La Generación Santa

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¿Quién podría definir lo que significa ser un sobreviviente? Aprendí la respuesta del rabino Moshé Feinstein.

Probablemente no tenía más de cuatro o cinco años cuando le pregunté. A mí me parecía, en ese momento, una pregunta inocente y sencilla: "Mami, ¿cuándo recibiré mi número?".

Obviamente yo estaba molesto cuando ella se echó a llorar y salió corriendo de la cocina, pero también estaba confundido. Así era el barrio en el que yo vivía en el año 1950. Era un enclave de sobrevivientes. Todo adulto que yo conocía tenía un número. Incluso mi hermana adolescente tenía uno tatuado con tinta azul en su antebrazo.

Uno los podía ver tanto en los banquillos de la avenida principal como en los senderos del parque: si veías a un adulto con una especie de sombrero en la cabeza, invariablemente también tendría un número en el brazo. Y en el verano, cuando la comunidad se trasladaba en masa a las ciudades costeras, los números también iban.

Yo suponía que era una parte de transformarse en bar mitzvá, o tal vez la graduación de la Ieshivá local. Nadie parecía avergonzado por su número. Nunca vi a nadie tratar de ocultarlo cuando íbamos a nadar. Parecía ser una parte normal de la vida.

A modo de ejemplo, cuando nosotros le preguntábamos a nuestros padres por qué había un "Día de la Madre" y un "Día del Padre", pero no había un "Día del Niño", la respuesta automática era "¡Todos los días son el 'Día del Niño'!". En mi ciudad, en los años 50, todos los días eran Iom HaShoá, el Día de Conmemoración del Holocausto.

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Irónicamente, al mismo tiempo, ningún día era Iom HaShoá. La conmemoración, tal como existe hoy, no existía en aquel entonces. Las Ieshivot estaban conformadas casi exclusivamente por hijos de sobrevivientes; sin embargo, ninguna escuela realizaba un acto o algún tipo de reconocimiento de la Shoá.

La palabra Shoá no existía. La palabra Holocausto sí, pero nunca era mencionada. Cuando ocasionalmente nuestros padres debían hacer referencia a los hechos que los llevaron a abandonar Europa, ellos decían "la Guerra".

Yo ya estaba en edad de bar mitzvá cuando me di cuenta que mis padres habían estado casados previamente y que habían tenido hijos anteriores.

Ellos hablaban con nostalgia de la vida “antes de la Guerra”; ellos nunca hablaban de lo que ocurrió durante “la Guerra”. Hablaban con reverencia de sus padres y hermanos que habían "perdido en la Guerra"; pero nunca hablaban de sus cónyuges o hijos que murieron. Después de todo, ellos tenían nuevos esposos y nuevos niños que no necesitaban oír que eran un reemplazo.

Yo ya estaba en edad de bar mitzvá cuando me di cuenta que mis padres habían estado casados previamente y que habían tenido hijos anteriores. Años más tarde me sorprendí al descubrir que mi hermana, con quien me crié, no era la hija de mi padre.

Cuando por fin llegué a entender que no todos los adultos eran sobrevivientes, y la gente me preguntaba cómo eran los sobrevivientes realmente, nunca supe qué contestar. Por un lado estaba el Sr. Silverberg, nuestro compañero de asiento en la sinagoga, muy jovial y siempre tenía una buena palabra para cada persona. Y por otra parte estaba el Sr. Grauer, nuestro vecino, en cuyo rostro quedó grabado indeleblemente el ceño fruncido y siempre amenazaba con golpear a su esposa o a sus hijos. En retrospectiva, como psiquiatra, puedo entender a ambos, pero ¿quién definía realmente lo que significaba ser un sobreviviente? ¿Acaso alguien o algo podría definir esto?

Aprendí la respuesta del rabino Moshé Feinstein.

Este Gadol Hador, el sabio más grande de su generación, era tan famoso que fue conocido simplemente como "Rav Moshé". Lo más cerca que estuve de esta leyenda fue en la secundaria, donde Rav Moshé Tendler, mi rabino, era su yerno. Rav Tendler y todos los demás rabinos hablaban de Rav Moshé en tonos reverenciales, como los utilizados para referirse a los personajes bíblicos.

Un verano yo estaba pasando una semana con mis tíos fuera de la ciudad. El tío David y la tía Sava eran sobrevivientes del Holocausto, y habían sido respectivamente el médico y la enfermera a cargo de la enfermería del campo de concentración, mediante lo cual habían logrado salvar la vida de innumerables reclusos entre los que se contaban mi madre y mi hermana. Después de “la Guerra” ellos habían establecido una práctica médica privada en este pequeño pueblo, donde descubrí para mi sorpresa que tenían un paciente que era una celebridad: Rav Moshé.

Mi tía mencionó casualmente que Rav Moshé tenía una cita al día siguiente. Ella me preguntó si me gustaría conocerlo. ¿¡Qué si me gustaría!? Era como si me preguntaran, ¿te gustaría conocer a Dios?

No pude dormir en toda la noche. Agonizaba pensando en qué ropa debía utilizar. ¿Debería acercarme a él? ¿Qué debo decir? ¿Debo mencionar que su yerno fue mi rabino? ¿Debo hablar con él en inglés, o en mi rudimentario idish?

Yo estaba sentado en la sala de espera, con la mejor ropa que tenía, una hora antes de su cita. Pareció una eternidad, pero al final llegó, acompañado por un asistente a cada lado. Él no notó mi presencia.

Yo estaba petrificado. Tenía la intención de pararme con deferencia cuando entrara, pero no lo hice. Yo había preparado un par de frases que había memorizado en repetidas ocasiones, pero sentí que mi corazón latía demasiado rápido como para hablar con calma.

Mi tía se dirigía a él con irreverencia. Yo estaba mortificado. Luego se puso aún peor.

Mi tía había oído el timbre cuando él entró y salió de la oficina para recibirlo: “Rabino Feinstein, conoció a mi sobrino Itzik? ¿Puede creer que una shaigitz [no-observante] como yo, tenga un ieshiva bajur [estudiante de ieshivá] como él en la familia?”.

Rav Moshé finalmente me miró. Yo estaba mortificado. Mi tía se dirigía a él con irreverencia. Ella estaba bromeando con él. Ella me había llamado Itzik, no Itzjak, ni siquiera Isaac.

Luego se puso aún peor. Se acercó a él. Seguramente ella sabía que no debía darle la mano. No lo hizo. En cambio, ella lo besó cariñosamente en la mejilla así como hacía con muchos de sus pacientes favoritos. Luego le dijo que mi tío lo vería en un minuto y regresó a la oficina.

Rav Moshé y sus asistentes se dieron vuelta y me miraron - acusadoramente, yo pensé. Me quería morir. Presa del pánico, me acerqué a él y comencé a disculparme profusamente: "Rav Feinstein, me disculpo. Mi tía, ella no es frum [religiosa]. Ella no entiende...".

De inmediato puso sus dedos en mis labios para evitar que yo siguiera hablando. Luego murmuró en voz baja dos frases en idish que recordaré hasta el día de mi muerte: "Ella tiene números en sus brazos. Ella es más santa que yo".

Rav Moshé había entendido lo que yo no. La generación más santa se definía por los números en sus brazos.

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