El TDAH ayudó a mi abuela a sobrevivir Auschwitz

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Gracias a Dios no la diagnosticaron en los años 30. Su impulsividad, energía e inclinación a romper las reglas le permitieron sobrevivir el Holocausto.

Por fin estábamos evaluando a mi hija después de esperar varios meses por la cita. “¿Hay algún caso de TDAH (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad) en tu familia?” me preguntó el especialista, después de haber terminado de revisar la historia familiar de mi esposo.

“Bueno…” empecé, sin saber que decirle. Todos en mi familia saben que mi abuela, la Abuelita Fanny, tiene TDAH. Todos excepto ella, por supuesto. No había tal cosa como TDAH hace casi un siglo cuando nació mi abuelita. Al menos no la etiqueta.

Mi Abuelita Fanny era un enigma para mí cuando yo era pequeña. Por un lado, ella tiene muchas características típicas de una abuela europea, con su fuerte acento húngaro y sus deliciosas comidas caseras sin una receta formal. Ella nos consentía a nosotros, sus nietos, preparándonos nuestros pasteles favoritos, tejiéndonos suéteres, jugando rummikub con nosotros e intentando enseñarnos ídish.

Pero está también el otro lado de la Abuelita Fanny, el lado que no encaja tan bien con la típica abuela judía. Como el hecho de que a ella le encantaba apostar en casinos. O que era la única mujer en el juego de cartas de los hombres. Que ella fumó por muchos años, a pesar de las protestas de su esposo e hijos. O que cualquier pensamiento que surge en su cabeza, sale inmediatamente disparado de su boca, haciendo sonrojar a menudo a sus acompañantes. Y lo peor es su humor, el cual no es muy limpio.

A mi Abuelita Fanny le encanta ir de compras, pero nosotros los niños nos escondíamos cuando nos pedían que la lleváramos al centro comercial. Apreciábamos su generosidad en la forma de un nuevo atuendo o dos, pero el precio a pagar era siempre perderla a ella. ¡No podíamos mantener su paso! “¿Has visto a una señora mayor con lentes gruesos y un bastón?” se convirtió en una frase demasiado común en mi niñez. “Perdí a la abuelita de nuevo”, nos lamentábamos al teléfono con mi papá. Ella inevitablemente perdía su bolsa o su audífono y teníamos que lidiar con la vergüenza de la Abuelita Fanny intentando negociar los precios con los vendedores.

Cuando niña, nunca pude entender porque la Abuelita Fanny parecía estar ansiosa de verme en su viaje, pero unos minutos después de su llegada desde afuera de la ciudad, yo ya había pasado de moda y ella había puesto su atención en otra cosa. ¿Había hecho algo malo? ¿No me quería lo suficiente? No fue hasta varios años después, cuando noté tendencias similares en mi propia hija —necesidad de emoción constante, aburrirse fácilmente, saltar de actividad en actividad— que me di cuenta de que no era yo. Mi Abuelita Fanny tenía TDAH, o Trastorno por déficit de atención con hiperactividad.

Pero es muy bueno que nadie la diagnosticó ni la medicó en los años 30. Porque esas mismas características —la impulsividad, energía e inclinación a romper reglas— es lo que le permitió sobrevivir el Holocausto. Ella es una de las pocas sobrevivientes de su familia.

Cuando la Abuelita Fanny era una adolescente y la vida todavía era normal en Hungría, su hermana gemela, Hannah, fue enviada a la escuela de enfermería mientras que ella tenía que quedarse en casa y ayudar en el negocio familiar. “¡Yo quiero ser enfermera como Hanna!”, le decía a su padre. “¿Por qué tengo que quedarme en casa?”.

Su padre, quien compartía el temperamento de mi Abuelita Fanny y su espíritu luchador, simplemente le dijo, “Fanny, no importa lo que hagas para ganarte la vida; con tu personalidad, yo sé que te arreglarás en la vida. Hanna no es como tú”.

Su padre tenía razón. Al llegar a Auschwitz, mi Abuelita Fanny y su hermana fueron recibidas por una escena digna de una pesadilla: los nazis se divertían lanzando bebés al aire y disparando. Hannah, horrorizada, empezó a gritar y un nazi que estaba cerca se dio cuenta. “Si no te callas ahora, voy a matarte a ti también”, le dijo.

Hanna estaba demasiado traumatizada como para comprender la veracidad de sus palabras y siguió gritando. Mi abuela, de pensamiento rápido —e impulsivo— abofeteó a su hermana en la cara, fuerte, para silenciarla. Funcionó. Durante los días siguientes Hanna estaba tan traumatizada que no podía hablar. Pero mi Abuelita Fanny le había salvado la vida.

Como todos los sobrevivientes, mi abuela sobrevivió a través de milagros. Pero también sobrevivió gracias a su personalidad valiente, atrevida e ingeniosa que Dios le dio. Y ella ha seguido usando esos regalos para varios desafíos en su vida. A los 95 años, ella aún está 100% lúcida, llena de ánimo y energía. Todavía cocina, visita enfermos, anima a “todos esos viejos” que viven cerca y puede hacer sonreír a la persona más deprimida. Y cuando la llevamos de compras, todavía intentamos seguirle el paso.

Gracias por esos genes de TDAH que le transmitiste a tu nieta Abuelita Fanny. Aunque si pudiera elegir prefiero saltarme un poco la franqueza, los chistes sucios y las apuestas, espero que me hija crezca para ser igual que tú.

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