La hora del chocolate

6 min de lectura

Un diagnóstico mortal puede eliminar todas las preocupaciones insignificantes y causar una claridad impactante.

Era una de esas mañanas. Había estado toda la noche despierta de turno y estaba exhausta. Estaba oscuro y lluvioso afuera, y mis tres hijos se habían despertado tarde, sin noción alguna de que vestirse en la mañana es un ritual diario. Todo lo que quería hacer era volver a la cama, pero en vez de eso pasé por sus cuartos cantando "Despierten, dormilones. Es día de colegio, es hora de vestirse..." con una sonrisa fingida y con una energía forzada.

Nadie estaba interesado.

"Vamos chiquilines", seguí con voz melódica, pero con los dientes apretados "es hora de vestirse".

Después de 15 minutos de recordatorios, mi voz se había vuelto un falsete extraño, mi hijo mayor Josh estaba jugando con su computadora, mi hijo del medio Joey estaba acomodando sus muebles y mi pequeña princesita Julia estaba clasificando sus zapatos por color.

Nadie estaba listo. Diez minutos después podía sentir mi corazón palpitando en los oídos, y me estaba pellizcando la palma de la mano para no gritar. Doy gracias que mi marido escuchó la histeria en mi voz y vino a hacerse cargo. Mientras bajaba las escaleras, tropecé con una taza de leche que había sido dejada en uno de los peldaños la noche anterior e hice sonar mis dientes al ver como las pequeñas gotas de leche caían lentamente de un escalón a otro. A pesar de que intenté respirar controlada y profundamente, mi gruñido interior se estaba volviendo audible.

Joey bajó primero, con el pelo parado y la camisa al revés.

"¿Qué quieres de desayuno?", logré decir de alguna manera.

Quizás, imaginando lo que sería la mejor experiencia de desayuno posible dijo esperanzado: "Creo que quiero dulces y golosinas...", pero viendo mi mirada salvaje rápidamente reconsideró. "¿Qué tal unos cereales?"

"Mejor opción", gruñí.

Después, Josh lanzó su mochila por la escalera y yo rugí cuando cayó al piso y se esparció todo su contenido.

Justo en ese momento, Julia, cuyos labios llenitos y facciones finas ocultan su fuerza y persistencia, apareció en el primer piso luciendo sus zapatos irritantemente brillantes que con cada paso descargaban un destello rojo que acentuaba el desastre de la leche. Ella venía cantando "¡Quiero chocolate! ¡Quiero chocolate!" La respiración controlada no funcionó. Hubo algo en ese canto de alta frecuencia acerca del chocolate que fue más fuerte.

Inhalé una vez más, y con mi voz más fuerte, recalcando cada palabra, grité "¡NO ES HORA DE CHOCOLATE!"

La casa se silenció. Escuché una risita silenciosa. Todos me miraban. Mi marido fue lo suficientemente inteligente para no verbalizar la pregunta que se le dibujaba en la cara.

No sé si el chocolate tiene una hora adecuada, o de tenerla cuándo sería, pero sí sabía que había tenido más que suficiente.

Viendo más allá del caos

A pesar de que continué con la respiración controlada e intenté relajarme, una hora más tarde mi cabeza aún giraba cuando fui a trabajar.

En mi escritorio estaba el gráfico de una paciente que debía revisar. A pesar que no había visto a la Sra. Mesa en más de dos años, la recordé por su ficha médica. Entonces ella tenía alrededor de 50 años, presentaba un ligero sobrepeso y tenía un trabajo de escritorio sedentario. Ella bromeaba diciendo que su colesterol podía estar un poquito alto, porque acababa de volver de un crucero por Alaska para celebrar su aniversario de matrimonio número 30. Recuerdo como sus cálidos ojos café brillaron cuando dijo que el nivel de colesterol valía la pena por la deliciosa comida.

Me impactó cuando recibí los exámenes al día siguiente. No era su colesterol el que estaba alto, sino sus estudios del hígado – elevados a niveles críticos, más de cinco veces un resultado normal. Mientras observaba los resultados, me sentí como una intrusa presenciando una secuencia terrible que ya se había desatado en su cuerpo.

Los límites de su "saludable" existencia se habían astillado y retorcido para convertirse en los aterradores fragmentos incontrolables de su enfermedad.

Recuerdo haber intentado parecer despreocupada cuando la llamé para decirle que debíamos repetir los exámenes. Pero noté por su detención y sus preguntas agudas que ella había entendido que en alguna parte a lo largo de la conversación, el prisma había cambiado. Los límites de su "saludable" existencia se habían astillado y retorcido para convertirse en los aterradores fragmentos incontrolables de su enfermedad.

Los anormales resultados de los exámenes condujeron a un ultrasonido, lo que llevó a una biopsia, lo que llevó a un diagnóstico de hepatitis C, lo que condujo a una falla hepática. Y ahora, dos años después, yo estaba mandando esta ficha médica, junto con la descripción de una activa madre de 54 años de edad, con 3 hijos, para un trasplante de hígado adelantado, mientras ella esperaba, en la última etapa de falla hepática, la llegada de un preciado hígado. Todos los pacientes en la última etapa de falla hepática se ven igual, hinchados, calvos y amarillentos. Me da escalofríos cuando trato de imaginármela de esa forma, y espero que el brillo de sus ojos café sea capaz de trascender su enfermizo fondo color ámbar.

Lo que no me dejaba en paz, sin embargo, era el hecho de que la hepatitis C había estado merodeando, sin ser diagnosticada por más de 20 años, desde la recepción de una transfusión de sangre durante el parto de su tercer hijo. Me seguía preguntando si, de haber sabido que un virus estaba metódicamente inyectando su letal carga genética a las células de su hígado, hubiese vivido su vida de otra forma.

¿Se habría detenido, incluso si hubiese estado en medio de preparar la cena, para salir a deleitarse con un atardecer de invierno? O si por casualidad hubiese visto una telaraña después de la lluvia, ¿habría notado que se convierte en una trama cristalina que brilla a la luz del sol? O si, después de una ruidosa y frenética mañana de llevar a los niños al colegio, ¿habría sido capaz de ver más allá del caos y de inhalar el suave y húmedo resplandor de su risa y de su excitación?

Sólo en ese momento noté que mis aceleradas pulsaciones producto de mi frenética y ruidosa mañana se habían mitigado.

El prisma del enfermo

Estaba pensando en todo esto cuando salí a la sala de espera para llamar a mi próximo paciente – Elaine, de 28 años. Me impactó su elegancia cuando se levantó lentamente, echó atrás su cabeza y se deslizó hacia mí – su largo cabello castaño, piel oscura y ojos verdes le daban una imagen inusual y exótica. Había estado coqueteando con la gente mayor que estaba sentada allí y ellos la contemplaron y sonrieron interesadamente mientras caminaba hacia mí. Era despampanante, pero había algo acerca de ella que no andaba bien.

Trabajaba en Rodeo Drive vendiendo ropa ridículamente cara a gente ridículamente rica, pero como muchos recién llegados a Los Ángeles, ella esperaba que alguien la "descubriera". Se dejó caer en la silla de mi oficina y meció su cabeza cansadamente. "Esta ciudad me está agotando... estoy segura que es por eso que estoy cansada todo el tiempo... estoy simplemente agotada".

Estaba sorprendida por la inocencia y sinceridad de su voz nasal con acento del medio oeste. "Es tan difícil estar lejos de mi familia... ellos están en Nebraska... especialmente mi Madre. Ella realmente me necesita desde que Papá murió. Tengo dos hermanos mayores, pero yo soy su única hija".

Levanté la vista para observar la sonrisa de "chocolate" de mi hija que brillaba fulgurante desde una fotografía en mi oficina.

"Mi mamá me hizo venir, ella está muy preocupada. He estado hinchada y constipada por más o menos un mes. Estoy segura que no es nada, pero usted sabe cómo son las madres".

El estar constipado es extremadamente común, pero cualquier cambio en el tránsito intestinal requiere una mayor exploración, así que le ordené un examen de ultrasonido y le hablé de cambios en la dieta.

No pensé en ello de nuevo hasta aproximadamente las 8 PM, cuando un radiólogo me envió un mensaje al teléfono. El ultrasonido mostraba una masa, dijo. No estaba seguro si era el ovario o el colon, pero ella requería con seguridad un seguimiento. Y la terrible secuencia había comenzado.

Cerré los ojos y respiré profundo. Estaba conmocionada. Conocía las opciones y ninguna era buena: ¿Cáncer de ovarios? ¿Cáncer de colon? ¿Linfoma? A pesar de que era tarde y estaba exhausta, no pude dormir. Estaba angustiada por la llamada telefónica que tendría que hacer a Elaine al día siguiente.

Por experiencia, también sabía que eventualmente sus ojos volverían a enfocarse, y lo harían en una realidad completamente diferente.

Sabía que tan pronto como yo comenzara a hablar, sus ojos nostálgicos se nublarían con terror al tiempo que ella, también, se vería forzada a ver la vida a través del prisma del enfermo. Pero por experiencia, también sabía que eventualmente sus ojos volverían a enfocarse, y lo harían en una realidad completamente diferente. Aunque un diagnóstico negativo conlleva una desorientación aterradora, también produce una impactante claridad. De alguna forma elimina toda pérdida de tiempo trivial, elimina todas las preocupaciones insignificantes, y lo que emerge es puro y real.

Lo que no podía entender es: ¿Por qué se requiere un diagnóstico negativo para ver con claridad? Permanecí recostada despierta por un largo rato pensando en ello.

A la mañana siguiente no había sucedido nada mágico. Los niños despertaron tarde y aún así no querían vestirse. Joey estaba ocupado moviendo sus muebles, Josh estaba jugando en su computadora y Julia ahora estaba clasificando sus vestidos. Y yo me quedé a un lado, observando, como a través de un prisma.

Nada era distinto, pero todo había cambiado.

Eventualmente todos bajaron vestidos, y sólo algunos minutos tarde. Aunque esta vez, cuando vi la camisa fuera del pantalón de Josh, lo que en realidad noté fue su destello de travesura que contenía una alegría exuberante mientras bajaba las escaleras, dos peldaños a la vez. Y Joey, con el pelo parado, con laca, prácticamente brillaba, mientras declaraba orgullosamente "¡Mami, moví todos mis muebles!". Y cuando Julia bajó por las escaleras, el brillo rojo de sus zapatos capturó el sol y derramó chispas por el suelo como fuegos de artificio.

Esta vez, cuando ella pidió "chocolate", pensé en la madre de mi paciente, sola y tan lejos, y en lo afortunada que yo era de poder abrazar a mi hija y además, todo lo que ella quería era chocolate. Asentí. Ella lo abrió y gritó "¡Es hora de chocolate! ¡Es hora de chocolate!"

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