Recordando el dolor

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En los momentos más obscuros, es difícil vislumbrar la luz.

Un viernes a las 8.00 a.m, mientras corría por el Central Park, disfrutando del color de los árboles reflejados por el sol, con la música en mis oídos, me sentí conectada conmigo misma y con Dios; pero de pronto, descubrí que me hallaba en el mismo jardín, en el mismo lugar donde hace muchos años, lloré y lloré profundamente, llena de tristeza.

La incertidumbre de no saber si algún día me convertiría en madre me agobiaba y llenaba mi ser de miedo, acompañado de un gran dolor.

Mirando ese espacio sentí de nuevo esas lágrimas caer por mis mejillas, pero esta vez eran de agradecimiento y alegría. Claro que mientras estaba sumergida en el dolor, solamente podía ver lo que me hacía falta y por eso lloraba tanto.

En los momentos más obscuros, es muy difícil vislumbrar la luz, pareciera como si el tiempo se detuviera, sin avanzar. Cuando el caos llega inesperadamente, es como si nos quitaran la pieza de abajo de una gran torre, y viéramos como todo se desmorona; así son los problemas, las dificultades, las pruebas y los desafíos; en esos periodos de dolor, Dios no nos pide que lo entendamos, sino simplemente que aceptemos que NO todo somos capaces de comprender.

Nos pide que cerremos los ojos y confiemos que todo lo que nos ocurre proviene del gran amor y bondad que Él nos tiene. Dios desea que descubramos que detrás de cada detalle podemos hallar un sin fin de enseñanzas.

Los judíos recitamos diariamente el Shemá Israel:

“Escucha Israel, Hashem es nuestro Dios, Hashem es Uno”.

Y debemos entenderlo de la siguiente manera:

“Escucha Israel, Hashem —el que actúa con bondad—, es nuestro Dios —el que actúa con justicia—, Hashem es Uno”.

Este rezo nos ha acompañado a lo largo de la historia, en el están escondidos las bases y principios de nuestra Fe, ya que declaramos “Dios es uno, la bondad y la justicia del mundo provienen de Él”. Él es la única fuente de todo lo que nos ocurre, ya sea bueno o malo ante nuestros ojos.

En los momentos de angustia las lágrimas, el dolor y las dificultades nublan la vista, sin embargo, el reto es poder ver en cada instancia de la vida, cómo aquella situación es el escenario que Dios ha puesto para nosotros, y cómo aprender a vivir bajo esas circunstancias, porque la vida no se trata de esperar a que pase la tormenta, sino de poder danzar, cantar y sonreír bajo la misma lluvia.

Dios me ha demostrado que sus planes son perfectos, y que nos ama, más de lo que nosotros nos amamos a nosotros mismos, y sabe mejor que nosotros, lo que realmente necesitamos. Me ha mostrado que nuestra presencia en este mundo tiene un sentido, una razón de ser y una función única.

Dios siempre marcará el trayecto, pero nosotros decidiremos cómo vivirlo.

A mí, el dolor me dio la oportunidad de aprender a hacer lo que nos corresponde y no necesariamente lo que queremos, me enseñó a ser resiliente, aceptando los caminos que se presentan en la vida, a pesar de ser muy distintos a lo que yo espero. En esos días, aprendí que las cosas más simples y cotidianas que vemos a diario, son el milagro y la prueba más grande de la existencia de Dios.

Porque tener fe, no es tener esperanza de que “todo estará bien”, tener fe es creer y saber que las cosas están bien, cómo están, ahora.

Hoy, después de 13 años de haber llorado justificadamente en ese especifico lugar del Central Park, puedo estar parada agradeciéndole a Dios; ya que mi vida sería muy distinta sin haber transitado por esa etapa de dolor.

Cada historia será distinta, todas serán trazadas por Dios y Sus planes serán perfectos siempre.

Al final del camino todos podremos apreciar el dolor, y reconocerlo como una semilla de vida. A veces podremos valorarlo en este mundo, quizá después de meses, o de largos años, otras veces no lo veremos, pero siempre podremos darle un sentido a nuestro dolor, siempre podremos brindar lo mejor de nosotros en cada escenario, y siempre podremos confiar y saber que absolutamente todo proviene del amor de Dios; para así, finalmente llevarnos con nosotros grandes enseñanzas de vida, y un apego a Dios inigualable.

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