Olvidando el Holocausto

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Eventualmente, todo es olvidado. Hasta el peor crimen de la historia.

Mucho antes de que el Holocausto terminara, ya había un gran afán para evitar su olvido. Ocultos y huyendo, entre las sombras de las cámaras de gas y el humo de los crematorios, los judíos buscaron frenéticamente formas para dar testimonio de las atrocidades de los nazis. Rodeados por el horror, anticipando sus propias muertes, apelaron al futuro: Recuerda.

En su discurso por el Premio Nobel en 1986, Elie Wiesel recordó al eminente historiador Simon Dubnov, quien les imploró una y otra vez a sus compañeros en el gueto de Riga: “Yiden, shreibt un farshreibt”, ‘judíos, escriban todo’.

Muchos sintieron una abrumadora necesidad de preservar la verdad. “Innumerables víctimas se convirtieron en cronistas e historiadores en los guetos, hasta en los campos de muerte”, dijo Wiesel. “[Ellos] dejaron tras de sí documentos extraordinarios. Atestiguar se volvió una obsesión. Nos dejaron poemas y cartas, diarios y fragmentos de novelas, algunos conocidos en todo el mundo, otros aún sin publicar”. Y cuando la guerra terminó y el increíble alcance de la Solución Final salió a la luz: que los alemanes y sus colaboradores habían aniquilado a 6 millones de judíos de todo rincón de Europa, eliminando a más de un tercio de la población judía mundial, la obligación moral de recordar se volvió aún más intensa.

El judaísmo siempre le ha otorgado una gran importancia al recuerdo. En muchos pasajes, la Biblia hebrea lo plantea incluso como una explícita obligación religiosa. No sorprende que hace ya bastante tiempo el parlamento de Israel haya agregado al calendario judío Iom HaShoá o el ‘Día del recuerdo del Holocausto’ cada primavera. Para muchos sobrevivientes del Holocausto y sus hijos, “nunca olvidar” se convirtió, entendiblemente, en casi un undécimo mandamiento.

Pero el compromiso con el recuerdo va mucho más allá de aquellos que sufrieron directamente con la campaña industrial asesina de los nazis. En las últimas décadas, la conmemoración del Holocausto, particularmente en Occidente, se tornó un fenómeno cultural popular. Se han dedicado al tema incontables libros, clases y documentales. El entorno académico está repleto de programas de estudio del Holocausto. Tanto en la pantalla grande como en la chica, las películas y las miniseries con temática del Holocausto han sido un éxito tras otro. Los recursos en internet para aprender sobre el Holocausto son casi inagotables. Y los museos y lugares conmemorativos del Holocausto se han erigido tanto en ciudades grandes como pequeñas, en todos los continentes salvo la Antártida.

¿Pueden los sobrevivientes estar tranquilos de que lo que les ocurrió no será olvidado?

El exterminio nazi de la judería europea, un grado de maldad tan desconocido para el mundo que para describirlo fue necesaria la invención de la palabra ‘genocidio’, está entre los crímenes más profundamente investigados, documentados y conmemorados del siglo XX. Heinrich Himmler, el poderoso líder nazi que en 1943 describió la matanza al por mayor de judíos —en marcha en ese entonces— como “una gloriosa página en nuestra historia… que no debe ser escrita”, estaba equivocado. La historia fue escrita. Su recuerdo está sustentado por un océano de erudición, testimonios, literatura y educación. Los últimos sobrevivientes del Holocausto están ahora, en su mayoría, en sus ochentas o noventas; en pocos años no quedará nadie para hablar, en base a experiencia personal, sobre lo que implicó estar engullido en el singular horror de la Shoá.

Pero los sobrevivientes tienen esta tranquilidad: lo que les ocurrió no será olvidado.

¿O sí?

Hecho para olvidar

Los eventos del Holocausto me han perseguido desde que tengo consciencia. Mi padre, nacido en una pequeña aldea de la frontera checo-húngara en 1925, es un sobreviviente de la destrucción de Hitler. Con sus padres y cuatro de sus hermanos y hermanas, fue capturado por los nazis en la primavera de 1944, puesto en prisión en un abarrotado gueto y, luego, después de seis semanas, agrupado en un vagón de ganado para ser transportado a Auschwitz. De los siete miembros de su familia inmediata que entraron al campo de muerte, seis fueron asesinados; sólo mi padre escapó de la muerte.

Para mí, el Holocausto ha sido siempre intensamente personal. Puede que haya terminado una década y media antes de mi nacimiento, pero siempre entendí que la intención final era que yo también fuera eliminado. En un discurso público en 1939, Hitler juró que lograría “la aniquilación (vernijtung) de la raza judía en Europa”. La esencia de la Solución Final es que debía ser ‘final’. Ningún judío debía sobrevivir. Sobre todo, ningún niño judío a través del cual pudieran tener continuación los 3.000 años de existencia judía. Fue para ese fin que los alemanes construyeron una operación continental tan grande y destinaron recursos financieros tan inmensos: para rastrear y matar hasta el último judío de Europa.

Nunca antes una potencia mundial, desquiciada por el antisemitismo, había convertido a la erradicación de todo un pueblo en su objetivo central, ni llegado a tales extremos para lograrlo. Eso es lo que hace que el Holocausto sea tan grotesco y espantosamente único. La violencia sin paralelos del antisemitismo, un odio más ancestral y diferente a todo odio en la historia humana, es la base del Holocausto; eso, y el rol de los judíos como el ‘canario en la mina’ de la civilización. Cuando una sociedad se llena de humo moralmente tóxico, los judíos se vuelven el objetivo de burla y terror. Pero eso rara vez termina con ellos. Hitler se propuso incinerar a los judíos, pero al final, toda Europa estuvo en llamas.

La historia está llena de terribles ilustraciones de la capacidad humana para crueldad, odio y violencia. En toda época ha habido crueles tiranos deseando torturar y matar a otros en una búsqueda de poder y riqueza. El hecho de que la intolerancia y el racismo sin control pueden llevar a crímenes barbáricos, es una lección fundamental. Pero si ese es todo el “nunca olvidar”, entonces el recuerdo del Holocausto debe ser juzgado como un fracaso.

Siempre fue inevitable que la magnitud del Holocausto disminuyera en la conciencia pública. La mente humana está hecha para olvidar; ni los individuos ni las sociedades pueden evitar que los recuerdos agonizantes disminuyan su intensidad con el tiempo. En su nuevo libro, In praise of forgetting, David Rieff reflexiona sobre la guerra del Rey Felipe, un mortífero conflicto entre los colonizadores ingleses y los indios en la Nueva Inglaterra del siglo XVII. En un cálculo per cápita, fue la guerra más sangrienta en la historia de Estados Unidos; quienes sobrevivieron la carnicería seguramente deben haber estado determinados a que su sufrimiento no fuera olvidado jamás.

“Y de todos modos”, escribe Rieff, “excluyendo a los historiadores profesionales, la guerra del Rey Felipe es algo de lo que casi nunca se habla… La importancia histórica de un evento en su propio momento y en las décadas que lo siguen no garantiza que sea recordado en el siglo siguiente, ni hablar muchos siglos después”.

Tarde o temprano —más temprano, temo, que tarde— el mismo destino le acaecerá al Holocausto.

Al igual que otras terribles erupciones de salvajismo y asesinato, el Holocausto pasará a ser, por así decir, historia ordinaria. Para ahora ya hay abundante evidencia de que lo que les ocurrió a los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial está desapareciendo del conocimiento popular. En 2013, una encuesta de más de 53.000 participantes en 101 países, descubrió que sólo el 54% de los adultos del mundo han oído sobre el Holocausto, mientras que un tercio de ellos cree que es un mito o que ha sido sumamente exagerado.

Por más desmoralizadores que sean esos números, están destinados a crecer aún más. Con la desaparición de la generación de los sobrevivientes del Holocausto, con los negadores del Holocausto esparciendo su veneno y, con la indiferencia a la historia generando su inevitable costo, el recuerdo del genocidio nazi a los judíos se disipará.

La terminología y las imágenes del Holocausto serán trivializadas cada vez más.

La terminología y las imágenes del Holocausto serán trivializadas cada vez más. De hecho, las palabras y las fotos han sido, durante años, sorprendentemente mal utilizadas. En su campaña “El Holocausto en tu plato”, el grupo PETA, defensor de los derechos de los animales, comparó explícitamente los millones de víctimas humanas de Hitler a pollos siendo descuartizados para la ingesta. En Taiwán, imágenes gigantes de Hitler, con su brazo en alto en saludo nazi, fueron utilizadas para publicitar calentadores ambientales. En una transmisión de televisión, el predicador evangélico Pat Robertson insistió en que “lo que la Alemania nazi le hizo a los judíos, los Estados Unidos liberales le están haciendo a los cristianos evangélicos… no es diferente, es lo mismo”.

Durante unas cuantas décadas después de la Segunda Guerra Mundial, la tremenda monstruosidad del Holocausto hizo que su uso para hacer bromas fuera impensable. Pero eso, también, ha quedado en el pasado, junto al breve tabú posguerra que prohibió el antisemitismo abierto en la sociedad amable. Ahora, las bromas sobre el Holocausto proliferan. “De mal gusto y con mala intención, algunas de estas bromas se convirtieron en el repertorio de los comediantes populares de stand-up”, escribe Alvin Rosenfeld, un erudito de la Universidad de Indiana. “Al ridiculizar y burlarse del sufrimiento judío, los humoristas como Dieudonne de Francia, Otto Jespersen de Noruega, Tommy Tiernan de Irlanda y sus contrapartes de otros países, buscan reírse a carcajadas de las víctimas judías de Hitler, ridiculizándolas”.

La conciencia del mundo se conmovió, después del hecho, por el alcance y la ferocidad del Holocausto. Frente a un mal tan monumental, “nunca olvidar” y “nunca más” pueden haber sido una respuesta decente. “Después de la guerra”, dijo Elie Wiesel, “nos tranquilizamos con la idea de que sería suficiente con relatar una sola noche en Treblinka… para sacudir a la humanidad de su indiferencia y evitar que el torturador vuelva a torturar”.

El recuerdo del Holocausto no ha inoculado a los seres humanos para no tratar a otros seres humanos con brutalidad.

Pero no lo fue. Los relatos de Treblinka no evitaron las matanzas en masa de Camboya, Bosnia ni Ruanda. El recuerdo del Holocausto no inoculó a los seres humanos para no tratar a otros seres humanos con brutalidad. Los museos, las películas y los cursos universitarios sobre la Shoá no hicieron que el genocidio sea impensable, ni siquiera otro genocidio judío, como los regímenes de Irán y Gaza dejan frecuentemente en claro.

El recuerdo del Holocausto no evitó el comienzo del olvido del Holocausto.

Para los sobrevivientes como mi padre, y para los hijos e hijas que criaron, es una obviedad que “nunca olvidar” continúa siendo un imperativo moral inextirpable. Siempre consideré al Holocausto como algo personal, y siempre lo haré. Pero sé que el mundo no lo hará. Eventualmente todo es olvidado. Incluso el peor crimen de la historia.

Jeff Jacoby es columnista para The Boston Globe.

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