Hiroshima y la lágrima que me salvó del odio

6 min de lectura

Cómo una sobreviviente de la bomba atómica pudo dejar de odiar al piloto que condujo el avión.

Mientras los presidentes se jactan de sus arsenales nucleares, se amenazan y se burlan por encima de nuestras cabezas, vale la pena recordar de qué están hablando. Nunca lanzaron una ojiva nuclear sobre una población humana, pero por supuesto ya se utilizó —y hay testigos— de la bomba atómica, que era mucho más pequeña.

Después del ataque con la bomba atómica que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, Koko Tanimoto era una niña en Hiroshima y yo una niña en Connecticut. Nosotras sólo nos encontramos 40 años más tarde, pero nuestros padres, que ya no vivían, habían compartido un mismo sueño.

La escritora Pearl S. Buck fue quien conectó a los dos jóvenes idealistas en 1949 desde dos lados opuestos del mundo. El reverendo Kiyoshi Tanimoto, un sobreviviente de la bomba, operaba un taller de costura para 25 jóvenes mujeres que habían resultado mutiladas en la explosión. El escritor y editor Norman Cousins, mi padre, era un judío norteamericano que tras el Holocausto no lograba entender el odio mortal de la humanidad hacia los judíos ni la abominable distinción de los Estados Unidos como la primera nación que no sólo usó una bomba atómica, sino que celebró su victoria en ominosa alegría e ignorancia de la nueva era que su país acababa de abrir para la humanidad.

El reverendo Tanimoto le pidió a la Sra. Buck si ella podía ayudarlo a reunir un grupo de norteamericanos que lo pudieran ayudar a mantener su taller. Ella le dijo que ya estaba demasiado vieja y cansada para hacerlo, pero que conocía a un escritor y editor norteamericano que pensaba que podría ayudarlo a reunir fondos.

Unas pocas semanas más tarde, en la primera de muchas visitas a la ciudad destruida, mi padre observó que para esas jóvenes mujeres el pequeño taller del reverendo Tanimoto en Hiroshima funcionaba primordialmente como un refugio protector de las miradas y los comportamientos poco compasivos de sus compatriotas. Los miles que murieron de inmediato en la explosión, o quienes murieron después como consecuencia de la radiación, podían ser recordados con reverencia. Pero esas jóvenes mujeres, muchas de ellas adolescentes de la misma edad que la hija mayor del norteamericano, habían perdido el rostro, figurativa y literalmente. Con sus cuerpos deformados y sus rostros desfigurados en muchos casos más allá del reconocimiento por las cicatrices queloides, ellas representaban para todos ignominiosos recordatorios vivos de la desgracia del Japón, que había sido derrotado en una guerra que ellos mismos habían comenzado.

El reverendo Tanimoto y mi padre decidieron crear el Hiroshima Maiden Project (Proyecto Doncellas de Hiroshima), para enviar a este grupo de mujeres a los Estados Unidos para que pudieran recibir una cirugía plástica. Solicitaron contribuciones a los lectores de la revista de mi padre, The Saturday Review, y la respuesta fue mayor de la esperada.


A las 8:10 de esa mañana del 6 de agosto de 1945, la Sra. Tanimoto acababa de levantar a su pequeña beba de 8 meses de la estera de tatami donde había estado gateando, cuando de repente el mundo se iluminó con un destello deslumbrante, más brillante que el sol. Hubo un rugido ensordecedor, el suelo tronó y tembló violentamente, y en el instante siguiente, golpeada por una onda de choque, la casa se derrumbó encima de ellas.

Esa mañana, el reverendo Tanimoto se había levantado temprano para ayudar a un amigo en las afueras de la ciudad. Ahora, por todos lados yacían cuerpos quemados, vivos y muertos. Él pasó por encima de los cadáveres irreconocibles y, hasta donde alcanzaba a ver, había un mar inconcebible de un fuego extrañamente brillante que consumía la tierra y el cielo. No había tierra ni cielo, sólo un infierno sin principio ni fin, poblado por figuras fantasmales, tambaleantes y errantes, con los globos oculares derretidos colgando fuera de sus órbitas y la piel quemada colgando de los brazos extendidos.

Mientras se abría paso a través de la tormenta de fuego buscando a su esposa y a su hija, las personas moribundas se le acercaban pidiéndole agua. En cada ocasión no podía evitar detenerse, hacer una reverencia y pedirles disculpas: "Lo siento. No puedo ayudarte". Sólo entonces podía continuar.

El recuerdo de alejarse de esas personas moribundas lo atormentaría durante el resto de su vida...


Diez años después del fallecimiento de mi padre, viajé a Japón para una ceremonia en su honor en el Parque de la Paz en Hiroshima. En algún momento durante los diez días que estuve allí, se me ocurrió preguntarle a Koko algo que nunca antes había tenido la oportunidad de preguntarle a un ciudadano japonés.

—Koko, Japón fue quien empezó la guerra con el ataque a Pearl Harbor. Además, como judía…

—Ya lo sé. Me vas a decir que nosotros mismos provocamos la guerra. Y que el emperador japonés apoyaba a la Alemania nazi.

Asentí.

—Sara, lo que dices es cierto. Dios nos castigó. Quiero contarte una historia:

Una vez, estaba conversando con un grupo de norteamericanos sobre la Bomba y sobre la necesidad del desarme nuclear. Después de la charla, cuando todos habían salido de la sala, se me acercó un hombre. Miró hacia abajo (era muy alto) y me dijo: "Yo estuve en Pearl Harbor".

Ninguno pudo hablar. Simplemente nos miramos. Nos entendíamos mutuamente.

Mientras crecía, mi padre y mi madre siempre estuvieron involucrados con las jóvenes de Hiroshima (Hiroshima Maidens). Ellos trabajaban mucho en el proyecto de la iglesia para ayudarlas, porque todos los que resultaron dañados por la bomba fueron rechazados por el resto de la sociedad. Habían perdido la cara. Eran defectuosas. No sólo cargaban su propia vergüenza, sino que eran un símbolo de nuestra desgracia y de nuestro castigo. Japón había perdido la guerra que había iniciado. Esas jóvenes solían usar velos para cubrirse y protegerse de los sentimientos negativos que despertaban. Por eso mi padre abrió el sótano de su iglesia para armar un taller y consiguió muchas máquinas de coser para que todas esas jovencitas pudieran ir allí. Ellas pasaban allí su tiempo cosiendo. Era un trabajo honorable.

Pearl Buck vino a ver el taller y al regresar a Norteamérica ella fue quien le contó a tu padre. Cuando tu padre y tu madre vinieron, al comienzo muchas jóvenes no les mostraban sus rostros de lo avergonzadas que se sentían.

A mí no me quedaron cicatrices de la bomba. Pero a esas jovencitas, todo el mundo les prestaba mucha atención, por lo que yo me sentía dejada de lado. Yo sentía que mi padre no me prestaba atención. ¡Yo no era tan importante! Cuando cayó la bomba, yo era sólo una bebé de 8 meses. Mi madre me dijo que era una bebé muy activa, y que ese día ella estaba muy ocupada. No tenía tiempo para correr detrás de mí por toda la casa, evitando que me metiera en problemas, así que me levantó e hizo sus tareas conmigo en brazos. Por eso sobreviví. Cuando la casa colapsó por la explosión atómica, yo estuve protegida por sus brazos y no resulté herida.

Mi padre estaba en la iglesia y trató de regresar a casa, pero en el camino había mucha gente que necesitaba ayuda y le llevó mucho tiempo llegar. Él todo el tiempo pensaba "¡Debo volver a casa!". Cuando llegó a la casa nos escuchó llorar debajo de los escombros, comenzó a cavar y pudo sacarnos.

A medida que pasaban los años, gradualmente comenzó a ser aparente que en un sentido yo tampoco era normal. No crecía. Me llevaron a la Comisión de Energía Atómica, porque ellos estaban tabulando los efectos de la radiación sobre la población que estuvo cerca del epicentro. Ellos descubrieron que esa fue la manera en que me afectó la radiación. No había ninguna otra señal.

Después de la bomba, cada año la Comisión de Energía Atómica organizaba una convención en Japón, donde discutían sus estudios y sus descubrimientos. Yo fui uno de sus casos. Cada año me llevaban al auditorio donde realizaban su gran encuentro y me hacían subir al escenario. Cada año, debía parame en ropa interior y los médicos y científicos me examinaban y discutían sobre mi progreso.

Cuando cumplí 12 años, comencé a… Tú sabes —Koko señaló su pecho—, comencé a desarrollarme, como una mujer. La Comisión de Energía Atómica tenía su convención anual y como siempre me enviaron mi convocatoria. Me dijeron que me desvistiera. Yo no sabía cómo negarme, así que hice lo que esperaban de mí. La audiencia estaba llena de médicos y científicos hombres, cientos de ellos. Yo estaba parada sobre el escenario. Ellos me observaban.

Esa fue mi explosión atómica.

Esa fue mi bomba de Hiroshima.

Pasaron los años y yo seguía sin crecer. Cuando llegó el momento de casarme, me enamoré y el joven me amaba. Pero sus padres se negaron a permitirle que se casara conmigo porque yo había sido afectada por la bomba. Por lo general al mirarme la gente no sabe que fui dañada. Mis cicatrices son internas. Pero esta familia sabía que yo era defectuosa.

Me casé. Pero no pude tener hijos.

El programa de televisión "This is your life" nos llevó a mí y a mis padres a los Estados Unidos para uno de sus programas sobre el reverendo Tanimoto, quien salvó a las jóvenes de Hiroshima. En ese momento él ya era famoso. Mi padre no sabía que tu padre y Ralph Edwards, el presentador, habían arreglado secretamente que también mi madre y yo viajáramos para estar en el programa. Mi padre escuchó nuestras voces y se sorprendió mucho. Nosotras fuimos y lo abrazamos. Mi padre se largó a llorar. Entonces nos sorprendimos todos. Escuchamos la voz de alguien que dijo que era el piloto del avión que bombardeó Hiroshima. No podía creerlo. ¡No podía creerlo! Siempre me había imaginado a ese hombre y lo odiaba. Había crecido pensando que si pudiera matarlo, no dudaría en hacerlo.

Entonces nos encontramos con él y vi una lágrima en el borde de su ojo. Él había llorado.

Esa lágrima fue lo que me salvó del odio.

Haz clic aquí para comentar sobre este artículo
guest
0 Comments
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
EXPLORA
ESTUDIA
MÁS
Explora
Estudia
Más
Contacto
Lenguajes
Menu
Donar
Únete a nuestro newsletter
Redes sociales
.