El objetivo de la vida

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Si Dios nos ama, ¿por qué nos puso en un mundo tan oscuro y malvado?

A muchas personas les molesta la siguiente pregunta teológica: Si Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros, ¿por qué no nos puso directamente en el Cielo? ¡Que disfrutemos una relación con él de inmediato! ¿Por qué creó Dios un mundo físico tan oscuro y distante, insistiendo en que cumplamos sus mitzvot y superemos desafíos, para recién después recompensarnos con el Mundo Venidero si superamos nuestras pruebas? ¿Por qué exponernos a tanta maldad, dolor y tentaciones?

Quizás podríamos responder que en nuestro estado actual no estamos preparados para una relación con Dios. Somos demasiado ordinarios y físicos para conectarnos con lo infinito. Primero debemos mejorarnos y desarrollarnos, haciéndonos más espirituales y capaces de disfrutar una relación con lo Divino. Pero entonces, ¿por qué tuvo Dios que crearnos tan físicos? ¿No podría habernos creado como seres angelicales, preparados para disfrutar el placer máximo de la cercanía a Dios desde el comienzo? ¿Acaso no puede Dios hacer lo que sea?

Me gustaría presentar tres enfoques a este tema, aunque en realidad los tres se centran en la misma respuesta: son tres ángulos de la misma verdad fundamental. Cada respuesta nos introducirá a un entendimiento más profundo. Comencemos.

¿Recompensa o humillación?

En el nivel más simple, si una persona recibe una recompensa por algo que no hizo, no sería una recompensa. Sería una vergüenza. Si Dios nos recompensara regalándonos el Mundo Venidero, no lo disfrutaríamos. Sentiríamos la misma vergüenza y humillación que siente en este mundo una persona que depende de la caridad. A una persona le avergüenza admitir su dependencia de los demás, el hecho de que no puede sustentarse con sus propios esfuerzos sino que debe subsistir gracias a la benevolencia de los demás. En el mundo espiritual ese sentimiento no es menor, sino que es infinitamente más intenso.

Los cabalistas se refieren a esta recompensa no merecida como nahama dekisufa, el ‘pan de la vergüenza’. Siempre que recibimos algo que no nos ganamos merecidamente, nos sentimos menos: somos unos poco menos “reales”, nos sentimos un poco menos realizados.

Nunca nos sentiremos cercanos a alguien que nos dio algo que no merecemos.

 

Nuestros Sabios declaran: “Si alguien come en la mesa de otra persona, su mente nunca está en paz” (Avot de Rabí Natán 31:1). Es incómodo vivir de los demás, recibir aquello que no nos hemos ganado. Si otra persona nos sustenta y no le damos nada a cambio, entonces nunca nos sentiremos cercanos a ella. Ni siquiera vamos a querer mirarla a la cara.

Lo mismo es cierto respecto al Mundo Venidero. Si Dios nos pusiera allí y comenzara a recompensarnos por nada, nunca lo disfrutaríamos ni nos sentiríamos cercanos a Él. Lo único que lograría es crear una deprimente sensación de inutilidad y dependencia. Nuestra recompensa sería eternamente inmerecida, y tendríamos conciencia de ello… por siempre.

Crear algo de la nada

Pero es aún más profundo que eso. En el ámbito físico existe un concepto llamado "Ley de la Conservación de Energía". La energía no puede ser creada de la nada (después del acto Divino de creación inicial); puede ser concentrada, difundida, dirigida y convertida (incluso en materia si tienes la cantidad suficiente de energía y sabes lo que estás haciendo), pero nunca puede ser creada o destruida.

Lo mismo aplica en el ámbito espiritual. Aceptar una recompensa inmerecida no sólo es embarazoso, sino que por definición no puede existir. Dios no puede, por así decir, “recompensarnos por nada”. Si nuestra recompensa es merecida, es por definición el resultado natural y una extensión de nuestros esfuerzos. Es nuestra creación independiente. Pero si no hicimos nada, entonces la recompensa no puede venir.

Por lo tanto, para poder recompensarnos, Dios tiene que darnos la oportunidad de que nos ganemos nuestra propia recompensa. Y para permitir que eso ocurra es que creó un mundo físico, un mundo de oscuridad y distancia de Él (o al menos que aparenta ser distante de Él). Servir a Dios es un desafío. Tenemos que descubrir a Dios a través de capas físicas de separación e indiferencia. Tenemos libre albedrío —la posibilidad para que exista la maldad y la destrucción—, y tenemos que utilizar esa libertad con cuidado para acercarnos a Dios. De esta forma, nuestra vida y nuestras acciones son significativas y nuestra recompensa final es nuestra. Tendremos una existencia verdadera y eterna, sabiendo que nos la hemos ganado por medio de nuestros logros eternos.

Creándonos a nosotros mismos

Pero aquí se esconde un dilema aún más fundamental, uno que llega a la esencia misma de la existencia del hombre. El hombre, como ser creado, no es completamente real. Si una persona es creada por Dios y nunca logra nada, no es más que una extensión de Dios. No es más independiente de Dios que una pintura de su pintor. Esta persona vivirá con una deprimente sensación de inexistencia. No soy “real”, soy sólo una proyección de un poco de la sabiduría y el poder de Dios. Pero no soy “real”. Y tener un corazón y un cerebro no altera esa sensación básica y debilitante.

Si nunca tengo que hacer nada para justificar mi existencia, ni siquiera soy “real”.

 

Finalmente hemos llegado a la esencia del tema en cuestión. Comenzamos diciendo que una recompensa inmerecida avergüenza al receptor. Luego dijimos que, por lógica, ni siquiera puede existir una recompensa inmerecida, porque no puede surgir de la nada. Sin embargo, la raíz del asunto es que, si nunca hice nada para justificar mi existencia, entonces ni siquiera soy “real”. Soy un ser pasivo, creado, nada más que una extensión del Dios que me creó, casi un producto de su imaginación. Y esta es la deprimente y debilitadora sensación de inexistencia que plaga y acosa inevitablemente al ser humano pensante y que lo hace ir hasta el fin del mundo en búsqueda de la inmortalidad (esta fue la sensación que hizo que Adán y Eva comieran del Árbol del Conocimiento, pero esa charla es para otro momento).

Yo “soy”, y no existe una alegría mayor que esa.

¿Cómo un ser humano puede hacerse “real”? Por medio de logros, haciendo uso de su libre albedrío y eligiendo el bien. Cuando elijo el bien por voluntad propia siendo que podría haber elegido el mal, hice algo conmigo: luché y gané. Esto no sólo genera mi recompensa, sino también mi existencia. No soy meramente un ser formado por Dios que funciona de la forma en que me programó mi Creador. ¡Yo logré algo! ¡Mis acciones son mías! ¡Dios no las hizo por mí! Son mi propia creación, fueron generadas por mi propio libre albedrío. Esto es lo que me garantiza realidad y vida eterna. Vivo eternamente porque hice acciones de inmortalidad. Yo “soy”, y no existe una alegría mayor que esa.

Ahora podemos comenzar a entender lo que es el Mundo Venidero. No es sólo un lugar de recompensa; es un lugar de existencia. Hasta que no me he creado y he justificado mi existencia, no soy real. Soy una mera extensión de Dios, y no soy más capaz de tener una relación con Él que la relación que puede tener una escultura con su escultor. Pero cuando creo mi porción en el más allá, me gano mi existencia. Me convierto en mi propio ser, independiente de Dios, en alguien que puede tanto amar como ser amado por Él. El Mundo Venidero es el lugar para esa cercanía. Existimos, somos eternos y, como resultado, podemos disfrutar eternamente del brillo extático de la Presencia Divina.

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