Gestando Milagros

9 min de lectura

¿Cómo puede algo tan alegre estar envuelto por tanto miedo?

No creí en la línea del test casero de embarazo de la semana pasada, pero tampoco creí que estaba embarazada el año pasado, inclusive cuando vi el latido del corazón de mi bebé en una ecografía. Diez semanas después, cuando otra ecografía mostró el mismo corazón absolutamente quieto, recuerdo haber pensado: Era demasiado bueno para ser verdad.

Mi bebé –el pequeño milagro, la inesperada maravilla haciéndome vomitar y dormir constantemente a sólo unas semanas de nuestra boda— ya no estaba.

Ha pasado más de un año, y ahora los doctores dicen que hay otro bebé dentro de mí. Otro bebé, más pequeño que la cabeza de un alfiler y ya lo amo más de lo que puedo imaginar.

Y estoy completa y absolutamente aterrorizada.

Esa primera vez, recuerdo haber saltado despreocupadamente los capítulos sobre abortos espontáneos (o el más diplomático “pérdida del embarazo”) en los libros que estaba leyendo – eso no me iba a pasar a mí. Yo estaba gestando un milagro; estaba volando por lo alto.

Hacía sólo unos meses había escrito un artículo sobre luchar con una soltería no deseada mientras llegaba Rosh Hashaná. Les pedí a los lectores de AishLatino.com que rezaran por mí, y cerca de Iom Kipur había conocido al hombre con el que me casaría. Unos pocos meses después, en el día de mi boda, vertí mi gratitud y alegría en otro artículo – porque realmente creía que las plegarias de los lectores me habían ayudado a mí y a otros.

Artículo Relacionado: Temporada de Aislamiento

Artículo Relacionado: Temporada de Gratitud

Me sentí catapultada hacia una nueva etapa en mi vida, asombrada y abrumada por cómo, en un abrir y cerrar de ojos, había llegado mi salvación y mi vida había cambiado completamente.

Mi marido era todo lo que había soñado – más amoroso, honesto, afectuoso y consumado que lo que había imaginado alguna vez. Y hasta vino con algunas cosas que yo quería: niños, quienes viven con nosotros.

Yo quería hijos adoptivos, en parte porque me casé a una “cierta edad” en la que el reloj biológico está haciendo tic más fuerte que nunca pero se está moviendo mucho más lento. Tener hijos adoptivos me aseguraría tener alguien a quien darle mi amor, aunque no sean mis propios hijos. Y saqué la conclusión, siendo siempre tan práctica, de que si podía tener un hijo o dos, quería poder darles hermanos y hermanas.

Me imaginé que esperaríamos un poco y luego iríamos a las clínicas que necesitáramos y haríamos todas las cosas extras que tendríamos que hacer para lograr nuestro objetivo. Por lo que estaba sorprendida cuando mi doctora explicó que el cansancio excesivo producto de la gripe que me había agarrado una semana después de la boda era, de hecho, un bebé.

Estaba casi avergonzada por la abundancia Divina. Mi marido, mis hijos adoptivos… y ahora esto. ¡Tan rápido! Y ahora estaba durmiendo la mitad del día.

Nuestra Primera Pérdida

A las seis semanas, la doctora estaba preocupada por algo y nos envió a hacer una ecografía en el hospital. Ahí fue cuando vimos el latido del corazón, asegurándonos que estaba todo bien. Además, mis síntomas estaban empeorando: junto con el cansancio constante, necesitaba energía para correr hasta el baño para vomitar. Yo lo encontraba extrañamente confortante, y mi suegra estaba deleitada porque todos saben que ese tipo de malestar es una buena señal.

Tenía confianza en Dios. Pero ahí estaba ese pequeño corazón, quieto.

Seguí pensando: Dios está con nosotros. Estaba llena de fe. Por lo que no estaba para nada preocupada cuando después de un chequeo, la doctora nos envió al hospital de nuevo. Con mis síntomas empeorando (“¿Estás vomitando? ¡Bárbaro!”), ella tampoco estaba preocupada – ella simplemente pensó que el ecógrafo de su oficina no estaba andando bien. Viajamos hasta el hospital, hablando alegremente. Incluso me dirigí a mi marido y le dije: “No estás preocupado, ¿verdad? Los dos sabemos que Dios está a cargo. Se está haciendo cargo de todo…”. Yo tenía confianza en Dios.

Pero luego estaba ahí ese pequeño corazón, quieto. Dios estaba a cargo, y esta era la decisión que había tomado.

No había estado casada ni por cuatro meses y ya había perdido un niño. El año siguiente fue un borrón: Tuve complicaciones después de la pérdida que para resolverse llevaron cerca de seis meses. Mis hormonas se volvieron locas, subí de peso, tuve que atravesar una cirugía para corregir algo que había salido mal durante el embarazo. Llevó casi un año hasta que mi cuerpo me resultó familiar nuevamente. Estábamos listos para intentar de nuevo.

Después de unos pocos meses de nada, mi doctora nos envió a una clínica de fertilidad. A mi edad, explicó, no puedo perder el tiempo. La primera vez me senté en la sala de espera, rodeada por mujeres lúgubres que habían pasado Una Cierta Edad –ninguna de nosotras quería estar allí, por supuesto— pensando que esto era simplemente estúpido. Dios decide quién vive y quién muere, quién da vida y quién no. No un doctor.

No había nada mal, me dijo la doctora. “En realidad no sabemos por qué algunas personas se embarazan y otras no”, explicó.

Yo ya sabía eso. Soy una persona racional, pero también creo devotamente que Dios dirige el mundo. Tantas veces lloré y le grité: ¿Por qué me hiciste embarazar sólo para perder el bebé? ¿Estabas jugando conmigo?”.

Al menos sabía que podía quedar embarazada.

Pero sabía –a pesar de las complicaciones desquiciadas— que era una bendición. Al menos sabía que podía quedar embarazada. Conozco demasiadas mujeres que tratan por años y años, un tratamiento tras otro. Era un pequeño confort. Algo, finalmente, por lo que estar agradecida.

Cuando le comenté esto a una mujer en mi comunidad que había estado casada por cinco años y que todavía no tenía hijos, ella tragó y miró hacia abajo. “Estoy tan contenta de que sepas eso”, dijo calmadamente. “No lo iba a decir, pero es tan cierto”.

Cuando perdí a mi bebé, fui reconfortada por una amiga que también había sufrido pérdidas –la mayoría en una etapa más temprana, pero algunos a los cinco y hasta a los seis meses. Todas siguieron hasta tener bebés. Parecía ser que tenía más amigas que habían perdido al menos un embarazo que amigas que no habían perdido un embarazo nunca. Todas me aseguraban que pronto estaría embarazada de nuevo…

Y ahora, más de un año y un par de ciclos hormonales después, parece que lo estoy.

Segunda Vuelta: Embarazada con Miedo

Y estoy llena de miedo. Tenía bitajón, confianza completa en Dios la última vez. No me preocupé, no me puse nerviosa. Sólo estaba llena de gratitud. Cuando la doctora dijo en ese entonces que no había que preocuparse, no lo hice. Sólo sentí la gran bendición creciendo dentro de mí.

Y sin embargo ese bebé ya no está. Necesitaba saber si tuvo un alma (quizás), necesitaba explicaciones teológicas de lo que había pasado (la mejor es que el alma era tan pura y tan sagrada que su corazón sólo necesitaba latir unas pocas veces en este mundo para cumplir la misión de su vida), necesitaba saber por qué Dios me hizo atravesar eso (y, la verdad, a veces tenía un indicio de entendimiento del porqué – sólo un indicio. Así funciona en este mundo).

Me sentí un poco traicionada, porque había tenido tanta confianza en una cosa: que el mismo Dios que unió a mi marido conmigo a pesar de haber parecido imposible, estaría con nosotros en todo lo que hiciéramos y en toda lucha que tuviéramos. Estaba, pero no como yo quería.

Y ahora estoy llevando dentro de mí un bebé que sólo tiene unas pocas semanas de vida. No quiero decirle a nadie. Algo tan alegre está envuelto por el miedo. Quiero este bebé, pero tengo tanto miedo de perderlo. Por favor, le ruego a Dios, este año no dejes que se me parta el corazón.

Hoy me llamaron desde la oficina del doctor con algunos resultados de análisis – estamos controlando para asegurar que este es un “buen” embarazo. Ella estaba completamente feliz con los resultados, pero basada en el título en medicina que me había ganado leyendo todo en Internet, hubiesen podido estar mejor. Y mi ánimo se cayó en picada.

No es así como se ve la verdadera confianza en Dios. Entonces recé. Comencé llorando y diciéndole a Dios cuánto quiero a este bebé y cómo estoy haciendo lo mejor que puedo y por favor, por favor, por favor, déjame sentir nauseas, déjame tener este o aquel efecto secundario, voy a controlarme hasta cuando las hormonas enfurecidas me transformen en una extraña, voy a ir a trabajar cuando esté adolorida y exhausta, haré lo que sea, sé que igualmente todo depende de Ti, entonces por favor, por favor, por favor… Después de unos pocos minutos de eso, le pedí paz interior mientras atravieso esta situación… Y de repente dejé de llorar y sentí calma.

Sé que Dios está a cargo, y sé que no soy la única mujer atravesando esto.

Hace dos años, escribí sobre un dolor que sabía que miles de personas compartían y les pedí que rezaran por mí y por todos los demás. Hoy, sé que estoy en el paso siguiente, y les pido de nuevo que recen por mí, por mi familia, y esta vez, por mi bebé. Realmente lo quiero conocer.

Cuatro Meses Después

Escribí este artículo, pero no lo envié de inmediato. Supongo que estaba avergonzada; parecía demasiado personal, demasiado cercano, demasiado doloroso.

Y luego, un mes después, el corazón de este bebé también se detuvo. Aunque no estaba tan sorprendida como la primera vez (la náusea y la fatiga que me habían estado molestando y deleitando por meses se habían detenido la semana anterior), estaba devastada, perdida en un mar de dolor y desilusión.

Unos pocos días después de la dilatación y del legrado uterino, una amiga me dijo “la cosa más increíble”: el mismo día en el que perdí a mi bebé, una amiga de ella casi se desmaya al enterarse de que estaba embarazada de seis meses.

Mmm, sí. Una ironía sorprendente.

Pero se pone mejor. Su amiga, Jen, no sólo tenía sus manos ocupadas con una casa llena de adolescentes y pre-adolescentes, sino que también había estado tratando de poner fin a un matrimonio horrible, y –como cereza del postre— estaba siendo sometida a tratamiento en contra del cáncer.

Aunque Jen había estado constantemente entrando y saliendo de consultorios de doctores durante los seis meses de su embarazo, ni ella ni los doctores se dieron cuenta de nada – probablemente porque toda náusea, aumento de peso, fatiga u otros síntomas fueron erróneamente entendidos como efectos colaterales de la radiación y de los tratamientos de quimioterapia que había estado sufriendo.

“Es tan increíble”, dijo entusiasmada mi amiga, “Tú estás aquí, saludable y haciendo todo lo que puedes, mientras toda tu familia quiere tanto esto… y el bebé muere. Y Jen no sabe si estará viva para las graduaciones de sus hijos de la escuela secundaria… y ahora tiene que lidiar con el hecho de convertirse en una madre soltera de un niño posiblemente enfermo además de todo lo demás”.

Mientras fluían las lágrimas, le dije a mi bien intencionada amiga que mientras yo imaginaba que podría en algún momento apreciar la ironía, todavía no era capaz. Creo que entendió el mensaje y abandonó el tema.

Por varias semanas, me adentré más en la tristeza y la ira, estando resentida con mi cuerpo, con Dios, comportándome de manera horrible con mi marido –sólo aceptaba confort de mi dulce hijo adoptivo, quien me dijo que entendía porqué el bebé había muerto— porque él no había estado rezando por lo indicado. Me dijo que había estado rezando para que yo quedara embarazada, y ahora se da cuenta de que debería haber rezado también por un bebé sano.

Le aseguré que no es así como funcionan las cosas, y que él no es responsable para nada, que Dios recogía cada palabra de sus plegarias, y que sabía exactamente lo que él deseaba internamente. Después de todo, le expliqué, Dios es el único que puede controlar si un bebé emerge al mundo o no.

Pasaron unos meses y, gracias a Dios, mi malestar pasó y Jen, la amiga de mi amiga, dio a luz a un niño saludable, próspero y feliz.

Sólo Dios decide quién concibe y quién no, y qué bebés llegan al mundo y cuáles no.

Previendo que mi felicidad por Jen podría estar mezclada con tristeza por mi pérdida y mi continuada falta, mi amiga fue más sensible cuando me lo dijo. Sólo sentí felicidad por ella.

De hecho, el nacimiento de ese bebé confirmó para mí lo que le había dicho a mi hijo adoptivo: Dios, y sólo Dios, decide quién concibe y quién no, y qué bebés llegan al mundo y cuáles no.

Una o dos semanas antes, habíamos recibido los resultados del test genético de mi pequeño bebé. Era una niña, y no tenía suficientes cromosomas. Nunca hubiese podido sobrevivir. Aún si todo en este mundo hubiese estado alineado “bien” para ella, ella nunca estaría en él.

¿Y el bebé de Jen? Concebido mientras su madre estaba con anticonceptivos (que continuó tomando durante dos tercios del embarazo), expuesto en el útero a quimioterapia, radiación, y a un lío de quién sabe qué otras medicinas que toman los pacientes con cáncer, su concepción no fue deseada y creció en el útero de una mujer bajo enorme presión de todo tipo, quien estaba asustada por su propio futuro, y aterrorizada por el de sus niños.

Él tenía todo en su contra, pero nació sano, y es un bebé gordo, próspero y feliz. No es nada menos que un milagro.

¿Pero no lo son todos los niños? Los niños no nacen por mera casualidad biológica, tampoco por tecnología médica, ni siquiera por los deseos, esperanzas y rezos fervientes de sus padres. Al final, todas estas cosas ayudan, pero sólo hay una cosa que trae a un niño al mundo: la voluntad de Dios.

Podemos –y debemos— hacer nuestro trabajo en este mundo (ya sea rezando, tomando vitaminas o sometiendo a nuestro cuerpo a todo tipo de procedimientos y hormonas), pero finalmente el resultado no está bajo nuestro control. Depende de Dios.

Y encuentro esto enormemente confortante. Al igual que Él me envió amigas y una comunidad cariñosa para apaciguar mi dolor mientras esperaba para encontrar a mi marido, al igual que me envió un hombre que sobrepasa cada sueño que podría haber tenido e hizo que esa larga espera valiera la pena, al igual que me está cuidando continuamente de muchas maneras y envía guías en mi camino, Él me cuidará ahora.

Y al igual que trajo milagrosamente al hijo de Jen al mundo, en contra de todas las probabilidades científicas, expandirá nuestra familia y me transformará en una alegre madre de hijos.

Friedl Liba bas Java aprecia tus plegarias, por ella y por otros miembros de Am Israel que necesitan casarse o tener hijos.

Haz clic aquí para comentar sobre este artículo
guest
0 Comments
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
EXPLORA
ESTUDIA
MÁS
Explora
Estudia
Más
Contacto
Lenguajes
Menu
Donar
Únete a nuestro newsletter
Redes sociales
.