6 cosas que aprendí de vivir en Israel

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En el corazón del pueblo judío, nada es mundano.

En 1998, un mes después de nuestra boda, mi esposo y yo nos mudamos a Israel. Acabábamos de graduarnos de la Universidad de Pennsylvania, y la mayoría de nuestros pares habían conseguido trabajo en Manhattan o se habían inscripto en posgrados en la región. Nosotros queríamos comenzar nuestro matrimonio y construir una familia en el hogar de nuestros ancestros. Queríamos ser parte de la nación judía volviendo a su tierra desde todo el mundo. Queríamos ir más allá de nuestras zonas de confort y luchar por lograr un crecimiento espiritual.

Fuimos bendecidos con la posibilidad de vivir en Israel 14 años antes de tener que volver a los Estados Unidos, y las enseñanzas que aprendí durante esos años continúan conmigo. He aquí las seis principales.

1. Humildad. El hecho de graduarme como la mejor de mi clase en una universidad de la Ivy League, con logros atléticos similares, no me convirtió en una persona humilde. Tampoco ayudó crecer siendo la hija de un juez de la Corte Suprema, lo que aseguró que jamás tuviera que esperar en una cola, ni en el Departamento de Tránsito ni en los consultorios médicos. La primera vez que esperé en la cola durante dos horas en una oficina gubernamental en Israel, fue para que me dijeran que estaba en la cola equivocada. Estaba furiosa. La segunda vez, impaciente. Para la tercera, estaba comenzando a ver a las otras cien personas que me rodeaban y a reconocer que yo era una parte pequeña de un mundo enorme que no tenía que girar a mi alrededor.

2. Conexión. Mudarme de un país en donde hablaba la lengua natal, a uno en donde tenía que usar mi mediocre hebreo con un fuerte acento anglosajón, me enseñó una lección crucial en comunicación. Dado que Israel tiene inmigrantes de todo el mundo, a menudo necesité encontrar una manera de hablar sin palabras. Por más difícil que haya sido, también fue esclarecedor. Porque la bondad es más grande que los logros. Las sonrisas son más brillantes que las digresiones amables. Y aprender a ver el mundo a través del lenguaje y la cultura de otra persona me conectó a personas que jamás hubiese encontrado si hubiera estado limitada por mis propias palabras.

3. Unidad. Siempre sentí división entre las diferentes corrientes del judaísmo, pero en Israel sentí que, en lo más profundo, somos un pueblo. Lo sentí en donde estuviera. En los autobuses, cuando se caía el chupón de mi bebé. Cuando se rompió nuestro auto. En el aeropuerto. Durante caminatas. En el Muro Occidental. Los judíos, religiosos y seculares, se ayudan y se cuidan mutuamente y, al final de cuentas, comparten un mismo corazón.

4. Simplicidad. Todo en Israel era más pequeño y simple que lo que habíamos conocido en los Estados Unidos. No había Costco ni un garaje para dos autos. No había un cerco blanco decorado ni alfombras acolchadas. Pero vivir una vida más simple me enseñó la diferencia entre lo que quería y lo que necesitaba. Me mostró que no sólo podía arreglármelas con menos, sino que era igualmente feliz, sino más, estando desconectada del materialismo.

6. Fe. En Israel, los resultados no siguen ninguna lógica. Planes que en los Estados Unidos hubiésemos tenido que hacer con meses de anticipación, en Israel se hacían en unos pocos días. Aprendí que la expresión “ihié beséder, al tidag - estará bien, no te preocupes” contiene una profundidad de confianza que, antes, me era inimaginable. Fe en Dios. Confianza en que mañana será mejor y que lo desconocido saldrá bien. Creer que nuestras vidas están en Manos muy capaces a cada segundo del día.

6. Sentido. Nuestro hogar no era sólo un lugar físico, sino una piedra fundamental del pueblo judío. Nuestros hijos no eran sólo niños, sino los portadores de la antorcha de la Torá para la generación siguiente. Nuestra mesa de Shabat era un regalo para dar y recibir. Nuestros talentos eran herramientas para materializar nuestros potenciales e iluminar al mundo. Nada era mundano. Ni la calle que transitábamos, ni las compras que llevábamos a casa.

Llevo estas enseñanzas conmigo todos los días. Vivimos en los Estados Unidos, pero mi corazón está en Jerusalem. Mis hijos aún son portadores de la antorcha de la Torá. Mi hogar sigue siendo una piedra fundamental de nuestra nación. E Israel sigue siendo el único lugar adonde me dirijo para crecer más allá de mis propias fronteras.

Especialmente ahora, con las crecientes amenazas internacionales, Israel necesita de cada uno de nosotros, adonde sea que estemos. Israel necesita nuestras plegarias, nuestras visitas y nuestra gratitud, por las miríadas de lecciones que nos enseña y por el hogar, en el interior de cada uno de nosotros y en el mundo, que nos da en cada día.

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