Una sinfonía de vida

6 min de lectura

Me definía a mí misma como violinista. Hasta que un accidente automovilístico destruyó mi brazo.

Víctor Hugo dijo: “La música expresa aquello que no puede ser puesto en palabras y que no puede mantenerse en silencio”. Para mí, la música era el idioma de mi vida.

A los tres años, tuve mis primeros retorcijones de celos cuando mi hermano y mi hermana se iban a sus clases de piano. Yo, la bebé, quedaba fuera. Quizás augurando mi futura vida como abogado, demandé igualdad y justicia e insistí para que me permitieran ir también a clases de piano. Así fue que cada semana iba a la casa de Jovita para clases de piano con mis hermanos.

Alrededor de los cinco años, la orquesta sinfónica local organizó una “experiencia interactiva” en la que los niños podían probar los diferentes instrumentos orquestales. Así llegué a conocer a lo que se convertiría en la pasión y el amor de mi vida: el violín. En ese mismo momento prometí que aprendería a tocar ese instrumento.

Mientras otros niños jugaban a las escondidas, yo estaba en mi habitación tocando Mozart.

Mirando hacia atrás, no recuerdo mucho de la vida antes de tener el violín. A los 8 años, ya había decidido mi destino: sería una violinista. Tocaba en orquestas infantiles y grupos de cámara. El campamento de verano era campamento de música. Mientras los niños del barrio jugaban a las escondidas y a la mancha, yo estaba en mi habitación practicando Mozart y Bach. Era mi vida. Mi pasión. Mi identidad. Esto siguió durante la secundaria y la preparatoria – el firme sueño. Nunca olvidaré la primera ovación de pie que recibí como solista, al final del octavo grado. Mis fines de semana y la mayoría de mis tardes después de la escuela, los pasaba con la orquesta juvenil, recorriendo el estado de punta a punta. Luego me fui a la universidad, para obtener mi diploma en música y seguir una carrera profesional.

Un sueño destruido

Pero el 8 de septiembre del 2006, cuando tenía un poco más de 20 años, todo cambió en un abrir y cerrar de ojos. Cuando salía del estudio de mi maestra otro conductor dobló a la izquierda y se estrelló contra mi auto. En ese breve instante, en ese momento de impacto, el curso de mi vida se alteró para siempre. Todo por lo que había trabajado durante toda mi vida se detuvo con ese choque.

Recuerdo muy poco de la noche del accidente. Durante años tuve flashes indefinidos de lo que ocurrió. Me estremecía cuando pasaba al lado de balizas intermitentes y metal retorcido a los lados del camino. Contenía la respiración cada vez que pasaba por donde había un accidente. Entre mis pocos recuerdos, está la voz de un bombero diciéndome: “Cariño, no mires ese brazo”. Y recuerdo haber mirado. Mi brazo derecho estaba doblado, con la forma de una "s" en vez de parecer un brazo. También recuerdo el viaje en la ambulancia, donde grité una y otra vez: “¡Soy una violinista! ¡Soy una violinista!” El dolor no era nada comparado con la realidad de que no podía mover mi brazo.

Mi brazo derecho quedó destrozado; el radio quedó fragmentado en tantas partes que eventualmente tuvieron que sacarlas para atornillar varas al hueso. Una cirugía. Dos cirugías. Terapia de mano. Tres cirugías. Terapia de mano. Cuatro cirugías. Pero el dolor continuaba, intenso. En medio de las cirugías regresaba a casa y veía en mis paredes carteles que decían: “Cada hora dedicada a hacer otra cosa puede ocuparse en practicar”. Y ahí estaba yo sentada, con el hueso molido. Mi violín estaba sobre la mesa, en su estuche hecho a mano en Italia. Algunos días lo miraba con envidia; otros días la mirada estaba repleta de furia.

Sin el violín no tenía nada. No era nadie.

El trauma del accidente se manifestó de varias formas, una de ellas en el hecho de no tener una razón para vivir durante el primer año o dos después del accidente. Sin el violín no tenía nada. No era nadie. La agonía de perder mi identidad fue demasiado. Me maté de hambre para no sentir. Literalmente. Era mucho más fácil lidiar con el hambre que con las ramificaciones de lo que había ocurrido con mi brazo.

Pero estaba esa fastidiosa parte de mi ser que no estaba contenta con las interminables visitas a la sala de emergencias. La vida desde la parte trasera de una ambulancia tenía su propia perspectiva, pero en lo más profundo no podía dejar de sentir que aún había un propósito para mi vida. En una de esas visitas al hospital, cuando tenía conectadas al brazo bolsas intravenosas llenas de electrolitos y cables de ECG por todo mi cuerpo, se me acercó un médico y me dijo: “Llevo 20 años en la sala de emergencia y nunca vi que la sangre trabajara de esta manera. No entiendo cómo late tu corazón”.

Francamente, yo tampoco lo entendía. Durante años le había dicho a mi madre que podían componer los huesos con tornillos y varas, pero que no había arreglo para un corazón destrozado. Sin embargo, mi corazón seguía latiendo, a pesar de mi falta de nutrición y de esperanzas. En ese momento hubo un destello de la presencia de Dios. ¿Por qué seguía latiendo mi corazón? Ahí estaba ese molesto sentimiento de nuevo. ¿Un propósito superior? Entonces, acepté empezar un tratamiento.

Mi siguiente concierto

Me obligué a seguir adelante, a comenzar de nuevo y buscar una perspectiva más amplia. Aprendí a nutrirme en cuerpo y alma. Fui a la facultad de derecho y comencé a explorar mis raíces judías. Estudiaba al mismo tiempo el código penal modelo y las leyes de kashrut; la Constitución y el arte judío del rezo.

Quedó claro que nunca volvería a tener la destreza para continuar mi carrera. Después de mi sexta cirugía el dolor seguía siendo intenso. La mayoría de las actividades diarias me hacían llorar; al acariciar a mis perros gritaba de dolor. Pasar las páginas de Discovery en la agencia en donde trabajaba era agonizante. Cinco años después del accidente, accedí a una cirugía final: una fusión de muñeca que implicaba un injerto de hueso de todos los pequeños huesos de mi mano en un hueso sólido y una placa atornillada desde el dedo del medio hasta la longitud de mi radio. Nunca más podría mover mi muñeca. Mi habilidad de tocar ya no estaría limitada por la pérdida de destreza en mi música; estaba renunciando a la capacidad física de pasar un arco sobre las cuerdas.

La noche previa a la cirugía mi madre viajó para estar conmigo. Ella se acurrucó en mi cama y yo fui a sacar mi violín para una última despedida. Por primera vez en cinco años, no se trataba del matiz que le faltaba a mi música o las audibles deficiencias en producción de tono. Por primera vez en mi vida, no se trataba de tocar Tchaikovsky o Sibelius. En ese momento, era sobre un verdadero amor perdido y una despedida. Durante tres horas, reviví mis últimos 20 años y escuché los silenciosos sollozos de mi madre detrás de la pared de mi habitación.

Toqué durante tres horas, escuchando los silenciosos sollozos de mi madre detrás de la pared de mi habitación.

La cirugía fue exitosa. Terminé la facultad de derecho. Crecí como judía observante y como una novata abogada. Me convertí en una persona completa. Tuve una segunda oportunidad de vida y comencé a ver la vida de forma diferente. Estar en una sala de ensayos 10 horas al día para perfeccionar el siguiente concierto o para practicar más que otro violinista y poder conseguir una eventual presentación, no era una vida completa. Estaba enamorada de la magia de la pasión y el arte de la música. Yo solía decir que no había en el mundo un sentimiento comparable con la sensación de unirse con cien personas en una unidad sinfónica. Pero mi nueva claridad reveló una forma diferente de conexión: reír y llorar con amigas genuinas.

Recuerdo que cuando era adolescente decía: “Vamos a cambiar el mundo a través de la belleza”. Citábamos a Thoreau como si fuera la Biblia: “La mayoría de los hombres viven vidas de silenciosa desesperación”. Nuestro antídoto eran estéticos juegos musicales.

Ahora tengo un plan de cambio diferente que me da voz y defensa. Tengo una vida imbuida con la santidad de las mitzvot y la habilidad de ayudar a perfeccionar el mundo en formas que creo que son más profundas que la música. Ya no me impulsa mi deseo de perfeccionar un arte. Al mirar hacia atrás veo que eso contenía elementos de ensimismamiento. En cambio, ahora veo fuera de mi a quienes me rodean; veo quién necesita una niñera, una jalá o un servicio que puedo ofrecer sin cobrar. Mis contribuciones son significativas e impactan integralmente las vidas de las personas.

Seis años y medio después de mi accidente me considero afortunada; me siento más completamente viva. Tengo amigas en cuyas cocinas horneo divertidos experimentos de YouTube. Salgo a caminatas y carreras en el fresco aire de la tarde. Me siento en el suelo con mis perros y juego con ellos, en vez de tenerlos acostados a mis pies mientras practico. Conozco a mis sobrinos y mis primos como personas y no sólo como nombres.

Algunos días miro con anhelo hacia arriba de mi biblioteca, donde está mi violín, y siento que se juntan las lágrimas en las esquinas de mis ojos. Pero cada día me despierto y le agradezco a Dios por darme aliento y nueva vida. Cada día, bendigo a Dios, Quien libera a los cautivos. Y siento en lo más profundo de mi corazón que la libertad me llegó a través del entendimiento, la compasión y el propósito. Me dieron una segunda oportunidad para transformar mi vida en una sinfonía viva.

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