Patines

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La Poliomielitis te hace ser diferente. Y a los diez años, ¿quién quiere ser diferente?

Yo tenía diez años, pelo rubio rojizo peinado con chapes atados con lazos que le hacían juego. Flequillo parejo sobre mi frente, y una cara sonriente con pecas que podía hacer sonreír incluso al gruñón más malhumorado. Me veía como cualquier otra niña de diez años, excepto porque debajo de mi falda se asomaban dos largos aparatos ortopédicos de metal. Estaban cubiertos con tiras de cuero color café poco atractivas unidas a zapatos ortopédicos que nunca estarán de moda.

Mientras mis amigas saltaban la cuerda en las veredas yo agarraba con devoción mis muletas de antebrazo para apoyarme y movilizarme. Éstas también me permitían mantenerme al corriente de las otras niñas en la mayor parte de las situaciones. Era sólo un asunto de resolver los detalles. Por ejemplo, en el juego del pillarse, yo no podía correr tan rápido como ellas podían, entonces me permitieron utilizar mi muleta como una extensión de mi brazo, y tocar a otras con ella. ¡Créanme, era muy práctico!

Cuando jugábamos a dar pasos gigantescos, yo me balanceaba con mis muletas y daba pasos tan grandes como lo haría cualquier gigante. Sí, era muy importante para mí ser como todas las demás. La polio te hace diferente. Y a la edad de diez años, ser diferente no es lo más "in".

A pesar de que yo era transportada a una escuela "especial" para niños minusválidos, irónicamente, allí yo era "bastante normal", ya que cada uno traía consigo su "cualidad especial". Entre las sillas de ruedas, audífonos, extremidades artificiales, bastones, muletas, aparatos ortopédicos, y caminadores, yo no era de ninguna manera diferente. Jugábamos y aprendíamos (con adaptaciones apropiadas) las mismas cosas que la mayor parte de los niños en otras escuelas. En béisbol, los niños en sillas de ruedas rodaban de base en base moviéndose ellos mismos o utilizando a alguien que los "empujara". Aquellos con muletas tenían bates "incorporados". Cada uno participaba en las actividades según su capacidad.

Yo era distinta, pero las diferencias no me alejaron de mis amigas – hasta aquel desafortunado verano.

Sin embargo, la normalidad de asistir a una escuela especial terminaba cuando yo regresaba a mi casa, cuando me reunía con mis amigas del vecindario, ahí yo me convertía en "especial". Mis vigorosas amigas eran muy significativas para mí, porque en la mente de una niña de diez años este vecindario era un microcosmos del mundo real. Aquí, una tenía que enfrentarse con los desafíos y los eventos inesperados de la vida, sin la protección de una aceptación incondicional. En la mayoría de los casos, yo me enfrentaba exitosamente a los desafíos. Yo era parte integral de la "pandilla", era socialmente adaptada y una amiga leal. Sí, yo era distinta, pero las diferencias no me alejaron de mis amigas – hasta aquel desafortunado verano.

La escuela había terminado y los tan esperados tres meses de vacaciones habían comenzado. El cambio de horario de verano nos daba más tiempo para hacer de todo, y las niñas de diez años son ¡personas muy ocupadas! No más actividades para días lluviosos, infinitas horas de Monopolio, juegos de mímica, y otros juegos de salón. El verano era la época en que cada chica recibía nuevas zapatillas para correr, saltar, escalar, o balancearse. A excepción de las nuevas zapatillas, yo no era distinta. Yo adoraba estar afuera.

Los niños a menudo pasan por períodos en que tienen una actividad favorita que practican en forma regular. Si es andar en bicicleta, o saltar la cuerda, etcétera, la practican como un reloj, cada día. Esto puede durar por varios días, incluso semanas. Ese verano, la pandilla también tuvo una actividad favorita.

Yo recién había terminado de almorzar y bajé por la escalera de la entrada trasera, golpeando la puerta detrás de mí como era usual. Cuando llegué al patio delantero las vi. Estaban todas allí, Bárbara, Arlene, Nancy, Helen, y Janie, ¡todas estaban andando en patines de ruedas! Cada una tenía un par – ustedes saben de qué tipo – esos de metal plateado que se adhieren a tu zapato y pueden ser ajustados y apretados con un giro de una "llave especial". Esa llave la llevaban orgullosamente puesta alrededor de sus cuellos colgando de una trenza de hilos de colores hecha a mano. La única cosa que yo quería hacer más que correr descalza por el pasto, patinar en hielo, manejar un vehiculo de dos ruedas, y galopar en un caballo, era ¡patinar en patines de ruedas!

Observé a la pandilla con emociones mixtas: alegría por ellas – estaban pasándola tan bien – y puñaladas agudas de envidia: si sólo yo pudiera patinar también. Se veía tan fácil: derecha, izquierda, ambas juntas, deslizarse. Casi no noté el desagradable sonido de cinco pares de patines de metal sonando en la vereda; era una melodía para mí. Derecha, izquierda, ambas juntas, deslizarse, uno, dos, tres, cuatro... Yo las miraba todos los días después del almuerzo. Cada día, después de almorzar, toda la pandilla se reunía afuera; ese ritmo familiar de los patines chocando era audible para todos. Las observé durante una semana, dos, tal vez más. Por supuesto hicimos otras cosas juntas, pero estaban "concentradas" en patinar, por lo menos una vez al día. Pie derecho deslizándose, pie izquierdo arriba. Ahora una vuelta... izquierda, derecha, amabas juntas, deslizarse. Derecha, izquierda, ambas juntas, deslizarse. Más rápido, más rápido ambas juntas, deslizarse.

La libertad de movimiento y la velocidad era todo lo que yo quería.

La libertad de movimiento y la velocidad era todo lo que yo quería. Nunca les dije lo abandonada que me sentí. Después de todo, yo estaba siempre ahí con ellas, mirándolas, animándolas y aplaudiendo sus piruetas y jugarretas. Nunca notaron mi dolor por ser distinta. Yo no lo permití. Pero el dolor nunca se fue.

Cuando le dije a mi mamá que quería patines con ruedas, ella entendió, (¿quién no lo entendería?). Pero ¿qué podía hacer ella? Yo era diferente. Cuando le pedí que me comprara un par de patines, ella se preocupó; esto se estaba yendo un poco de las manos. Ustedes tienen que conocer a mi madre. Ella era siempre la primera en impulsarme a hacer cualquier cosa que yo quisiera. La independencia era la meta. Cuando tenía que hacer esos ejercicios horribles que yo odiaba, ella perseveraba conmigo. No existían las palabras "no puedo" en nuestra casa. Siempre era, "es difícil pero debes seguir intentándolo". Entonces, ¿por qué ella no me compraría un par de patines? ¿Tenía miedo de que me cayera y que realmente me hiciera daño? ¿Tenía miedo de que yo fallara y me deprimiera? ¿Se negaba a gastar dinero en algo que yo nunca utilizaría? No lo podía imaginar. Seguí molestándola; ¡no era justo! Contuve mis lágrimas, yo estaba más decidida que nunca a tratar de patinar como todas las demás. Es decir, yo ya tenía diez años, esas niñas habían estado patinando desde que tenían cinco o seis años. ¿Por qué mi mamá no podía entender que yo tenía que hacer esto?

Ella nunca dijo "no" absolutamente – debe haber sido muy difícil para ella darme una respuesta negativa definitiva; después de todo, la independencia promueve la autoestima. Aun así, era conflictivo; ella me miraba, aparentaba pensar al respecto y luego hacía lo mejor para evitar el tema. Yo sé que le comentó a papá sobre esto. Los patines llegaron a ser el tema más importante en mi casa. No sé realmente cómo sucedió, pero un día, ella finalmente estuvo de acuerdo. Yo había presionado más allá de su resistencia. Yo estaba feliz.

Caminamos juntas hasta el negocio más cercano, y mamá le dijo al vendedor que queríamos comprar un par de patines con rodamientos para mí. ¡Ustedes deberían haber visto la cara que puso el vendedor! Él había sido amigo de la familia por años, por lo que me imagino que nada lo podía sorprender tanto. Pero esta vez me miró con sus cejas levantadas, y luego le dio una mirada a mi mamá de esas que dicen, "Está bien, Sra. Willner, si eso es lo que usted quiere. Él sacó una caja de color rojo, blanco y azul de patines "Speed- King", me llevó al mostrador, y puso en mis pies (con aparatos ortopédicos) los patines plateados de rodamientos más brillantes que yo nunca había antes visto. Mientras el vendedor sacaba la llave para ajustarlos, yo ya podía vislumbrar la trenza de hilos rosados y blancos que yo haría para acarrear la prestigiosa llave.

Los patines fueron ajustados hasta que me quedaron perfectos. "¡Perfecto!, ¡los vamos a comprar!". Casi no podía aguantar a llegar a casa. Tenía todo el plan listo. ¡Bajé al sótano a practicar! Ahora, nuestro sótano no era una renovada sala de juegos como tiene la mayoría de la gente, con paneles de madera y piso de linóleo. El nuestro era un sótano de verdad con suelo áspero de cemento, trizaduras y una inclinación natural. Era lo más parecido a una vereda. Decidí que este era el lugar perfecto para aprender a patinar. Yo no me atrevía a salir afuera hasta que pudiera patinar como todas las demás. Sería muy vergonzoso – una niña de diez años que no pudiese patinar. Además, si de verdad no podía aprender (y tengo que admitir que había una pequeña posibilidad de que no tuviera éxito, ¡Dios no lo permita!) entonces nadie nunca sabría que fallé. Ellas pensarían que yo no podía patinar; después de todo, yo era diferente.

Empecé a practicar con un patín, sólo como para ver lo que se siente. ¡Increíble lo resbaladizo que era! Los rodamientos de verdad que te hacen ir rápido. Pie derecho adelante, muletas juntas, empujar, deslizarse. No estaba mal, yo podía sentir el ritmo. Después de unas vueltas alrededor del sótano con un patín, llegó el momento de probar con dos. Cada cierto tiempo, mi mamá me llamaba para preguntarme cómo iba todo. Ella sabía que no tenía que bajar hasta que yo estuviese lista.

Dos patines, ahora se ponía difícil. Despacio... despacio, pie derecho adelante, muletas juntas, empujar, deslizarse. Pie izquierdo adelante ¡caída! ¡No era tan simple! Después de muchas caídas me empecé a preocupar, y el dolor de mis codos rasguñados me recordaba que yo era diferente. Levantarme de una caída con mis piernas tiesas con los aparatos ortopédicos unidos a ruedas que giraban era una hazaña, sin mencionar el cansancio. No podía mantener mi balance con ninguna pierna, incluso con la ayuda de una muleta. Deslizarse con las dos piernas juntas era mejor, pero aún algo no estaba bien. Incluso mi espalda estaba cansada y mis brazos me dolían. Y luego entendí. Cuando utilizas patines, eres por lo menos 10 centímetros más alta. ¡Mis muletas eran muy cortas!

En un minuto tenía ambas muletas ajustadas a la nueva altura. ¡Huau! ¡Qué diferencia! No tener que doblarme hacia delante, mi espalda estaba derecha ahora y no tensa. Las muletas más largas me daban mejor equilibrio, balance y empuje. Pie derecho adelante, muletas juntas, empujar, deslizarse. Pie izquierdo adelante, muletas juntas, empujar, deslizarse. Ambos pies juntos, muletas, empujar, deslizarse. Muletas, empujar, deslizarse.

"¡Lo tengo!"

Una semana más tarde. Los accidentes disminuyeron, y llamé a mamá abajo para un ensayo previo. Ella estuvo de acuerdo, sonriendo con lágrimas en sus ojos, porque yo estaba lista para mi debut al aire libre.

Yo sabía que la pandilla estaría sorprendida y encantada - ¡y ellas lo estaban! Nunca olvidaré ese verano: la niña en muletas patinando sobre ruedas... ¡Yo sí que era diferente!

Este artículo apareció en el libro "Más de Nuestras Vidas", ("More of Our Lives"), editado por Sarah Shapiro, Publicaciones Tárgum Press.

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