Madre de Todos los Milagros

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Compartir mi dolor y mi miedo fue fácil. Convertirme en madre me dejó sin palabras.

Silencio.

Hay un silencio que es sencillamente abrumador.

He estado intentando escribir por meses para compartir mi enorme alegría con todos los que compartieron mi dolor y miedo, y contarle a la gente que no mucho después de que escribí ocurrió un milagro – que después de tres años de un nuevo matrimonio, de ser madre adoptiva de los hijos de mi pareja, y desafortunadamente de dos abortos, me convertí en madre de una saludable, risueña y deliciosa bebé.

Después de dos embarazos frustrados, este fue bastante tranquilo. Fuimos con una práctica obstétrica de “alto riesgo”, pero terminó siendo un embarazo de rutina de nueve meses (aunque yo – agradecida y feliz – vomité varias veces al día hasta casi el último mes). Parecía que el riesgo real era el miedo y la sospecha que me persiguieron todo el tiempo, como una música de fondo sonando tan bajo que apenas la podía percibir.

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Era realmente muy probable que terminara con una bebé viva en lugar de cuentas médicas, las hormonas descontroladas y las esperanzas marchitas.

No fue sino hasta alrededor de la semana treinta que comenzó a parecer real. A esas alturas, mi caminar era similar al de un pato y mi apariencia física era como la de un hipopótamo vestido con recato, y sin embargo, cuando uno de mis doctores me dijo algo que a partir de ese punto si algo iba mal sacarían a la bebé porque estaría mejor afuera que adentro del útero, me quedé mirándolo en silencio y exclamé: “¿Quieres decir que de verdad va a haber una bebé?”. Era realmente muy probable que terminara con una bebé viva en lugar de cuentas médicas, las hormonas descontroladas y las esperanzas marchitas.

Entonces, no hace mucho, en el cuarto de un hospital que estaba equipado como una suite de hotel de lujo, conocí a la pequeña niña que había estado retorciéndose dentro mío por casi un año. Era grande, saludable e increíblemente alerta (temo por su adolescencia). Me había preguntado por tanto tiempo cómo sería la experiencia de un parto y cómo reaccionaría a la ocasión trascendental de conocer a la nieta de tus padres, a la madre de tus propios nietos. Y ahora lo descubrí: Mi esposo lloró y yo bromeé un poco sobre su apariencia paquistaní, que fue muy inesperada dado que mi esposo y yo somos extremadamente caucásicos (salió viéndose como Esav – toda roja – pero adquirió la tez súper blanca de la familia rápidamente).

Y ahí estaba ella: finalmente había llegado a este mundo.

Alguien me había dicho que la parte de pujar en el parto es un momento particularmente auspicioso para rezar, por lo que cuando las enfermeras me decían que pujara, mi partera estaba gritando, “¡Piensa en Yael! ¡Piensa en Yael!”. Entonces empujaba a esta bella persona hacia este mundo, y trataba (con la mayor claridad que podía) de concentrarme en sacar algo feo de este mundo a cambio – el cáncer de mama que está atacando a una de mis amigas, madre de tres hijos y de tan sólo 39 años, quien perdió a su también joven padre por una variante de esa enfermedad hace pocos años.

Para mí esto representaba perfectamente a este mundo no redimido – la mezcla de alegría y dolor; que no podemos explicar por qué somos colmados de alegría en un momento y de dolor el próximo; por qué Dios eligió que el alma de esta hija estuviese destinada a venir al mundo mientras que las de sus dos hermanos no; ni por qué Yael y su familia debían ser probados otra vez tan cruelmente; por qué hombres y mujeres maravillosos y bellos sufren por indeseada soledad; por qué el hijo de mi hermano tuvo que luchar contra la leucemia; por qué algunos niños nacen en familias llenas de amor mientras que otros se marchitan en familias maldecidas con escasez de amor… Mi hija lleva el mismo nombre de mi tía abuela, quien trató y trató pero nunca tuvo hijos, y de la madre de mi esposo, que cuidó a sus dos hijos durante los horrores del holocausto.

Por eso mi silencio.

¿Qué puedo decir?

La deberíamos haber llamado Ora, por la forma en que vertió ora vesimjá – luz y alegría – a nuestra ya bendecida familia. Nos derretimos ante sus pequeños pies – sus padres, sus abuelos, sus hermanos (mis hijastros son los hermanos más cariñosos que alguien podría desear para su hija). Y, sin embargo, no puedo creer que estoy aquí.

Cuando tenía unos pocos días de vida la llevé a caminar. La puse en su cochecito, le puse un sombrero y deambulé unas cuantas cuadras al sol. Al final de la primera cuadra, me di cuenta: “¿Realmente estoy aquí?, ¿En serio ahora soy mamá?”.

He estado, quisiera decir con un poco de sarcasmo, “proveyendo servicios maternales” a mis hijastros desde hace unos años, a pesar de que no soy su madre. Y me molestaba cada vez que alguien hacía referencia a que finalmente ahora tengo una hija – porque yo ya sentía que tenía hijos, a pesar de que no fuesen míos. Y no son menos parte de mi familia que mi bebé.

Y sin embargo, ahí estaba – empujando un cochecito, mirando a mi bebé sonriente y quedándome sin aliento.

Una de mis maestras, la rabanit Rivi Brussel, me enseñó que una madre es como un muro alrededor de una ciudad. Pero a diferencia de los muros de una ciudad, los cuales están llenos de centinelas que están atentos ante las amenazas que vienen del exterior, una madre rodea a su familia mirando hacia adentro – buscando ver lo que cada miembro de la familia es y lo que necesita para convertirse en la mejor versión de sí mismo.

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Ser madrastra te enseña que, más allá de lo maravillosos que sean tus hijos, sabes que no salieron – biológicamente – de ti. Entonces, cuando la gente me felicita por lo amables, cariñosos, independientes e interesantes que son mis hijastros, normalmente sonrío y digo que no hice nada para que sean así – sólo soy su madrastra.

Es una bendición que me deja sin aliento y que desafía la posibilidad de descripción, incluso para una mujer letrada como yo.

Pero ahora veo que es lo mismo con esta bebé. Al igual que sus hermanos vinieron a mí con sus propios y únicos conjuntos de fortalezas y debilidades, encantos y tendencias molestas, ella vino con un temperamento brillante y divertido. Vino un poco implacable, difícil de irritar y muy, muy comunicativa. Me maravillo con ella día tras día. Y me recuerda las palabras de mi maestra: Mi trabajo es cuidarla atentamente, como cuido a sus hermanos y ayudarla a explotar los regalos que Dios le dio y trabajar en los desafíos que Le puso.

Y este trabajo es claramente un regalo. Es una bendición que me deja sin aliento, que desafía la posibilidad de descripción (incluso para una mujer letrada como yo), que me hace ser humilde, me concientiza de lo increíblemente bendecida que soy. Seguro, nuestra familia enfrenta muchos desafíos (no tiene sentido enumerarlos, pero los tenemos de a montones), pero ¿cómo podría no emocionarme con todo esto? Con mi esposo, mis hijastros, mi familia, mi hija, nuestra buena salud…

Pero de algún modo, también estoy muy consciente del sufrimiento que hay en todos los lados a los que miro: Luchas contra el cáncer; matrimonios y familias deshechas; gente batallando para pagar las cuentas; soledad; aflicciones físicas y mentales; mujeres y hombres llorando porque están desesperados por ser esposos y esposas, madres y padres, y Dios, por alguna razón, dice – al menos por ahora – no. Y eso sin hablar de hambrunas, guerras y cosas semejantes.

Entonces cuando veo imágenes del huracán en Estados Unidos, cuando veo a una familia luchando para mantenerse intacta, cuando escucho a un adolescente contándome sus sentimientos de abandono y soledad y me muestra las marcas de cortes en sus brazos, cuando escucho sobre mi vecino tratando de evitar que le rematen la casa, lo único que puedo hacer es acercarme a mis hijos – a todos – y sujetarlos fuertemente, y esperar que pueda ser digna de mi rol y enseñarles cómo vivir – con alegría, con esperanza, con rectitud – en un mundo lleno de placer y dolor, y revelar al Grandioso, Cariñoso y Piadoso Dios que está tan oculto de nosotros en este mundo, pero Cuyo amor es abrumador.

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