogos, pero que gozó de miles de acólitos, dispuestos a hacer su trabajo de muerte con eficacia.

Lo recordó Primo Levi en su desgarrador “Si esto es un hombre”, que los monstruos existen, pero son pocos para ser realmente peligrosos, y que son mucho más peligrosos los hombres comunes, los funcionarios prestos a creer y a actuar sin hacerse ninguna pregunta. ¿Cómo era la respuesta del por qué existen más creyentes que pensadores?, pues eso, porque es más fácil creer que pensar…

Y creyeron, creyeron que era parte de su trabajo, de su condición alemana, de su naturaleza humana enviar a millones de personas a las cámaras de gas, familias enteras, sus niñitos, sus abuelos, los padres, los hermanos, zas, todos desnudos, abrazaditos, embutidos en unas salas donde la ducha era el gas de la muerte.

Y los veían, veían sus cuerpos esqueléticos, sus miradas perdidas, su vida destruida, esos niños que nunca se harían mayores, esos libros que no escribirían, esos médicos que ya no curarían, esos músicos que no embellecerían el sonido del mundo. Zas, en unos segundos de gas, millones de ilusiones convertidas en cuerpos rotos, en ojos sin mirada…

Cuántos, cuántos de todos ellos, de esos hombres comunes, veían los trenes repletos de seres humanos, las casas de los vecinos saqueadas, sus amigos judíos perseguidos como ratas, el humo que salía de los campos…

¿Cuántos? Y cuántos eran esos funcionarios formados en la educación alemana que hacían bien su trabajo, vigilaban las filas, ponían los nombres en las fichitas oficiales, les sacaban sus pertenencias, miraban los dientes de los niños, estudiaban sus enfermedades y las agravaban para ver los resultados, hacían el recuento diario…

Cuántos de esos seres humanos normales, que nunca habrían imaginado grandes ideas, ni se habrían implicado en grandes gestas épicas, ni conocían otra grandeza que la propia de su vida cotidiana, cuántos se embarcaron eficazmente en la industria de la muerte, solo porque seguían, porque no se hacían preguntas, porque hacían su trabajo…

Si esa gente común buena, que ama a sus hijos, saluda a sus vecinos y reza a sus dioses, y cuando pasa el tren de la muerte, no se inmutaba…

Es por eso que el veintisiete de enero, día internacional de las víctimas del holocausto, hablamos de ellos, esos millones de vidas segadas, ese horror industrializado y masivo.

Hablamos de ellos y de nosotros, la gente normal que, cuando llega el mal, sigue la corriente y no se hace preguntas…

Fuente: La Vanguardia

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