Papá, ¿Dónde Estás?

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Nunca olvidaré el día en que nos enteramos que mi papá tenía cáncer.

Nunca olvidaré aquel día. Incluso ahora, 16 años después, la memoria sigue fija en mí.

Fue un jueves. En la mañana llevé a los niños a la escuela, como hago siempre, y después le deseé a mi marido que tuviera un hermoso día, así como usualmente hacemos. Esa tarde estuve fuera de la ciudad, enseñándole a un grupo de mujeres en Hineni. Nos sentamos juntas por una hora y profundizamos en la vida del profeta Shmuel. Hubo una sensación de gran conexión entre todas las presentes en el cuarto.

La clase había terminado y ahora era tiempo de que mi madre, la rebetzin Esther Jungreis enseñara su clase de Torá. Llegaron más mujeres, pero mi madre nunca llegó. Supuse que había quedado atrapada en el tráfico de Nueva York, y decidí volver a casa. Mientras bajaba la escalera del edificio vi una figura al final de la misma. La persona estaba subiendo los escalones muy lentamente, parecía como si cada escalón demandara un esfuerzo extraordinario. Me acerqué y me sorprendí al ver que era mi propia madre aferrándose a la baranda. Ella estaba pálida.

"¿Qué, Ima?", lloré. "¿Qué pasa?"

Mi corazón latía con fuerza. Vi una lágrima caer por la mejilla de mi madre.

"Es Aba, acabo de hablar con él. El doctor llamó, encontró un tumor. Aba va a tener que ir al hospital".

Yo me sentí mareada. El cuarto comenzó a dar vueltas a mi alrededor. ¡No podía ser! Mi padre nunca se había enfermado. Medía casi un metro noventa, era hermoso y ancho de hombros, un pilar de fortaleza. Durante toda mi infancia ni siquiera puedo recordar a mi padre acostado con un dolor de cabeza. Mis padres eran un equipo lleno de vida y espíritu. Nunca hubo un día ni una noche en que no estuvieran ocupados logrando cosas, construyendo. ¿Cómo podía mi hermoso padre estar enfermo?

Mi madre me dio un beso y una bendición mientras continuaba subiendo. Yo me fui a casa.

Antes de dejar el edificio traté de llamar a la casa de mis padres, pero no hubo respuesta. Mi padre no tenía teléfono celular. ¿En dónde podía estar?

El viaje a casa fue agonizante de punta a punta. Aba, ¿en dónde estás? Aba, ¿En dónde estás?

Una y otra vez esas palabras se repetían en mi cabeza. Trataba de imaginar adónde iría mi padre. ¿Qué es lo que uno hace cuando se entera de noticias tan terribles? ¿Qué estará sintiendo? ¿Qué estará haciendo? ¿En dónde está?

Quise gritar, pero no salió ningún sonido. Hay ocasiones en las que no queda nada para decir, el silencio mismo se torna abrumador y fuerte.

Finalmente estacioné en nuestra entrada; estaba en casa. Me resultó difícil salir del auto, mi corazón estaba afligido y no sabía cómo lidiar con mis hijos. No sabía por dónde comenzar.

La persiana de la ventana del frente no había sido cerrada. Afuera estaba oscuro y la luz del comedor brillaba con fuerza. Me llamó la atención. Miré hacia arriba y vi dos figuras sentadas en la mesa de mi comedor; una grande y la otra bien pequeña, sentada a su lado. Me estaban dando la espalda.

No pude creer lo que vi.

Ahí estaba mi padre, sentado con mi hijo a su lado. Estaban inclinados sobre un sagrado libro del Talmud, absortos en sus palabras.

¿Cómo podía mi padre estar sentado allí con este pequeño niño como si todo hubiese sido normal, justo después de haber recibido tales noticias? recuerdo haber pensado.

Después de unos pocos momentos de duda abrí la puerta. Dulces palabras de Torá llenaban el cuarto. Zeide y nieto estaban sentados juntos, estudiando.

“¡Aba!”, exclamé.

Entré al comedor. Tanto mi padre como mi hijo me miraron.

"Aba, traté de llamarte. ¿Estás bien? ¡No te pude encontrar por ningún lado!".

Nunca olvidaré las palabras de mi padre. Aún puedo escuchar su voz y ver su gran sonrisa cuando contestó:

"¡Mi vida, por supuesto que estoy bien! ¿Cómo podría no estarlo? Estoy en el mejor lugar del mundo; aquí mismo, sentado en tu casa, estudiando con mi nieto Moshé Natan".

Mi hijo sonrió mientras mi padre me abrazaba.

Esa noche sería la última vez que mi padre visitara mi casa. Nueve semanas después yo estaría en shivá.

Mientras acompañaba a mi padre a la puerta apreté su mano con fuerza. Los niños y yo nos despedimos y agitamos las manos mientras mi padre se subía a su auto. Él nos devolvió el gesto y nos tiró besos como si no hubiese nada que lo preocupara en el mundo.

No lo sabía entonces pero esa noche sería la última vez que mi padre visitaría mi casa.

No sabía que mi hijo nunca volvería a sentarse con mi padre en mi mesa del comedor para escucharlo cantar palabras de Torá.

Nueve semanas después yo estaría en shivá (de duelo).

A pesar de que esos últimos días con mis padres se me escurrieron de los dedos, me quedé con esa imagen eterna: veo a mi padre sentado junto a mi hijo, brindándole un último legado a pesar de su temor y dolor.

Y mientras confronto los grandes desafíos de nuestro mundo de hoy, sigo con la pregunta:

"Aba, ¿dónde estás?".

Estamos enfrentando un dolor increíble.

Tragedias indecibles nos han golpeado y nos han dejado sin aliento.

Nuestra tierra y nuestro pueblo son amenazados constantemente. Caen misiles, terroristas matan. Estamos rodeados por quienes nos detestan.

Las familias están luchando, los padres están tratando tan duro de mantenerse en pie a pesar de la débil economía.

La tierra se ha sacudido debajo de nosotros. Amenazantes vientos de huracán nos han mandado a buscar refugio.

El mes de Elul está aquí. Estamos preparándonos para nuestro día del juicio. ¿Cómo deberíamos acercarnos a Dios?

Si somos realmente honestos con nosotros mismos veremos que nuestros defectos son muchos. ¿Cuántas veces perdimos el temperamento, chismeamos sin piedad e hicimos la vista gorda con el dolor de otras personas? ¿Cuántas veces rezamos sin entusiasmo, refunfuñamos por las mitzvot y excusamos nuestra falta de crecimiento espiritual?

Es fácil asustarse. ¿Cómo podemos acercarnos a Dios? Estoy tan avergonzada, hasta desconectada.

¿Por dónde comienzo?

En Rosh HaShaná rezamos: Avinu Malkeinu, nuestro Padre, nuestro Rey. Escucha nuestra voz y ten compasión de nosotros. Abre las puertas del cielo a nuestra plegaria. Apiádate de nosotros y de nuestros niños. Agrácianos y respóndenos, trátanos con caridad y bondad. Sálvanos.

Sí, el día es increíble. Estamos temblando mientras nos paramos ante Dios, nuestro Rey. Sin embargo, primero es nuestro padre. Dios sigue siendo por siempre nuestro Aba, nuestro dulce Padre en el Cielo. Y al igual que un padre olvida su dolor por el bien de sus hijos, nosotros le pedimos a Dios que no vea el dolor que le hemos causado con nuestra negligencia y nuestras acciones.

Dios espera escuchar sobre nosotros, deseando que volvamos a casa.

Un niño que se ha ido y no llama a casa por unos días no imagina la alegría y el alivio de sus padres cuando su voz es finalmente escuchada. Incluso si no hemos llamado a casa por un tiempo, incluso si no hemos sido lo mejor que podíamos ser, Rosh HaShaná es el día para que nos reconectemos. Dios siempre es compasivo; está esperando escuchar sobre nosotros, está deseando que volvamos a casa.

Este Rosh HaShaná llamemos a Dios, nuestro Padre, llenos de amor y compasión. Pidámosle que quite de nosotros todo el dolor y el sufrimiento.

En el instante en que nos acercamos a Dios como nuestro bondadoso Padre, nuestra teshuvá, nuestro momento de retorno, ha comenzado. Ahora podemos pararnos temblando y con miedo mientras hablamos sobre nuestras falencias. Podemos admitir nuestros errores y llorar por la distancia que hemos creado entre nosotros y Dios. Podemos decirle a Dios lo arrepentidos que estamos de las veces que pisoteamos los corazones de los demás y que hemos dejado de lado Sus sagrados mandamientos. Le suplicamos a Dios por otra oportunidad para arreglar nuestros errores, para que podamos vivir con una sensación de propósito y objetivo en la vida.

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