Mi descenso a la locura

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Soy esposa y madre de varios niños, trabajo media jornada y hace un año sufrí un colapso mental.

Después del nacimiento de mi hijo mayor hace como 15 años, comencé a sufrir de depresión postparto. Los síntomas incluyeron desde sueños increíblemente perturbadores hasta apatía y un sentimiento de desdicha general que simplemente no se iba. Mirando hacia atrás, creo que siempre sufrí de depresión y, quizás, si hubiera tenido más consciencia de mí misma habría entendido que corría un riesgo mayor de sufrir depresión de postparto. Pienso que el shock de ser responsable por una nueva vida, el cansancio y dormir pocas horas conspiraron en mi contra para hacer que la depresión fuera todavía peor.

Cuando mi hijo tenía 6 meses, consulté con un psiquiatra que dijo que tenía que dejar de amamantar de inmediato y comenzar con un régimen de antidepresivos. Así comenzó mi camino psicotrópico. A lo largo de los años probé diferentes medicamentos que aliviaron los síntomas y redujeron la intensidad de los sentimientos. Pero siempre pagué un alto precio por mi sanidad: experimenté diversos efectos secundarios, como pérdida de peso y apatía.

Tuve que aceptar la medicación como parte de mi vida diaria.

Hubo periodos en los que intenté vivir sin medicamentos. Pero inevitablemente, tanto la abstinencia de las drogas como la falta de dopamina en mi cerebro me forzaron a aceptar que para funcionar en sociedad tenía que aceptar la medicación como parte de mi vida diaria. Sin embargo, nunca perdí la esperanza de que algún día pueda vivir sin drogas.

Hace unos dieciocho meses decidí volver a intentarlo. Primero consulté con un psiquiatra. Luego comencé a dejar el Cipralex muy lentamente. En unos pocos días me convertí en una lunática furiosa, les gritaba histéricamente a mis hijos. Me sentía fuera de control. Lloraba con demasiada frecuencia, sin ninguna razón aparente. También dejé de dormir. Pero a pesar de todo seguí adelante, con el anhelo de llegar a saber que soy capaz de vivir una vida sin medicamentos. Lo deseaba con desesperación y realmente pensaba que si perseveraba a pesar de esos turbulentos sentimientos, encontraría una forma de dejar mis medicamentos.

En medio de todo esto, ocurrieron dos cosas. Nos notificaron que el departamento que habíamos comprado hace años “en papel” estaba listo y que podíamos mudarnos en unas pocas semanas. Además, un Shabat me internaron por una apendicitis aguda y tuve que pasar sola por una cirugía de emergencia (mi esposo estaba con nuestros hijos en otra ciudad).

Los médicos me dijeron que tenía que tener sumo cuidado de no levantar nada que fuera un poquito pesado porque eso me pondría en riesgo de desarrollar una hernia y necesitaría otra operación. Pero en ese momento tenía que empacar un departamento en el que habíamos vivido por una década y donde habíamos acumulado muchas cosas.

Una semana después de mi operación, descendí al infierno. No podía parar de llorar. No podía quedarme dormida. Y cuando me dormía, no podía seguir durmiendo. Estaba terriblemente ansiosa. Los segundos de cada minuto parecían durar siglos cuando experimenté lo que en esencia fue un ataque de pánico que duró varias semanas. Las palabras no pueden explicar la agonía.

La enfermedad mental es como un intruso; ataca en cualquier momento sin ningún previo aviso de la tormenta inminente.

Consulté con un psiquiatra y comencé a tomar Welbutrin, un medicamento diferente. Desafortunadamente, esto sólo exacerbó la intensidad de los pensamientos obsesivos hasta que una noche llegué a tal grado de histeria que me tuvieron que llevar a un centro psiquiátrico. Afortunadamente consideraron que mi estado mental no requería internación. El médico de turno recomendó que dejara de tomar Welbutrin de inmediato porque claramente le tenía alergia, que consultara urgentemente con mi psiquiatra para comenzar con un medicamento alternativo y, lo más importante, que encontrara un terapeuta.

Tomé su consejo médico con seriedad porque no podía imaginar seguir viviendo así. Con terapia y medicación, lentamente comencé a ascender de las profundidades del infierno de mi enfermedad mental.

Me encantaría poder contarles un final feliz. Lamentablemente aún sufro de depresión y probablemente será así para siempre. Tengo un largo camino por delante respecto a mi salud mental. Sin embargo, soy completamente diferente de lo que era hace un año. Puedo ir de compras sin largarme a llorar en la caja. Desde entonces no tuve ningún ataque de pánico. Soy una mejor esposa y una madre mucho más estable.

La enfermedad mental es como un intruso; ataca en cualquier momento sin ningún previo aviso de la tormenta inminente. Las personas que menos te imaginas, las personas con el perfil de Instagram perfecto y vidas que parecen gloriosas, pueden estar luchando contra los mismos demonios. Un pequeño grupo de personas de confianza puede saber la verdad, mientras que todos los demás ven la fachada impecable.

Lo que me ayudó a sobrepasar esta época devastadora fue Dios, mi familia y amigos, mi médico y mi terapeuta. Gracias a Dios vivo en una época en la que tenemos acceso a una variedad de intervenciones médicas. Mis amigos y familia atendieron mis interminables llamadas, escucharon mi furia y mi llanto; mi médico y mi terapeuta demostraron tener infinita paciencia y bondad en su forma más auténtica. Cuando no estoy en agonía, me considero eternamente bendecida por cada segundo de mi vida.

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