No pensé que mi madre moriría de COVID-19

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Mi madre falleció en la víspera de Pésaj. Doce horas antes, la idea de perder a mi madre era algo impensable.

Desde un costado observé a mi esposo, mis hijos y sobrinos bajar a la tierra la caja de pino con el cuerpo de mi madre. Sin pensarlo dije: "¡Sólo mi madre podía tener un funeral un viernes junto antes de Pésaj! Ella era una mujer sumamente eficiente y organizada; ella hubiera podido fácilmente agregar una emergencia de último momento en uno de los días más ocupados del calendario judío".

Sólo doce horas antes, la idea de perder a mi madre era impensable. Yo tenía consciencia de la condición médica general de mi madre. COVID-19 era un riesgo significativo para alguien de su edad, pero ella tenía un espíritu luchador. Mi madre tenía nervios de acero, nunca mostró vulnerabilidad ni dudas. Una luchadora que nunca se rindió. La suavidad de mi madre ocultaba la guerrera que había adentro.

Yo estaba segura de que se recuperaría.

Debido a que su apetito había disminuido, le llevé una sopa casera. Mientras la alimentaba, sus ojos tenían una mirada especial. Sentí su mirada como algo tangible, como un rayo que permitía que viajaran entre nosotras los sentimientos de amor. Sentimientos de ternura que a menudo no se comunican verbalmente. Durante toda su vida su amor fue inmutable, pero siempre lo comunicó a través de su comportamiento y sus actos.

Cuando la llevé a la sala de emergencias mi madre sufría terribles dolores y me pidió que la ayudara a aliviarlos. Otras veces la había llevado al hospital de emergencia, pero esta fue la primera vez que me pidió que hiciera algo por ella. Su pedido fue seguido por súplicas, luego demandas. Me recordó que yo era su hija, la única que podía ayudarla. Nunca antes me había pedido de esa forma que hiciera algo. Traté de ayudarla, de lograr que se sintiera mejor, pero todos mis esfuerzos fueron inadecuados.

Fue uno de los peores momentos de mi vida.

Cinco horas después, cuando decidieron internarla, la enfermera conversó con ella mientras llevaba su camilla. Cuando la enfermera mencionó el nombre del hospital, yo le dije: "Ima, este es el hospital donde diste a luz a Harold, ¿te acuerdas?". No imaginé que su propia vida iba a terminar en el mismo lugar.

Todos sabemos que nadie vive para siempre, pero yo no creí que había llegado su momento de morir. Cuando sentí que el ángel de la muerte estaba sobre la cama de mi madre, cubrí mi rostro con mis manos tal como lo hace un niño pequeño cuando ve algo que lo asusta. A fin de cuentas, yo seguía siendo la hija de mi madre.

Mis padres en su boda.

Aunque mi madre siempre manifestó un coraje excepcional ante las adversidades, había una cosa a la que ella temía: vivir sola. Cuando mi padre tuvo que irse a vivir a un hogar de ancianos, mi madre construyó un departamento pegado a la casa de mi hermano. Le encantaba estar conectada con ellos, figurativa y literalmente. Así tenía la seguridad de ser parte de una familia afectuosa y mantenía su independencia. Para ella, familia e independencia eran valores importantes. Diez años más tarde se mudó de una manera similar al lado de nuestra casa.

A menudo me cuestioné por qué le costaba vivir sola siendo que siempre pareció ser una mujer independiente. Supongo que su deseo de vivir con la familia tiene raíces en el trauma que sufrió de pequeña, cuando fue separada de su familia de la forma más brutal y bajo las circunstancias más espantosas después de Kristallnacht (la noche de los cristales). Ella estuvo refugiada en un hogar infantil en Suiza, pero describió que al vivir allí se sintió sola y a la deriva.

Con cada día que pasaba, el estado de mi madre deterioraba. Dejó de comunicarse. El dolor estaba grabado en su rostro demacrado. Le pedí que me apretara la mano para saber que podía oírme. Fue decepcionante no sentir la presión de su mano sobre la mía. En ese momento pensé: "parece que estuviera muerta". Esa era algo impensable. De inmediato borre esa idea de mi cabeza, tal como hubiera apagado una brasa que volara hacia mí desde una fogata.

Llamé al médico y vino a revisarla. Eran las primeras horas de la tarde y dijo que regresaría más tarde. Me quedé una hora más antes de regresar a casa. Esa noche había que revisar la casa de jámetz y necesitaba continuar con mis preparativos para Pésaj.

Noventa minutos más tarde me llamaron del hospital para informarme que mi madre había fallecido.

Decimos que queremos que nuestros padres vivan hasta los 120. Eso no es cierto. Queremos que nuestros padres vivan hasta que nosotros lleguemos a los 120.

El judaísmo instruye que desde el momento de la muerte hasta el entierro no se debe dejar sola a la persona fallecida. Me sentí aliviada cuando la Jevrá Kadishá arregló que hubiera un shomer, un guardia, para acompañarla durante la noche. Ella no estaría sola. El alma de la persona flota sobre su cuerpo hasta que llega a su lugar de descanso final, así que antes del entierro, mis hermanos y yo entramos a la habitación y uno por uno nos despedimos. Yo derramé mi corazón y dije lo que desearía haberle dicho cuando todavía estaba viva.

Mi madre como sargento del ejército de Israel

Mientras esperábamos que comenzara el funeral, se acercaron amigos y parientes a ofrecer sus condolencias. Al mirar a mi alrededor noté que yo y todos mis hermanos estábamos en la misma habitación. ¿Quién estaba con mi madre? Corrí hacia la habitación en donde ella estaba y le pedí disculpas: "Ima, estoy aquí. Lo siento, no volveré a dejarte. Estoy contigo. No estás sola".

El entierro de mi madre fue ese viernes, antes de Pésaj. A pesar de ser un día sumamente ocupado, muchas personas encontraron el tiempo necesario para brindar sus últimos respetos a la mujer que me dio la vida y que luchó valientemente en su propia vida, hasta que no pudo seguir adelante.

Nosotros la extrañamos, pero ella no está sola. Ella descansa con su esposo, juntos para la eternidad.

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