En la escena de un ataque terrorista

4 min de lectura

Mientras más duro golpee el enemigo, más fuertes nos volveremos.

Treinta días han pasado desde la muerte de Malaji Rosenfeld, el joven israelí de 25 años de edad, asesinado en un brutal tiroteo cuando regresaba a casa después de un partido de baloncesto.

No importa cuánto lo intente, no puedo borrar la horrible escena de mi mente.

Todo comenzó cuando me dieron la noche libre en mi servicio como reservista de las FDI en la base del desierto del Negev. Conduje por dos horas y media hasta mi casa. Doblé en la intersección justo antes de llegar a casa, pensando en la cantidad de veces que hemos pedido que se implemente una mejor seguridad allí. Luego conduje por la colina y finalmente llegué. Mis hijos estaban muy contentos de verme y saltaron sobre mí con alegría. Después de que los acosté y les di un beso de buenas noches, me metí en la ducha (habían pasado días sin poder darme ese “lujo”) cuando de pronto mi teléfono sonó.

El sonido no se detenía. Salí rápidamente y oí: “Disparos en la intersección” —por la cual yo acababa de transitar—. Me puse mi apestoso uniforme sucio de nuevo y mis botas militares sin atarlas, y le grité a mi esposa que me trajera mi chaleco antibalas ¡rápido!

Por un momento, yo estaba en shock. Yo estaba esperando que mi esposa me pidiera que no fuera, pero ella sabía lo que había que hacer. En el pasado nos hemos preparado muchas veces para situaciones como ésta. Me puse mi chaleco antibalas y agarré mi M16. Mientras yo estaba corriendo por la puerta, grité: “¡Cierra la puerta con llave, mantén una pistola debajo de la almohada, y todo va a estar bien!". Así es la vida en Israel.

En la escena

Manejé velozmente y en menos de dos minutos estaba en la intersección. Un coche en el lado de la carretera tenía múltiples impactos de bala. Un hombre con uniforme de baloncesto estaba tirado en el suelo y una persona le sostenía la cabeza, tratando de ayudarlo a respirar. Otra persona apretaba un cinturón en la parte superior de su muslo para detener el sangramiento.

Noté que había una camiseta rota en el suelo llena de sangre. La recogí y apliqué presión a las heridas. Su pecho se movía hacia arriba y luego abajo, así que sabía que estaba respirando. Más y más coches venían y paraban a un costado del camino para tratar de ayudar. Llegaron soldados y se pararon a un lado de la carretera tratando de escanear los campos oscuros. Tal vez los terroristas aún estaban por ahí escondidos entre los arbustos.

Otra víctima que trató de huir y se desplomó, yacía a cuatro metros de distancia de la carretera.

Un médico se acercó y puso una gruesa cinta de goma en su pierna para detener la sangre. Luego una ambulancia apareció. El médico dijo: “Métanlo rápido en la ambulancia”. Otro médico dijo: “No, vamos a detener el sangramiento primero”. El primer médico gritó más fuerte: “¡No me importa eso! ¡Deja de hacer lo que sea que estés haciendo! ¡¡¡Métanlo en la ambulancia ya!!!”.

Pusimos a la víctima en la camilla. Miré hacia la carretera —ahora llena con docenas de coches que vinieron— y no había manera de que la ambulancia pudiera salir. Corrí rápido por el camino, golpeando los coches y gritando: “¡Muévanse a un lado para que la ambulancia pueda salir! ¡Ahora!”. Momentos después la ambulancia salió rápidamente.

Caminé de regreso a la escena y vi otras tres víctimas. Reconocí a un niño herido de un equipo de baloncesto vecino con el cual habíamos jugado un partido hace dos semanas. Estaba tirado en los arbustos a unos cuatro metros de distancia de la carretera. Había tratado de huir de los disparos y luego se desplomó.

Cabecilla en Jordania

Dado que había bastante gente cuidando de las víctimas, decidí documentar el incidente tomando fotografías. Es importante que el mundo vea cómo el terror se desarrolla en mi patio trasero. Con mucho cuidado saqué mi teléfono y sutilmente tomé algunas fotografías, asegurándome de que no aparecieran los rostros de los heridos. Incluso me aseguré de no fotografiar ningún número en la parte posterior de los uniformes de baloncesto; yo no quería una madre se enterara a través de los medios. Y si bien me sentía mal sacando fotos mientras las víctimas yacían sangrando en el suelo, me pareció que alguien tenía que hacerlo.

Después de que todos los heridos fueron trasladados a diferentes hospitales, volví a mi carro y me quité mi pesado chaleco antibalas que ahora estaba lleno de sudor. Vi al comandante de la unidad de seguridad. Él me pidió que me sentara junto a la radio militar y que le ayudara con todas las llamadas entrantes que continuaban sin parar.

Al día siguiente, enterramos al joven y vivaz Malaji Rosenfeld, nuestro querido amigo y vecino. Esta es la segunda vez que la familia Rosenfeld ha sido azotada con la tragedia: el hermano mayor de Malaji, Itzjak (Menajem), un piloto de la Fuerza Aérea de Israel, murió en el año 2002. “Malaji asumió el rol de hermano mayor después de la muerte de su hermano. Les dio mucho amor a los niños más pequeños de la familia”, dijeron sus padres.

Podría haber sido yo quien yaciera en un charco de sangre en medio de la carretera.

En los días siguientes, arrestaron a los integrantes de la célula terrorista de Hamás que cometió este crimen atroz. Sin embargo, el cabecilla del grupo, Ahmad Najar, no fue detenido. Después de su liberación —como parte del acuerdo de Gilat Shalit—, Najar se trasladó a Jordania, donde ha estado organizando y financiando ataques terroristas contra israelíes desde entonces.

En la noche del asesinato de Malaji, como a eso de las 4 de la mañana, cuando los caminos finalmente se despejaron y el teléfono de la unidad de seguridad dejó de sonar, me dirigí a casa. Mis manos aún estaban sucias con sangre. Cuando llegué, apagué mi coche y me hundí en mi asiento. No podía imaginar ir a casa a dormir en mi cómoda cama. ¿Cómo podía hacer algo así si fácilmente podría haber sido yo quien yaciera en un charco de sangre en medio de la carretera?

Entonces me di cuenta de que la vida debe continuar. Y entendí que mientras más duro golpee el enemigo, más fuertes nos volveremos.

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