Perdonando lo imposible

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Durante el Holocausto, mi abuela renunció a todo por su mejor amiga, sólo para ser retribuida con abandono.

Tren de Auschwitz a Bergen-Belsen, 1945:

Maniusia Adler estaba sola, tanto como un ser humano puede estar. Su madre y su hermano habían muerto en el gueto de Lodz. Sus tres hermanos menores habían sido enviados a cámaras de gas apenas arribaron a Auschwitz. Su padre había desaparecido y ella ignoraba si volvería a verlo. Sus abuelos, tías, tíos, primos, todos desaparecidos.

Tenía 16 años.

Apoyó su afiebrada cabeza contra los tablones de madera del tren. Sufría de un carbunco; un doctor judío en Auschwitz ya le había dicho que, sin tratamiento médico, moriría pronto.

—Entonces así es como voy a conocer a mi Creador —pensó. Sintió poco arrepentimiento. No quedaba nadie por quien vivir.

Hasta que…

—¿Cómo te llamas? —preguntó una niña en el tren.

—Soy Maniusia Adler de Pabianice. Soy la única que queda de mi familia.

—Soy Cipa Relkowitz y creo estar tan sola como tú.

Las dos jóvenes sonrieron entre sí. Se dieron cuenta de que, finalmente, habían encontrado a alguien en lugar de los padres, las madres, los hermanos y las hermanas que habían perdido.

En las entrañas de Bergen-Belsen, Maniusia y Cipa se volvieron hermanas del alma.

Después de llegar a Bergen-Belsen, Maniusia logró milagrosamente sobrevivir a su enfermedad. Allí, viviendo lo peor de la humanidad en Bergen-Belsen, Maniusia y Cipa se volvieron hermanas. Compartían todo lo que tenían, hasta el apreciado cepillo de dientes que Maniusia había conseguido contrabandear a Bergen-Belsen.

El permiso de trabajo de mi abuela para el gueto de Lodz.

Desde Bergen-Belsen, Maniusia y Cipa fueron transferidas a Magdeburg, un campo de trabajos. Allí, Frauline Gertz, una gentil recta, reclutó a Maniusia para trabajar en una cocina que administraba. En la cocina, Frauline alimentaba clandestinamente a las jóvenes que contrataba. Como Maniusia seguía teniendo derecho a su ración de pan en el campo, le daba sus porciones a su “hermana” Cipa, permitiéndole sobrevivir.

Poco antes del final de la guerra, Frauline Gertz escuchó el rumor de que sus trabajadoras serían asesinadas al volver al campo esa noche.

—No deben volver a Madgeburg —dijo Frauline Gertz—. Yo las ocultaré. A ustedes, a sus madres y a sus hermanas.

Maniusia no tenía ni madre ni hermana. Pero tenía a Cipa.

—¡Pero mi amiga del alma! —lloró Maniusia.

—Lo siento —dijo Frauline Gertz—. Tengo que trazar la línea en algún lugar. No puedo salvar a tu amiga.

Maniusia no podía abandonar a Cipa. Volvió al campo esa noche para ser asesinada con ella.

Por fortuna, Madgeburg no fue exterminado. En cambio, Maniusia y Cipa fueron forzadas a caminar en una Marcha de la Muerte durante días, para finalmente ser encerradas en un depósito, desde donde sus captores desaparecieron. El 8 de mayo de 1945, Maniusia y Cipa fueron liberadas juntas.

Volvieron a Polonia para ver si había algún miembro sobreviviente de sus familias, pero no encontraron a nadie que hablara por ellas. Polonia aún era un lugar peligroso para los judíos y dos mujeres, solas en el mundo, eran blancos fáciles. Todos los días iban a la municipalidad, donde revisaban listas de nombres con la esperanza de encontrar a algún pariente sobreviviente.

Un día, una mujer llamada Paula, su vecina antes de la guerra, se acercó a Maniusia.

—Maniusia —dijo—. Ya no estás sola. Te llevaré a casa conmigo.

Le ofreció a Maniusia una cama, comida caliente y palabras cálidas. Pero Maniusia no podía ir.

—Por favor —dijo—. Mi amiga Cipa, ella es la mano derecha y yo la izquierda. ¿No puedes llevarla a ella también?

—Lo lamento mucho —dijo Paula—. Apenas tengo una cama más, apenas tengo comida para una boca más. Alimentarte ya será un dolor de cabeza para mí. ¿Las dos? Imposible.

Maniusia le agradeció a Paula.

—No puedo ir sin mi amiga —dijo—. No soy nadie y ella no es nadie, pero, juntas, somos un pedacito de alguien.

Paula se fue, dejando a las dos niñas, de nuevo, solas.

Un día, Cipa y Maniusia estaban haciendo lo que siempre hacían: buscando alguien a quien amar, que las amara, cuando escucharon una voz llamando a Cipa. Ella se dio vuelta.

—¡Feter Shloime! —dijo llorando.

El tío de Cipa había vuelto y los dos estaban felices.

—Pensé que no tenía a nadie más —dijo su tío—. Tienes que venir y vivir conmigo.

Ella se había puesto en la línea de fuego dos veces por Cipa, pero Cipa no estaba dispuesta a hacerlo por ella.

Cipa miró a Maniusia y ya pudo ver la culpa en los ojos de su amiga. Eran tiempos difíciles. El tío no podía aceptar otra carga.

—Esta es mi oportunidad —dijo Cipa—. Me voy con él.

Cipa se fue con su tío, dejando a Maniusia nuevamente sola en el mundo.

Esa noche, Maniusia durmió muy mal. Le resultó difícil creer que se había puesto dos veces en la línea de fuego por Cipa, pero que Cipa no estaba dispuesta a hacer lo mismo por ella.

Maniusia consiguió sobrevivir sin su querida Cipa. Un tiempo después fue encontrada por unos tíos sobrevivientes viviendo en Paris. Le consiguieron una visa para Santo Domingo, que le permitió viajar a Paris para unírseles. Poco después, Maniusia se casó con el hijo de ellos, su primo hermano, Ari Adler. Maniusia y Ari hicieron aliá a Israel y, eventualmente, emigraron a Estados Unidos, donde criaron una hermosa familia. En la actualidad, Maniusia es la orgullosa madre, abuela y bisabuela de muchos descendientes judíos.

Mi abuela en la actualidad.

Hace poco estaba entrevistando a mi abuela Maniusia (ahora Miriam Adler) para un libro que estoy escribiendo sobre su vida. Cuando me contó la escalofriante historia de ella y Cipa, yo quedé boquiabierta.

—¡Qué terrible! —dije—. ¿Volviste a verla después de eso?

Mi savta sonrió.

—¿No sabes quién es Cipa en realidad?

Yo meneé mi cabeza. Ella reveló la identidad verdadera de Cipa Relkowitz. Era el nombre de una querida y cercana amiga de mi abuela, ¡a quien yo conocía desde pequeña!

—Cambié su nombre para el libro —dijo—. Temí que se avergonzara si la historia salía al mundo con su nombre verdadero.

—Pero, ¿cómo pudiste seguir siendo su amiga después de que te abandonó? —le pregunté.

Mi abuela se encogió de hombros. —¿Quién era yo para juzgarla? —dijo—. Cada persona tiene su forma de lidiar con las cosas. La suya no fue necesariamente la mía. La perdoné.


¿Cuántos de nosotros detestamos perdonar ofensas mucho menos flagrantes que la que ocurrió entre Maniusia y Cipa?

¿Qué tanto esperamos ser tratados como tratamos a los demás?

¿Cuántas veces las peleas son causadas porque creemos que alguien es mucho mejor que lo que realmente es?

¿Qué hace falta para que abandonemos nuestras ideas preconcebidas sobre cómo las personas deberían comportarse?

¿Podemos aceptar la posibilidad de que cada persona viene a este mundo con su propio grupo de circunstancias especiales y que no es nuestro deber juzgar las acciones de los demás?

¿Qué tan diferente serían nuestras vidas y nuestras relaciones si pudiéramos perdonar, no desde el entendimiento, sino desde la aceptación de que cada uno tiene sus defectos, algunos más grandes que otros?

La amistad de toda la vida entre Maniusia y Cipa es un testimonio viviente del poder del puro e inmaculado perdón.

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